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PILAR LÓPEZ V. Í \ E :
EL CAPITALISMO
HISTÓRICO
por
IMMANUEL WALLERSTEIN
)*3
siglo
veintiuno
editores
MÉXICO
ESPAÑA
ARGENTINA
COLOMBIA
siglo veintiuno editores, sa
CERRO DEL AGUA, 248. 04310 MÉXICO, D.F,
siglo veintiuno de españa editores, sa
C/ PLAZA, 5. 28043 MADRID. ESPAÑA
siglo veintiuno argentina editores, sa
siglo veintiuno de Colombia, Itda
AV. 3a. 17-73. PRIMER PISO. BOGOTÁ. D.E. COLOMBIA
Primera edición, enero de 1988
© Siglo XXI de España Editores, S. A.
Calle Plaza, 5. 28043 Madrid
Primera edición en inglés, 1983
Verso Editions, Londres
© Immanuel Wallerstein
Título original: Historical capitalism
DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY
Impreso y hecho en España
Printed and made in Spain
Diseño de la cubierta: El Cubri
ISBN: 84-323-0620-7
Depósito legal: M. 43.231-1987
Compuesto en Fernández Ciudad, S. L.
Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa
Paracuellos de Jarama (Madrid)
ÍNDICE
Introducción
vil
1. LA MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS: LA PRO-
DUCCIÓN DE CAPITAL
2. LA POLÍTICA DE ACUMULACIÓN: LA LUCHA POR LOS
BENEFICIOS
3.
4.
1
36
LA VERDAD COMO OPIO: RACIONALIDAD Y RACIONALIZACIÓN
65
CONCLUSIÓN: SOBRE EL PROGRESO Y LAS TRANSICIONES
87
INTRODUCCIÓN
Son muchos los libros escritos sobre el capitalismo por marxistas y otros autores de la izquierda
política, pero la mayoría de ellos adolecen de uno
de estos dos defectos. Los unos son básicamente
análisis lógico-deductivos que parten de definiciones de lo que se piensa que es en esencia el capitalismo y examinan luego hasta qué punto se ha
desarrollado éste en diversos lugares y épocas.
Los segundos se centran en las presuntas grandes
transformaciones del sistema capitalista a partir
de un punto reciente en el tiempo, y todo el tiempo anterior sirve de contraste mitológico para
considerar la realidad empírica del presente.
Lo que me parece urgente, la tarea a la que se
ha consagrado en cierto sentido la totalidad de
mi obra reciente, es ver el capitalismo como un
sistema histórico, a lo largo de toda su historia
y en su realidad concreta y única. Me he fijado,
por tanto, la tarea de describir esta realidad, de
delinear con precisión lo que siempre ha estado
cambiando y lo que nunca ha cambiado (de tal
forma que podríamos denominar la realidad entera bajo un solo nombre).
Creo, como muchos otros, que esta realidad es
un todo integrado. Pero muchos de los que mantienen esta opinión la defienden en forma de un
ataque a otros por su supuesto «economicismo»,
o su «idealismo» cultural, o su excesivo hincapié
en los factores políticos y «voluntaristas». Tales
críticas, casi por su propia naturaleza, tienden a
caer de rebote en el vicio opuesto al que atacan.
Por consiguiente, he tratado de presentar muy
VIII
Immanuel Wallerstein
claramente la realidad global integrada, tratando
sucesivamente su expresión en los terrenos económico, político e ideológico-cultural.
Finalmente, permítaseme decir unas palabras
sobre Karl Marx. Fue una figura monumental en
la historia intelectual y política moderna. Nos ha
dejado un gran legado, conceptualmente rico y
moralmente inspirador. Sin embargo, deberíamos
tomar en serio lo que dijo de que no era marxista, y no desecharlo como una ocurrencia.
Marx sabía, cosa que muchos de los que se dicen discípulos suyos no saben, que era un hombre
del siglo xix cuya visión estaba inevitablemente
limitada por esa realidad social. Sabía, cosa que
muchos no saben, que una formulación teórica
sólo es comprensible y utilizable en relación con
la formulación alternativa a la que aquélla ataca
explícita o implícitamente, y que es totalmente
irrelevante para formulaciones de otros problemas
basados en otras premisas. Sabía, cosa que muchos no saben, que había una tensión en la presentación de su obra entre la exposición del capitalismo como un sistema perfecto (lo que de hecho nunca había existido históricamente) y el análisis de la realidad cotidiana concreta del mundo
capitalista.
Utilicemos, pues, sus escritos del único modo
sensato: como los de un compañero de lucha que
sabía tanto como él sabía.
1. LA MERCANTILIZACION DE TODAS LAS
COSAS: LA PRODUCCIÓN DE CAPITAL
El capitalismo es, ante todo y sobre todo, un sistema social histórico. Para comprender sus orígenes, su funcionamiento o sus perspectivas actuales tenemos que observar su realidad. Por
supuesto, podemos intentar resumir esta realidad en una serie de enunciados abstractos, pero
sería absurdo utilizar tales abstracciones para
juzgar y clasificar la realidad. Por tanto, en lugar
de eso propongo tratar de describir cómo ha sido
realmente el capitalismo en la práctica, cómo ha
funcionado en cuanto sistema, por qué se ha desarrollado de la manera en que lo ha hecho y a
dónde conduce en la actualidad.
La palabra capitalismo se deriva de capital.
Sería lícito, pues, suponer que el capital es un elemento clave en el capitalismo. Pero, ¿qué es el
capital? En una de sus acepciones, es simplemente riqueza acumulada. Pero cuando se usa en el
contexto del capitalismo histórico tiene una definición más específica. No es sólo la reserva de
bienes de consumo, maquinaria o derechos autorizados a cosas materiales en forma de dinero.
El capital en el capitalismo histórico sigue refiriéndose por supuesto a estas acumulaciones de
esfuerzos de un trabajo pasado que todavía no han
sido gastados; pero si esto fuera todo, entonces
se podría decir que todos los sistemas históricos,
hasta el del hombre de Neanderthal, han sido capitalistas, ya que todos ellos han tenido alguna
de estas reservas acumuladas que encarnaban un
trabajo pasado.
2
Immanuel Wallerstein
Lo que distingue al sistema social histórico que
llamamos capitalismo histórico es que en este sistema histórico el capital pasó a ser usado (invertido) de una forma muy especial. Pasó a ser
usado con el objetivo o intento primordial de su
autoexpansión. En este sistema, las acumulaciones pasadas sólo eran «capital» en la medida en
que eran usadas para acumular más capital. El
proceso fue sin duda complejo, e incluso sinuoso,
como veremos. Pero es a ese objetivo implacable
y curiosamente asocial del poseedor de capital
—la acumulación de más capital—, así como a
las relaciones que este poseedor de capital tenía
por tanto que establecer con otras personas para
conseguir ese objetivo, a los que llamamos capitalistas. Es indudable que éste no era el tínico
propósito. En el proceso de producción intervenían otras consideraciones. Pero la cuestión es:
en caso de conflicto, ¿qué consideraciones tendían a prevalecer? Siempre que, con el tiempo,
fuera la acumulación de capital la que regularmente predominara sobre otros objetivos alternativos, tenemos razones para decir que estamos
ante un sistema capitalista.
Un individuo o un grupo de individuos podría
por supuesto decidir en cualquier momento que
le gustaría invertir capital con el objetivo de adquirir más capital. Pero, antes de llegar a un determinado momento histórico, no había sido nunca fácil para tales individuos hacerlo con buenos
resultados. En los sistemas anteriores, el largo
y complejo sistema de la acumulación de capital
se veía casi siempre bloqueado en uno u otro punto, incluso en aquellos casos en que existía su
condición inicial: la propiedad, o amalgama, de
una reserva de bienes no consumidos previamente en manos de unos pocos. Nuestro capitalista en
potencia necesitaba siempre obtener el uso de
trabajo, lo que significaba que tenía que haber
La producción de capital
3
personas que pudieran ser atraídas o forzadas
a trabajar. Una vez conseguidos los trabajadores
y producidas las mercancías, estas mercancías tenían que ser comercializadas de alguna forma, lo
que significaba que tenía que haber tanto un sistema de distribución como un grupo de compradores con medios para comprar las mercancías.
Estas tenían que ser vendidas a un precio que
fuera superior a los costes totales (en el punto de
venta) soportados por el vendedor y, además, este
margen de diferencia tenía que ser más de lo que
el vendedor necesitaba para su propia subsistencia. En lenguaje moderno, tenía que haber una
ganancia. El propietario de la ganancia tenía entonces que ser capaz de retenerla hasta que se
diera una oportunidad razonable para invertirla,
momento en que todo el proceso tenía que renovarse en el punto de producción.
En realidad, antes de llegar a los tiempos modernos, esta cadena de procesos (llamada a veces
ciclo del capital) rara vez se completaba. Por un
lado, muchos de los eslabones de la cadena eran
considerados, en los sistemas sociales históricos
anteriores, irracionales y/o inmorales por los poseedores de la autoridad política y moral. Pero
aun sin la interferencia directa de aquellos que
tenían el poder de interferir, el proceso se veía
habitualmente frustrado por la inexistencia de
uno o más elementos de proceso: reserva acumulada en forma monetaria, fuerza de trabajo destinada a ser utilizada por el productor, red de
distribuidores, consumidores que fueran compradores.
Faltaban uno o más elementos porque, en los
sistemas sociales históricos anteriores, uno o más
de estos elementos no estaba «mercantilizado» o
lo estaba insuficientemente. Esto significa que el
proceso no era considerado como un proceso que
pudiera o debiera realizarse a través de un «mer-
4
Immanuel Wallerstein
cado». El capitalismo histórico implicó, pues, una
mercantilización generalizada de unos procesos
—no sólo los procesos de intercambio, sino también los procesos de producción, los procesos de
distribución y los procesos de inversión-— que anteriormente habían sido realizados a través de
medios distintos al «mercado». Y, en el curso de
su intento de acumular más y más capital, los capitalistas han intentado mercantilizar más y más
procesos sociales en todas las esferas de la vida
económica. Dado que el capitalismo es un proceso
asocial, de aquí se desprende que ninguna transacción social ha estado intrínsecamente exenta de una posible inclusión. Esta es la razón de
que podamos decir que el desarrollo histórico del
capitalismo ha implicado una tendencia a la mercantilización de todas las cosas.
Pero no era suficiente mercantilizar los procesos sociales. Los procesos de producción estaban
unidos entre sí en complejas cadenas de mercancías. Consideremos, por ejemplo, un producto típico que ha sido ampliamente producido y vendido a lo largo de la experiencia histórica del capitalismo: una prenda de vestir. Para producir una
prenda de vestir se suele necesitar, como mínimo, tela, hilo, algún tipo de maquinaria y fuerza
de trabajo. Pero cada uno de estos elementos ha
de ser producido a su vez. Y los elementos que
intervienen en su producción han de ser producidos a su vez. No era inevitable —ni siquiera era
habitual— que cada uno de los subprocesos en
esta cadena de mercancías estuviera mercantilizado. De hecho, como veremos, la ganancia es a
menudo mayor cuando no todos los eslabones de
la cadena están mercantilizados. Lo que está claro es que, en tal cadena, hay un conjunto muy
amplio y disperso de trabajadores que reciben
algún tipo de remuneración que se registra en los
libros de contabilidad como costes. Hay también
La producción de capital
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un conjunto mucho menor, pero por lo general
igualmente disperso, de personas (que además no
están por lo común vinculadas entre sí como socios económicos, sino que operan como entidades
económicas distintas), las cuales comparten de
alguna manera el margen final existente en la cadena de mercancías entre los costes totales de
producción de la cadena y los ingresos totales conseguidos gracias a la venta del producto final.
Una vez que hubo tales cadenas de mercancías
entre los múltiples procesos de producción, está
claro que la tasa de acumulación para todos los
«capitalistas» juntos pasó a estar en función de
la amplitud del margen que se pudiera crear, en
una situación en la que este margen podía fluctuar considerablemente. La tasa de acumulación
para un capitalista en concreto, sin embargo, estaba en función de un proceso de «competencia»
en el que las recompensas más altas eran para
aquellos que tenían mayor perspicacia para juzgar, mayor capacidad para controlar a su fuerza
de trabajo y mayor acceso a las restricciones políticamente determinadas sobre operaciones concretas del mercado (conocidas genéricamente como «monopolios»).
Esto creó una primera contradicción elemental
en el sistema. Aunque el interés de todos los capitalistas, tomados como clase, parecía ser reducir todos los costes de producción, estas reducciones de hecho con frecuencia favorecían a unos
capitalistas en contra de otros, y por consiguiente algunos preferían incrementar su parte de un
margen global menor a aceptar una parte menor
de un margen global mayor. Además, había una
segunda contradicción fundamental en el sistema.
A medida que se acumulaba más y más capital,
se mercantilizaban más y más procesos y se producían más y más mercancías, uno de los requisitos clave para mantener la circulación era que
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Immanuel Wallerstein
hubiera más y más compradores. Sin embargo,
al mismo tiempo, los esfuerzos por reducir los
costes de producción reducían a menudo la circulación y la distribución del dinero, y de este modo
inhibían la constante expansión de los compradores, necesaria para completar el proceso de acumulación. Por el contrario, la redistribución de la
ganancia global de una forma que pudiera haber
incrementado la red de compradores reducía a
menudo el margen global de ganancia. De aquí
que los empresarios a nivel individual se movieran en una dirección para impulsar sus empresas
(reduciendo, por ejemplo, sus costes de trabajo)
mientras que simultáneamente se movían en otra
dirección (como miembros de una clase colectiva) para aumentar la red global de compradores
(lo que inevitablemente implicaba, para algunos
productores al menos, un incremento de los costes de trabajo).
La economía del capitalismo ha estado, pues,
gobernada por el intento racional de maximizar
la acumulación. Pero lo que era racional para los
empresarios, no era necesariamente racional para
los trabajadores. Y, lo que es aún más importante: lo que era racional para todos los empresarios como grupo colectivo no era necesariamente
racional para un empresario determinado. Por
tanto, no basta decir que cada uno velaba por
sus propios intereses. Los propios intereses de
cada persona a menudo movían a ésta, de forma
muy «racional», a emprender actividades contradictorias. El cálculo del interés real a largo plazo
se hizo pues sumamente complejo, aun cuando
ignoremos en la actualidad hasta qué punto la
percepción de sus propios intereses por parte de
cada uno estaba encubierta y distorsionada por
complejos velos ideológicos. Por el momento, supondré provisionalmente que el capitalismo histórico engendró realmente al homo económicas,
La producción de capital
7
pero añadiré que éste estaba, casi inevitablemente, un tanto confuso.
Había, sin embargo, una restricción «objetiva»
que limitaba la confusión. Si un determinado individuo cometía constantemente errores de apreciación en el terreno económico, ya fuera por ignorancia, fatuidad o prejuicios ideológicos, este
individuo (o empresa) tendía a no sobrevivir en
el mercado. La bancarrota ha sido el filtro depurador del sistema capitalista que ha obligado
constantemente a todos los agentes económicos
a seguir más o menos los caminos trillados, presionándolos para actuar de forma que colectivamente hubiera una acumulación de capital cada
vez mayor.
El capitalismo histórico es, pues, ese escenario
integrado, concreto, limitado por el tiempo y el
espacio, de las actividades productivas dentro del
cual la incesante acumulación de capital ha sido
el objetivo o «ley» económica que ha gobernado
o prevalecido en la actividad económica fundamental. Es ese sistema social en el cual quienes
se han regido por tales reglas han tenido un impacto tan grande sobre el conjunto que han creado las condiciones, mientras que los otros se han
visto obligados a ajustarse a las normas o a sufrir las consecuencias. Es ese sistema social en el
cual el alcance de esas reglas (la ley del valor)
se ha hecho cada vez más amplio, los encargados
de aplicar estas reglas se han hecho cada vez más
intransigentes y la penetración de estas reglas en
el tejido social se ha hecho cada vez mayor, aun
cuando la oposición social a tales reglas se haya
hecho cada vez más fuerte y más organizada.
Utilizando esta descripción de lo que se entiende por capitalismo histórico, cualquiera de nosotros puede determinar a qué escenario integrado,
concreto, limitado por el tiempo y el espacio, se
refiere. jVli opinión es que la génesis de este siste-
8
Immanuel Wallerstein
ma histórico se localiza en la Europa de finales
del siglo XV, que el sistema se extendió con el
tiempo hasta cubrir todo el globo hacia finales del
siglo xix, y que aún hoy cubre todo el globo. Me
doy cuenta de que una delimitación tan superficial de las fronteras del tiempo y el espacio suscita dudas en muchas personas. Estas dudas son,
sin embargo, de dos tipos diferentes. En primer
lugar están las dudas empíricas. ¿Estaba Rusia
dentro o fuera de la economía-mundo europea en
el siglo Xvi? ¿Cuándo se incorporó exactamente
el Imperio otomano a la economía-mundo capitalista? ¿Podemos considerar una determinada zona interior de un determinado Estado en un determinado momento como verdaderamente «integrada» en la economía-mundo capitalista? Estas
preguntas son importantes, tanto por sí mismas
como porque al intentar responder a ellas nos vemos obligados a precisar más nuestros análisis
de los procesos del capitalismo histórico. Pero no
es éste el momento ni el lugar adecuado para contestar a los numerosos interrogantes empíricos
sometidos a continuo debate y elaboración.
El segundo tipo de duda es el que se plantea la
utilidad de la clasificación inductiva que acabo
de sugerir. Hay algunos que se niegan a aceptar
que se pueda decir jamás que existe el capitalismo a no ser como una forma específica de relación social en el lugar de trabajo: la de un empresario privado que emplea asalariados. Hay
otros que afirman que cuando un determinado
Estado ha nacionalizado sus industrias y proclamado su adhesión a las doctrinas socialistas, ha
puesto fin, con esos actos y como resultado de
sus consecuencias, a la participación de ese Estado en la economía-mundo capitalista. Estos no
son interrogantes empíricos, sino teóricos, y trataremos de abordarlos en el curso de este análisis. Abordarlos deductivamente sería inútil, sin
La producción de capital
9
embargo, ya que no llevaría a un debate racional,
sino simplemente a un choque entre fes opuestas.
Por consiguiente, los abordaremos heurísticamente, afirmando que nuestra clasificación inductiva
es más útil que las clasificaciones alternativas porque abarca más fácilmente y elegantemente lo que
sabemos colectivamente en la actualidad acerca de
la realidad histórica y porque nos proporciona una
interpretación de esta realidad que nos permite actuar más eficazmente sobre el presente.
Examinemos, pues, cómo ha funcionado realmente el sistema capitalista. Decir que el objetivo de un
productor es la acumulación de capital es decir que
tratará de producir tanto como le sea posible de
una determinada mercancía y ofrecerla a la venta
con el mayor margen de ganancia para él. Sin
embargo, esto lo hará dentro de una serie de restricciones económicas que, como decimos, existen «en el mercado». Su producción total está forzosamente limitada por la disponibilidad (relativamente inmediata) de cosas tales como factores
materiales de producción, fuerza de trabajo, clientes y acceso al dinero efectivo para ampliar su
base de inversión. La cantidad que puede producir con ganancia y el margen de ganancia al que
puede aspirar están también limitados por la capacidad de sus «competidores» de ofrecer el mismo artículo a precios de venta más bajos: en este
caso no se trata de los competidores de cualquier
lugar del mercado mundial, sino de los que están
introducidos en los mismos mercados locales, inmediatos y más restringidos en los que él vende
(independientemente de cómo sea definido este
mercado en un caso determinado). La expansión
de su producción estará también restringida por
el grado en que su producción ampliada dé lugar
a una reducción de los precios en el mercado «local» capaz de reducir realmente la ganancia total
obtenida con su producción total.
10
Immanuel Walterstein
Todas éstas son restricciones objetivas, es decir, que existen sin necesidad de que un determinado productor o participante activo en el mercado tome un determinado conjunto de decisiones. Estas restricciones son la consecuencia de
un proceso social total que se da en un lugar y
tiempo concretos. Por supuesto, siempre hay además otras restricciones, más susceptibles de manipulación. Los gobiernos pueden adoptar, pueden haber adoptado ya, diversas medidas que de
alguna forma transformen las opciones económicas y por consiguiente el cálculo de las ganancias.
Un determinado productor puede ser el beneficiario o la víctima de las medidas existentes. Un determinado productor puede tratar de persuadir
a las autoridades políticas de que cambien las medidas en su favor.
¿Cómo han actuado los productores para maximizar su capacidad de acumular capital? La
fuerza de trabajo ha sido siempre un elemento
central y cuantitativamente significativo en el
proceso de producción. Al productor que trata de
acumular le preocupan dos aspectos diferentes de
la fuerza de trabajo: su disponibilidad y su coste. El problema de la disponibilidad se ha planteado habitualmente de la siguiente manera: las
relaciones sociales de producción que eran fijas
(una fuerza de trabajo estable para un determinado productor) podían tener un coste bajo si el
mercado era estable y el tamaño de la fuerza de
trabajo óptima para un momento determinado.
Pero si el mercado de ese producto decaía, el
hecho de que la fuerza de trabajo fuera fija incrementaba su coste real para el productor. Y si
el mercado de ese producto se incrementaba, el
hecho de que la fuerza de trabajo fuera fija hacía
que al productor le fuera imposible aprovechar
las oportunidades de ganancia.
La producción de capital
11
Por otra parte, también una fuerza de trabajo
variable tenía desventajas para los capitalistas.
Una fuerza de trabajo variable era por definición
una fuerza de trabajo que no trabajaba necesariamente de forma continua para el mismo productor. A tales trabajadores debía, pues, preocuparles, por lo que se refiere a su supervivencia, su
nivel de remuneración en función de un período
de tiempo lo suficientemente largo como para
contrarrestar las variaciones en los ingresos reales. Es decir, los trabajadores tenían que ser capaces de sacar de los períodos en que trabajaban
lo suficiente como para cubrir los períodos en
los que no recibían remuneración. Por consiguiente, una fuerza de trabajo variable a menudo costaba a los productores más por hora y por individuo que una fuerza de trabajo fija.
Cuando tenemos una contradicción, y aquí tenemos una en el meollo mismo del proceso de
producción capitalista, podemos estar seguros de
que el resultado será un compromiso históricamente difícil. Repasemos lo que sucedió de hecho. En los sistemas históricos que precedieron
al capitalismo histórico, la mayoría de las fuerzas
de trabajo (nunca todas ellas) eran fijas. En algunos casos, la fuerza de trabajo del productor se
reducía a él mismo o a su familia, y por tanto era
fija por definición. En algunos casos, una fuerza
de trabajo no relacionada con el productor por lazos de parentesco le era adscrita mediante diversas regulaciones legales y/o consuetudinarias (incluyendo diversas formas de esclavitud, servidumbre por deudas, regímenes permanentes de tenencia, etc.). Algunas veces la adscripción era vitalicia. Otras veces era por períodos limitados, con
una opción de renovación; pero esta limitación del
tiempo sólo tenía sentido si existían alternativas
realistas en el momento de la renovación. Ahora
bien, la rigidez de estos regímenes planteaba pro!
12
Immanuel Wallerstein
blemas no sólo a los productores concretos a
quienes estaba adscrita una determinada fuerza
de trabajo, sino también a todos los otros productores, ya que evidentemente sólo podían ampliar
sus actividades en la medida en que existieran
fuerzas de trabajo disponibles no fijas.
Estas consideraciones constituyeron la base,
tal como a menudo se ha descrito, del auge de la
institución del trabajo asalariado, allí donde existía un grupo de personas permanentemente disponibles para trabajar más o menos para el mejor postor. Llamamos a este proceso mercado de
trabajo y a las personas que venden su trabajo
proletarios. No digo nada nuevo si afirmo que, en
el capitalismo histórico, ha habido una creciente
proletarización de la fuerza de trabajo. La afirmación no sólo no es nueva, sino que tampoco es
en absoluto sorprendente. Las ventajas del proceso de proletarización para los productores han
sido ampliamente documentadas. Lo sorprendente no es que haya habido tanta proletarización,
sino que haya habido tan poca. Tras cuatro siglos
al menos de existencia de este sistema social histórico, no se puede decir que la cantidad de trabajo plenamente proletarizado en la economíamundo capitalista llegue hoy en total ni siquiera
a un cincuenta por ciento.
Sin duda esta estadística está en función de
cómo se mida y a quién se mida. Si usamos las
estadísticas oficiales de los gobiernos acerca de
la llamada población activa, primordialmente los
varones adultos formalmente disponibles para un
trabajo remunerado, podemos encontrar que el
porcentaje de asalariados es hoy razonablemente
alto (si bien, incluso en ese caso, cuando se calcula a nivel mundial, el porcentaje real es inferior
al que suponen la mayoría de las formulaciones
teóricas). Sin embargo, si consideramos a todas
las personas cuyo trabajo se incorpora de una u
La producción de capital
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otra forma a la cadena de mercancías —abarcando así a prácticamente todas las mujeres adultas
y también a un número muy alto de personas
preadultas y posadultas (es decir, los jóvenes y los
viejos)—, entonces nuestro porcentaje de proletarios cae en picado.
Demos un paso más antes de proceder a nuestra medición. ¿Es conceptualmente útil aplicar la
etiqueta «proletario» a un individuo? Lo dudo. En
el capitalismo histórico, como en los sistemas
históricos anteriores, los individuos han tendido
a vivir dentro del marco de unas estructuras relativamente estables que comparten un fondo común de ingresos actuales y capital acumulado, a
las que podríamos llamar unidades domésticas
(households). El hecho de que los límites de estas
unidades domésticas estén cambiando continuamente por las entradas y salidas de los individuos
no impiden que sean la unidad de cálculo racional
en términos de remuneraciones y gastos. Las personas que desean sobrevivir cuentan todos sus ingresos potenciales, independientemente de la fuente de la que procedan, y los valoran en función de
los gastos reales que deben realizar. Tratan de sobrevivir como mínimo; luego, con más ingresos,
tratan de disfrutar de un estilo de vida que encuentran satisfactorio; y por fin, con más ingresos
todavía, tratan de participar en el juego capitalista como acumuladores de capital. Para todos los
propósitos reales, la unidad doméstica es la unidad económica que se dedica a tales actividades.
Esta unidad doméstica es habitualmente una unidad relacionada por lazos de parentescos, pero a
veces no lo es, o al menos no lo es exclusivamente.
En la mayoría de los casos es co-residencial, pero
esta tendencia ha retrocedido a medida que avanzaba la mercantilización.
Fue en el contexto de esta estructura de unidade- domésticas donde comenzó a imponerse a las
14
Immanueí Waílerstein
clases trabajadoras la distinción social entre trabajo productivo y trabajo improductivo. De hecho, el trabajo productivo llegó a ser definido
como un trabajo que devengaba dinero (primordialmente trabajo que devengaba un salario), y
el trabajo improductivo como un trabajo que,
aunque muy necesario, era meramente una actividad de «subsistencia» y que por tanto, se decía,
no producía un «excedente» del que pudiera apropiarse alguien. Este trabajo, o bien no estaba en
absoluto mercantilizado o bien implicaba una producción simple (pero en este caso verdaderamente simple) de mercancías. La diferenciación entre
los tipos de trabajo fue consolidada mediante la
creación de papeles específicos vinculados a ellos.
El trabajo productivo (asalariado) se convirtió
primordialmente en la tarea del varón adulto/padre y secundariamente de los otros varones adultos (más jóvenes) de la unidad doméstica. El trabajo improductivo (de subsistencia) se convirtió
primordialmente en la tarea de la mujer adulta/
madre y secundariamente de las otras mujeres,
así como de los niños y los ancianos. El trabajo
productivo era realizado fuera de la unidad doméstica, en el «centro de trabajo». El trabajo no
productivo era realizado dentro de la unidad doméstica.
Las líneas divisorias no eran nítidas, indudablemente, pero con el capitalismo histórico se hicieron muy claras y apremiantes. La división del
trabajo real por géneros y edades no fue, por supuesto, una invención del capitalismo histórico.
Probablemente existió siempre, aunque sólo fuese
porque para algunas tareas hay requisitos y limitaciones biológicos (de género, pero también de
edad). La familia jerárquica y/o la estructura de
unidades domésticas no fueron tampoco una invención del capitalismo. Estas también existían
desde hacía mucho tiempo.
La producción de capital
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Lo que hubo de nuevo en el capitalismo histórico fue la correlación entre división del trabajo
y valoración del trabajo. Los hombres tal vez hayan hecho a menudo un trabajo diferente del de
las mujeres (y los adultos un trabajo diferente
del de los niños y ancianos), pero en el capitalismo histórico ha habido una constante devaluación
del trabajo de las mujeres (y del de los jóvenes y
viejos) y un paralelo hincapié en el valor del trabajo del varón adulto. Mientras que en otros sistemas hombres y mujeres realizaban tareas específicas (pero normalmente iguales), en el capitalismo histórico el varón adulto que ganaba un salario fue clasificado como el «cabeza de familia»,
y la mujer adulta que trabajaba en el hogar como
el «ama de casa». Así, cuando se empezaron a
compilar estadísticas nacionales, que eran a su
vez un producto de un sistema capitalista, todos
los cabezas de familia fueron considerados miembros de la población activa, pero no así las amas
de casa. De este modo se institucionalizó el sexismo. El aparato legal y paralegal de la distinción
y la discriminación por géneros siguió de forma
totalmente lógica las huellas de esta valoración
diferencial del trabajo.
Podemos señalar aquí que los conceptos de infancia/adolescencia amplia y de «jubilación» de
la fuerza de trabajo no asociada a la enfermedad
o la debilidad han sido también concomitantes específicos de la aparición de una estructura de unidades domésticas en el capitalismo histórico. A
menudo han sido consideradas como exenciones
«progresistas» del trabajo. Sin embargo, tal vez
sea más correcto considerarlas como redefiniciones del trabajo como no trabajo. Para más inri,
las actividades formativas de los niños y las variopintas tareas de los adultos jubilados han sido
calificadas de «divertidas» y la devaluación de
sus contribuciones laborales de razonable contra-
16
Immanuel Wallerstein
partida a su liberación de las «fatigas» del trabajo «real».
En cuanto ideología, estas distinciones contribuyeron a asegurar que la mercantilización del
trabajo fuera extensiva pero al mismo tiempo limitada. Por ejemplo, si tuviéramos que calcular
cuántas unidades domésticas de la economíamundo han obtenido más de un cincuenta por
ciento de sus ingresos reales (o de su renta total
en todas sus formas) del trabajo asalariado fuera
de la unidad doméstica, creo que nos sentiríamos
asombrados por la exigüedad del porcentaje: esto
no sólo ha ocurrido en siglos anteriores, sino que
ocurre también hoy, aunque el porcentaje haya
probablemente crecido de forma constante a lo
largo del desarrollo histórico de la economíamundo capitalista.
¿Cómo podemos explicar esto? No creo que sea
muy difícil. Partiendo del supuesto de que un productor que emplea mano de obra asalariada prefiere siempre y en todo lugar pagar menos que más,
la exigüedad del nivel al que los asalariados podrían permitirse aceptar el trabajo está en función
del tipo de unidades domésticas en el que los asalariados vivan a lo largo de su vida. Dicho de forma muy sencilla: a idéntico trabajo con idénticos
niveles de eficacia, el asalariado que viviera en una
unidad doméstica con un alto porcentaje de ingresos salariales (llamémosla una unidad doméstica proletaria) tendría un umbral monetario por
debajo del cual le parecería manifiestamente irracional realizar un trabajo superior al de un asalariado que viviera en una unidad doméstica con un
bajo porcentaje de ingresos salariales (llamémosla una unidad doméstica semiproletaria).
La razón de esta diferencia entre lo que podríamos llamar umbrales salariales mínimos aceptables tiene que ver con la economía de supervivencia. Allí donde una unidad doméstica proletaria
La producción de capital
17
dependía primordialmente de unos ingresos salariales, éstos tenían que cubrir los costes mínimos
de la supervivencia y la reproducción. Sin embargo, cuando los salarios constituían una parte menos importante del total de los ingresos de la unidad doméstica, a menudo para un individuo resultaba racional aceptar un empleo a un nivel de
remuneración que representaba una parte inferior
a la proporcional (en términos de horas trabajadas) de los ingresos reales —aun cuando supusiera la consecución del necesario dinero líquido
(necesidad que con frecuencia venía legalmente
impuesta)— o implicaba la sustitución de un trabajo en tareas todavía menos remunerativas por
este trabajo remunerado con un salario.
Lo que sucedía entonces en estas unidades domésticas semiproletarias era que quienes producían otros tipos de ingresos reales —es decir, básicamente la producción doméstica para el propio
consumo o para la venta en el mercado local, o
para ambas cosas a la vez—, ya fueran diversas
personas de la unidad doméstica (de cualquier sexo o edad) o la misma persona en diversos momentos de su vida, creaban excedentes que hacían
que bajara el umbral del salario mínimo aceptable. De esta forma, el trabajo no asalariado permitía a algunos productores pagar un salario inferior
a sus trabajadores, reduciendo así sus costes de
producción e incrementando sus márgenes de ganancia. No es de extrañar, pues, que, por regla
general, todos los que empleaban mano de obra
asalariada prefirieran que sus asalariados vivieran
en unidades domésticas semiproletarias en lugar
de proletarias. Si ahora consideramos la realidad
empírica local en el tiempo y en el espacio del
capitalismo histórico, descubrimos bruscamente
que la norma estadística ha sido que los asalariados vivieran en unidades domésticas semiproletarias en lugar de proletarias. Desde el punto de vis-
18
Immanuel Wallerstein
ta intelectual, nuestro problema se invierte de
pronto. De explicar las razones de la existencia
de la proletarización, hemos pasado a explicar
por qué el proceso ha sido tan incompleto. Ahora tenemos que ir todavía más lejos: ¿por qué
ha seguido avanzando la proletarización?
Permítaseme decir desde ahora que es muy
dudoso que la creciente proletarización mundial
pueda ser atribuida primordialmente a las presiones sociopolíticas de los estratos empresariales.
Muy al contrario. Parece ser que tienen muchos
motivos para hacerse los remolones. En primer lugar, como acabamos de argumentar, la transformación de un número significativo de unidades
domésticas semiproletarias en unidades domésticas proletarias en determinadas zonas tendió a
aumentar el salario mínimo real pagado por los
que empleaban mano de obra asalariada. En segundo lugar, la mayor proletarización tuvo consecuencias políticas, como analizaremos más adelante, que fueron negativas para los que empleaban mano de obra asalariada y también acumulativas, incrementándose así todavía más los niveles salariales en determinadas zonas geográficoeconómicas. De hecho, los que empleaban mano
de obra asalariada sentían tan poco entusiasmo
por la proletarización que, además de fomentar la
división del trabajo por géneros y edades, también
estimularon, con sus esquemas de empleo y a través de su influencia en el campo político, el reconocimiento de grupos étnicos definidos, tratando de vincularlos a papeles específicos en el mundo laboral, con diferentes niveles de remuneración
real por su trabajo. La etnicidad creó un caparazón cultural que consolidó los esquemas de la
estructura de unidades domésticas semiproletarias. El hecho de que la aparición de esta etnicidad haya realizado también una labor de división
política entre las clases trabajadoras ha sido un
La producción de capital
19
plus político para los que empleaban mano de
obra asalariada, pero no, creo yo, el primer motor
de este proceso.
Sin embargo, para poder comprender cómo ha
llegado a producirse un incremento de algún tipo
en la proletarización a lo largo del tiempo en el
capitalismo histórico, tenemos que volver a la
cuestión de las cadenas de mercancías en las que
están situadas las múltiples actividades productivas específicas. Debemos olvidar la imagen simplista de que el «mercado» es un lugar donde se
encuentran el productor inicial y el consumidor
final. Es indudable que estos mercados existen y
siempre han existido. Pero en el capitalismo histórico las transacciones de mercado han constituido un pequeño porcentaje del total. La mayoría
de las transacciones han implicado,, un intercambio entre dos productores inmediatos situados en
una larga cadena de mercancías. El comprador
compraba un «insumo» para su proceso productivo. El vendedor vendía un «producto semiacabado», es decir, semiacabado en función de su
uso final en el consumo individual directo.
La lucha por el precio en estos «mercados intermedios» representaba un esfuerzo por parte del
comprador para arrancar al vendedor una porción
de la ganancia obtenida de todos los procesos de
trabajo anteriores a lo largo de la cadena de mercancías. Esta lucha estaba sin duda determinada
en puntos concretos del tiempo y del espacio por
la oferta y la demanda, pero nunca de forma exclusiva. En primer lugar, por supuesto, la oferta
y la demanda pueden ser manipuladas a través de
restricciones monopolistas, que han sido la regla
más que la excepción. En segundo lugar, el vendedor puede modificar el precio en ese punto a través de una integración vertical. Allí donde el «vendedor» y el «comprador» eran de hecho y en última instancia la misma empresa, el precio podía
20
Immanuel Wallerstein
ser arbitrariamente amañado con fines fiscales o
de otro tipo, pero tal precio nunca representaba
la interacción de la oferta y la demanda. La integración vertical, al igual que el monopolio «horizontal», no ha sido rara. Estamos por supuesto
familiarizados con sus ejemplos más espectaculares: las compañías con carta de privilegios de los
siglos xvi al XVIII, las grandes casas comerciales
del siglo xix, las transnacionales del siglo xx. Todas éstas eran estructuras globales que trataban de
abarcar todos los eslabones posibles de una determinada cadena de mercancías. Pero los ejemplos
menores de integración vertical, que abarcaban
solamente unos pocos (o incluso dos) eslabones
de una cadena, han sido aún más frecuentes. Parece razonable afirmar que la integración vertical
ha sido la norma estadística del capitalismo histórico, y no esos puntos del «mercado» en las cadenas de mercancías en los que el vendedor y el
comprador eran realmente distintos y antagónicos.
Ahora bien, las cadenas de mercancías no han
seguido direcciones geográficas aleatorias. Si las
dibujáramos todas en un mapa, advertiríamos que
han adoptado una forma centrípeta. Sus puntos
de origen han sido múltiples, pero sus puntos de
destino han tendido a converger en unas pocas
áreas. Es decir, han tendido a ir de las periferias
de la economía-mundo capitalista a los centros.
Es difícil rebatir esto como una observación empírica. La pregunta real es por qué ha sucedido.
Hablar de cadenas de mercancías significa hablar
de una amplia división social del trabajo que, en
el curso del desarrollo histórico del capitalismo,
se ha hecho más y más extensiva en el plano funcional y geográfico y, simultáneamente, más y más
jerárquica. Esta jerarquización del espacio en la
estructura de los procesos productivos ha llevado
a una polarización cada vez mayor entre el centro
y las zonas periféricas de la economía-mundo, no
La producción de capital
21
sólo de acuerdo con criterios distributivos (niveles reales de ingresos, calidad de vida), sino también, y lo que es más importante, en los escenarios
de la acumulación de capital.
Al principio, cuando comenzó este proceso, estas diferencias espaciales eran bastante pequeñas,
y el grado de especialización espacial era limitado. Sin embargo, dentro del sistema capitalista, las diferencias existentes (ya fuera por razones
ecológicas o históricas) fueron exageradas, reforzadas y consolidadas. En este proceso fue crucial
la intervención de la fuerza en la determinación
del precio. Indudablemente, el uso de la fuerza
por una de las partes en una transacción de mercado para mejorar el precio no fue una invención
c íl capitalismo. El intercambio desigual es una
práctica antigua. Lo notable del capitalismo como
sistema histórico fue la forma en que se pudo
ocultar este intercambio desigual; de hecho se
pudo ocultar tan bien que incluso los adversarios
reconocidos del sistema no han comenzado a desvelarlo sistemáticamente sino tras quinientos años
de funcionamiento de este mecanismo.
La clave para ocultar este mecanismo central
está en la estructura misma de la economía-mundo capitalista, la aparente separación en el sistema capitalista mundial entre la arena económica
(una división social del trabajo a nivel mundial
con unos procesos de producción integrados, todos los cuales operan en favor de la incesante
acumulación de capital) y la arena política (compuesta en apariencia por Estados soberanos aislados, cada uno de los cuales es responsable autónomo de sus decisiones políticas dentro de su jurisdicción y dispone de fuerzas armadas para respaldar su autoridad). En el mundo real del capitalismo histórico, casi todas las cadenas de mercancías de cierta importancia han atravesado estas fronteras estatales. Esta no es una innovación
22
Immanuel Wállerstein
reciente. Es algo que ha venido sucediendo desde
el mismo comienzo del capitalismo histórico. Más
aún: la transnacionalidad de las cadenas de mercancías es un rasgo descriptivo tanto del mundo
capitalista del siglo xvi como del mundo capitalista del siglo xx.
¿Cómo funcionaba este intercambio desigual?
Partiendo de una diferencia real en el mercado,
debido a la escasez (temporal) de un proceso de
producción complejo o a escaseces artificales creadas manu militari, las mercancías se movían entre las zonas de tal manera que el área con el artículo menos «escaso» «vendía» sus artículos a la
otra área a un precio que encarnaba un factor de
producción (coste) real mayor que el de un artículo de igual precio que se moviera en dirección
opuesta. Lo que realmente sucedía era que había
una transferencia de una parte de la ganancia total (o excedente) producida por una zona a otra.
Era una relación de centricidad-perifericidad. Por
extensión podemos llamar «periferia» a la zona
perdedora y «centro» a la ganadora. Estos nombres reflejan de hecho la estructura geográfica de
los flujos económicos.
Inmediatamente encontramos diversos mecanismos que a lo largo de la historia han incrementado esta disparidad. Allí donde se producía una
«integración vertical» de dos eslabones en una cadena de mercancías, era posible desviar una parte
aún mayor del excedente total hacia el centro de
lo que hasta entonces había sido posible. Asimismo, la desviación del excedente hacia el centro
concentraba allí el capital y ponía a disposición del
centro unos fondos desproporcionados para continuar la mecanización, lo que permitía a los productores de estas zonas conseguir ventajas competitivas adicionales en los productos existentes y
crear nuevos productos raros con los que renovar
el proceso.
La producción de capital
23
La concentración de capital en las zonas del centro creó tanto la base fiscal como la motivación
política para construir aparatos de Estado relativamente fuertes, entre cuyas múltiples capacidades figuraba la de asegurar que los aparatos del Estado de las zonas periféricas se hicieran o siguieran siendo relativamente más débiles. De este modo podían presionar a estas estructuras estatales
para que aceptaran e incluso fomentaran en su
jurisdicción una mayor especialización en tareas
inferiores dentro de la jerarquía de las cadenas
de mercancías, utilizando mano de obra peor pagada y creando (reforzando) la estructura de unidades domésticas adecuada para permitir la supervivencia de esta mano de obra. De este modo, el
capitalismo histórico creó los llamados niveles salariales históricos tan dramáticamente divergentes en las diferentes zonas del sistema mundial.
Decimos que este proceso ha permanecido oculto. Con ello queremos decir que los precios reales
siempre parecían ser negociados en un mercado
mundial sobre la base de unas fuerzas económicas
impersonales. El enorme aparato de fuerza latente
" abiertamente usado de forma esporádica en las
guerras y en las épocas de colonización) no tenía
que ser invocado en cada una de las transacciones para asegurar que el intercambio fuese desigual. Más bien, el aparato de fuerza aparecía en
escena sólo cuando se producía un desafío significativo al nivel existente de intercambio desigual.
Una vez terminado el grave conflicto político, las
clases empresariales del mundo podían pretender
que la economía operaba únicamente por consideraciones de la oferta y la demanda, sin reconocer
:ómo había llegado históricamente la economíamundo a un punto concreto de la oferta y la demanda y qué estructuras de fuerza estaban rescaldando en ese mismo momento las diferencias
«consuetudinarias» en los niveles salariales y en
24
i~'K»ianuel Wallerstein
la calidad real de vida de las fuerzas de trabajo
del mundo.
Ahora podemos volver a preguntarnos por qué
ha habido algún tipo de proletarización. Recordemos la contradicción fundamental entre el interés
individual de cada empresario y el interés colectivo de todas las clases capitalistas. El intercambio
desigual servía por definición a estos intereses colectivos, pero no a muchos de los intereses individuales. De esto se desprende que aquéllos cuyos
intereses no se veían inmediatamente servidos en
un momento determinado (porque ganaban menos
que sus competidores) trataban constantemente
de cambiar las cosas en su favor. Es decir, trataban de competir con más éxito en el mercado, bien
haciendo que su producción fuera más eficiente,
bien utilizando la influencia política para conseguir nuevas ventajas monopolistas.
La fuerte competencia entre los capitalistas ha
sido siempre una differentia specifica del capitalismo histórico. Aun cuando pareciera estar voluntariamente restringida (por medio de acuerdos
de tipo cártel), ello se debía principalmente a que
cada competidor pensaba que tal restricción optimizaba sus propios márgenes. En un sistema basado en la incesante acumulación de capital, ninguno de los participantes podía permitirse el lujo
de abandonar su permanente tendencia hacia una
rentabilidad a largo plazo, a no ser que quisiera
autodestruirse.
Así pues, la práctica monopolista y la motivación
competitiva han sido realidades paralelas del capitalismo histórico. En tales circunstancias, es evidente que ningún esquema específico que uniera
los procesos productivos podía ser estable. Muy
al contrario: siempre sería de interés para un gran
número de empresarios rivales tratar de alterar
el esquema específico de un momento y un lugar
determinado sin preocuparse a corto plazo por el
La producción de capital
25
impacto global de tal comportamiento. Aquí operaba indiscutiblemente la «mano invisible» de
Adam Smith, en el sentido de que el «mercado»
imponía restricciones al comportamiento individual, pero sería muy curiosa una interpretación del
capitalismo histórico que sugiriese que el resultado ha sido armonioso.
El resultado parece haber sido más bien, de nuevo como observación empírica, un ciclo alternante
de expansiones y estancamientos del sistema en
su conjunto. Estos ciclos han implicado fluctuaciones de tal significación y regularidad que es difícil no creer que son intrínsecas al funcionamiento del sistema. Si se me permite la analogía, parecen ser el mecanismo respiratorio del organismo capitalista, que inhala el oxígeno purificador y
exhala los desechos venenosos. Las analogías son
siempre peligrosas, pero ésta parece especialmente adecuada. Los desechos acumulados eran las
ineficiencias económicas que con regularidad se
incrustaban políticamente a través del proceso de
intercambio desigual antes descrito. El oxígeno
purificador era la asignación más eficiente de los
recursos (más eficiente en el sentido de que permitía una mayor acumulación de capital), que permitía la reestructuración regular de las cadenas
de mercancías.
Lo que parece haber sucedido cada cincuenta
años aproximadamente es que, dados los esfuerzos de un número cada vez mayor de empresarios
por hacerse con los puntos más rentables de las
cadenas de mercancías, se producían tales desproporciones en las inversiones que nosotros habíanlos, de modo que induce un tanto a error, de superproducción. La única solución a estas desproporciones era una conmoción en el sistema productivo que diera como resultado una distribución
más equitativa. Esto suena lógico y simple, pero
-.:- consecuencias han sido siempre masivas. Sig-
26
*:":annel
•
Wallerstein
niñeaba en cada ocasión una —ayor concentración
de operaciones en los eslabones de la cadena de
mercancías que estaban ya más atestados. Esto suponía la eliminación tanto de algunos empresarios
como de algunos trabajadores (aquéllos que trabajaban para empresarios que se iban a la quiebra y
también aquéllos que trabajaban para otros que se
mecanizaban aún más a fin de reducir los costes
unitarios de producción). Este cambio también
permitía a los empresarios «degradar» ciertas operaciones en la jerarquía de la cadena de mercancías, lo que les permitía dedicar fondos de inversión y esfuerzos a otros eslabones de la cadena de
mercancías que, al ofrecer inicialmente insumos
más «escasos», eran más rentables. La «degradación» de determinados procesos en la escala
jerárquica también llevaba a menudo a una reubicación geográfica parcial. Para esta reubicación geográfica resultaba muy atractivo el desplazamiento hacia zonas donde el coste de la mano
de obra era inferior, aunque desde el punto de
vista de la zona a la que se desplazaba la industria,
la nueva industria implicase habitualmente un incremento del nivel salarial para algunos sectores
de la fuerza de trabajo. Precisamente ahora estamos viviendo una de estas reubicaciones masivas
a nivel mundial en las industrias del automóvil, el
acero y la electrónica. Este fenómeno de reubicación ha formado parte del capitalismo histórico
desde el comienzo.
Estos reajustes han tenido tres consecuencias
principales. Una de ellas ha sido la constante reestructuración geográfica del sistema mundial capitalista. Sin embargo, aunque las cadenas de mercancías han sido significativamente reestructuradas cada cincuenta años, aproximadamente, se ha
mantenido el sistema de cadenas de mercancías
jerárquicamente organizadas. Determinados procesos de producción han experimentado un deseen-
La producción de capital
27
so en la jerarquía, al insertarse otros nuevos en la
parte superior. Y determinadas zonas geográficas
han acogido a niveles jerárquicos de procesos en
continuo cambio. Así pues, determinados productos han pasado por «ciclos de producto», al comenzar siendo productos del centro y terminar
convirtiéndose en productos periféricos. Además,
determinadas posiciones se han desplazado hacia
arriba o hacia abajo, por lo que respecta al bienestar comparativo de sus habitantes. Pero para llamar «desarrollo» a tales reajustes tendríamos primero que demostrar que ha habido una reducción
de la polarización global del sistema. Empíricamente, parece que esto no ha ocurrido; más bien la
polarización se ha incrementado a lo largo de la
historia. Se puede decir, pues, que estas reubicaciones geográficas y del producto han sido verdaderamente cíclicas.
Sin embargo, los reajustes han tenido una segunda consecuencia, muy diferente. Nuestro término «superproducción», que induce a error, llama la
atención sobre el hecho de que el dilema inmediato
se ha planteado siempre por la ausencia de una demanda mundial suficiente de algunos productos
claves del sistema. Es en esta situación donde los
intereses de los trabajadores coinciden con los intereses de una minoría de empresarios. Los trabajadores han tratado siempre de incrementar su
parte de excedente, y los momentos de crisis económica del sistema han ofrecido a menudo tanto
un incentivo suplementario e inmediato como una
oportunidad suplementaria de proseguir sus luchas
de clases. Una de las formas más efectivas e inmediatas de incrementar sus ingresos reales que tienen los trabajadores es la mayor mercantilización
de su propio trabajo. A menudo han tratado de
sustituir aquellas partes de los procesos de producción domésticos que devengan escasas cantidades de ingresos reales, y en particular diversos
28
.'*K»ia>mel Wallerstein
tipos de producción simple de mercancías, por trabajo asalariado. Una de las principales fuerzas impulsoras de la proletarización ha sido la de los
propios trabajadores de todo el mundo. Han comprendido, a menudo mejor que sus autoproclamados portavoces intelectuales, que la explotación en
las unidades domésticas semiproletarias es mucho
mayor que la explotación en las plenamente proletarizadas.
Ha sido en los momentos de estancamiento cuando algunos propietarios-productores, en parte respondiendo a la presión política de los trabajadores y en parte creyendo que los cambios estructurales en las relaciones de producción les beneficiarían frente a los propietarios-productores rivales,
han unido sus fuerzas, tanto en el campo de la
producción como en el político, para impulsar la
proletarización de un sector limitado de los trabajadores en alguna parte. Este proceso que nos proporciona la clave esencial para saber por qué ha
-habido un incremento en la proletarización, dado
que la proletarización ha llevado a largo plazo a
una reducción de los niveles de ganancia en la
economía-mundo capitalista.
Es en este contexto donde deberíamos considerar el proceso del cambio tecnológico, que no
ha sido tanto el motor como la consecuencia del
capitalismo histórico. Las principales «innovaciones» tecnológicas han sido, en primer lugar, la
creación de nuevos productos «escasos», en cuanto tales sumamente rentables, y, en segundo lugar, la de procesos para reducir el trabajo. Han
sido respuestas a las fases descendentes de los ciclos, formas de aplicar las «invenciones» para fomentar el proceso de acumulación de capital.
Estas innovaciones sin duda afectaron con frecuencia a la organización de la producción. Desde un punto de vista histórico, dieron un impulso
hacia la centralización de muchos procesos de tra-
La producción de capital
29
bajo (la fábrica, la cadena de montaje). Pero es
fácil exagerar el cambio. Los procesos de concentración de las tareas de producción física han sido con frecuencia analizados sin tener en cuenta
los procesos de descentralización opuestos.
Esto es especialmente evidente si traemos a colación la tercera consecuencia del reajuste cíclico. Adviértase que, dadas las dos consecuencias
ya mencionadas, tenemos que explicar una aparente paradoja. Por un lado, hablábamos de la
continua concentración de acumulación de capital
en la polarización histórica de la distribución.
Simultáneamente, sin embargo, hablábamos de un
proceso lento, pero constante, de proletarización
que, afirmábamos, ha reducido realmente los niveles de ganancia. Una solución fácil sería decir
que el primer proceso es simplemente mayor que
el segundo, lo cual es cierto. Pero además la disminución de los niveles de ganancia ocasionada
por el incremento de la proletarización ha sido
hasta ahora compensada con creces por otro mecanismo que ha actuado en sentido contrario.
Otra observación empírica que puede hacerse
fácilmente acerca del capitalismo histórico es que
su emplazamiento geográfico ha crecido constantemente con el tiempo. Una vez más, el ritmo del
proceso ofrece la mejor clave para su explicación.
La incorporación de nuevas zonas a la división social del trabajo del capitalismo histórico no se
produjo de una sola vez. De hecho se produjo en
estallidos periódicos, aunque cada una de las sucesivas expansiones pareció estar limitada en su
amplitud. Indudablemente, una parte de la explicación reside en el mismo desarrollo tecnológico
del propio capitalismo histórico. Las mejoras en
el transporte, las comunicaciones y los armamentos hizo que fuera progresivamente menos caro
incorporar regiones cada vez más alejadas de las
zonas del centro. Pero esta explicación, todo lo
30
¡"imanuel Wallerstein
más, nos da una condición necesaria, pero no
suficiente del proceso.
A veces se ha afirmado que la explicación reside en la constante búsqueda de nuevos mercados
en los que realizar las ganancias de la producción
capitalista. Sin embargo, esta explicación no concuerda con los hechos históricos. Las áreas externas al capitalismo histórico se han mostrado en
general reacias a comprar sus productos, en parte
porque no los «necesitaban» en términos de su
propio sistema económico y en parte porque a
menudo carecían de los medios necesarios para
comprarlos. Sin duda ha habido excepciones. Pero en general era el mundo capitalista el que
buscaba los productos de la arena externa y no
al revés. Siempre que un determinado lugar era
conquistado militarmente, los empresarios capitalistas se quejaban de la ausencia de mercados reales en él y actuaban a través de los gobiernos coloniales para «crear aficiones».
La búsqueda de mercados no sirve como explicación. Una explicación mucho más plausible es
la búsqueda de mano de obra a bajo coste. Desde un punto de vista histórico, prácticamente todas las nuevas zonas incorporadas a la economíamundo han establecido niveles de remuneración
real que estaban en la parte inferior de la jerarquía de niveles salariales del sistema mundial.
Prácticamente no habían desarrollado unidades
domésticas plenamente proletarias y no habían
sido incitadas a desarrollarlas. Por el contrario,
la política de los estados coloniales (y de los estados semicoloniales reestructurados en aquellas
zonas que no habían sido oficialmente colonizadas) parecía destinada precisamente a fomentar
la aparición de esa unidad doméstica semiproletaria que, como hemos visto, hacía posible el umbral
más bajo posible de nivel salarial. La política típica de tales estados implicaba una combinación
La producción de capital
31
de mecanismos fiscales, que obligaban a cada unidad doméstica a realizar algún trabajo asalariado,
y restricciones a la libertad de movimientos o separación forzosa de los miembros de la unidad
doméstica, lo que reducía considerablemente la
posibilidad de una plena proletarización.
Si añadimos a este análisis la observación de
que las nuevas incorporaciones al sistema mundial del capitalismo tendían a estar correlacionadas con fases de estancamiento en la economíamundo, resulta evidente que la expansión geográfica del sistema mundial servía para contrarrestar
el proceso de reducción de las ganancias inherente a una mayor proletarización, al incorporar
nuevas fuerzas de trabajo destinadas a ser semiproletarizadas. La aparente paradoja se desvanece. El impacto de la proletarización en el proceso
de polarización se ve compensado, tal vez con
creces, al menos hasta ahora, por el impacto de
las incorporaciones. Y los procesos de trabajo de
tipo fabril como porcentaje del total se han incrementado menos de lo que habitualmente se
afirma, dado el denominador en constante expansión de la ecuación.
Hemos invertido mucho tiempo en esbozar cómo ha actuado el capitalismo histórico en la arena
estrictamente económica. Ahora estamos preparados para explicar por qué surgió el capitalismo
como sistema social histórico. Esto no es tan fácil como a menudo se piensa. Lejos de ser un
sistema «natural», como algunos apologistas han
tratado de mantener, el capitalismo histórico es
un sistema patentemente absurdo. Se acumula
capital a fin de acumular más capital. Los capitalistas son como ratones en una rueda, que corren
cada vez más deprisa a fin de correr aún más deprisa. En el proceso, sin duda, algunas personas
viven bien, pero otras viven en la miseria; y ¿có-
32
lr>imanu.el Wallerstein
mo de bien, y durante cuarto tiempo, viven los
que viven bien?
Cuanto más reflexiono sobre ello, más absurdo
me parece. No sólo creo que la inmensa mayoría
de la población del mundo está objetiva y subjetivamente en peores condiciones materiales que
en los sistemas históricos anteriores, sino que,
como veremos, pienso que se puede argumentar
que también están en peores condiciones políticas. Todos nosotros estamos tan influenciados por
la ideología justificadora del progreso que ha configurado este sistema histórico, que nos resulta
difícil admitir incluso los grandes inconvenientes
históricos de este sistema. Hasta un denunciador
tan enérgico del capitalismo histórico como Karl
Marx hizo gran hincapié en su papel históricamente progresivo. No creo que sea progresivo en
absoluto, a menos que por «progresivo» simplemente se entienda aquello que es históricamente
posterior y cuyos orígenes pueden ser explicados
por algo que lo ha precedido. El balance del capitalismo histórico, sobre el que volveré, es tal vez
complejo, pero el cálculo inicial en términos de
la distribución material de los bienes y de la asignación de las energías es en mi opinión muy negativo.
Si esto es así, ¿por qué surgió un sistema semejante? Tal vez precisamente para lograr ese fin.
¿Qué cosa más convincente que un razonamiento
que afirma que la explicación del origen de un
sistema era conseguir un fin que de hecho ha
conseguido? Sé que la ciencia moderna nos ha
apartado de la búsqueda de las causas finales y
de toda consideración de intencionalidad (especialmente cuando ésta es tan intrínsecamente difícil de demostrar de forma empírica). Pero la
ciencia moderna y el capitalismo histórico han
mantenido una estrecha alianza, como sabemos;
así pues, debemos sospechar de la autoridad de
La producción de capital
33
la ciencia a propósito de esta cuestión: la modalidad del conocimiento de los orígenes del capitalismo moderno. Permítaseme esbozar simplemente una explicación histórica de los orígenes del
capitalismo histórico sin intentar desarrollar aquí
la base empírica de tal argumento.
En el mundo de los siglos xiv y xv, Europa fue
el escenario de una división social del trabajo que,
en comparación con otras áreas del mundo se encontraba, en lo que respecta a las fuerzas productivas, a la cohesión de su sistema histórico y
a su estado relativo de conocimiento humano, en
una fase intermedia: ni tan avanzada como en
algunas áreas, ni tan primitiva como en otras.
Marco Polo, debemos recordar, que procedía de
una de las subregiones cultural y económicamente
«avanzadas» de Europa, se sintió totalmente abrumado por lo que encontró en sus viajes por Asia.
La arena económica de la Europa feudal estaba
pasando en esta época por una crisis muy importante, generada en su interior, que estaba conmoviendo sus cimientos sociales. Sus clases dominantes se estaban destruyendo mutuamente a gran
velocidad, mientras que su sistema de tierras (base
de su estructura económica) se estaba volviendo
más flexible, con una considerable reorganización
que iba en el sentido de una distribución mucho
más igualitaria de lo que había sido la norma.
Además, los pequeños campesinos estaban demostrando una gran eficiencia como productores. Las
estructuras políticas en general se estaban debilitando y su preocupación por las luchas intestinas
entre los que tenían el poder político hacía que
quedara poco tiempo para reprimir la fuerza creciente de las masas de la población. El aglutinante
ideológico del catolicismo estaba sometido a grandes tensiones y en el mismo seno de la Iglesia
estaban naciendo movimientos igualitarios. Las
cosas estaban realmente cayéndose a pedazos. Si
34
I-mmaniiel Wallerstein
Europa hubiese continuado en la senda por la que
se encaminaba, es difícil creer que los esquemas
de la Europa feudal medieval, con su sistema sumamente estructurado de «estamentos», pudieran
haberse consolidado de nuevo. Mucho más probable es que la estructura social de la Europa feudal hubiera evolucionado hacia un sistema de productores a pequeña escala, relativamente iguales,
con la consiguiente nivelación de las aristocracias
y descentralización de las estructuras políticas.
Si esto habría sido bueno o malo, y para quién,
es un tema de especulación y de poco interés. Pero es evidente que la perspectiva debió de intranquilizar a los estratos superiores de Europa: de
intranquilizarlos y de asustarlos, especialmente
cuando se dieron cuenta de que su armadura
ideológica también se estaba desintegrando. Sin
sugerir que nadie verbalizara conscientemente tal
intento, podemos ver, comparando la Europa de
1650 con la de 1450, que ocurrieron las siguientes
cosas. En 1650, las estructuras básicas del capitalismo histórico como sistema social viable habían
sido establecidas y consolidadas. La tendencia hacia la igualación de las recompensas había sido
drásticamente invertida. Los estratos superiores
se habían hecho de nuevo con el control de la política y la ideología. Había un nivel razonablemente alto de continuidad entre las familias que formaban parte de los estratos superiores en 1450 y
las que formaban parte de los estratos superiores
en 1650. Además, si sustituyéramos la fecha de
1650 por la de 1900, encontraríamos que la mayoría de las comparaciones con 1450 seguían siendo
válidas. Fue sólo en el siglo xx cuando hubo algunas tendencias significativas en una dirección diferente, signo como veremos de que el sistema
histórico del capitalismo, tras cuatro o cinco siglos de florecimiento, ha entrado finalmente en
una crisis estructural.
La producción de capital
35
Tal vez nadie haya verbalizado el intento, pero
ciertamente parece como si la creación del capitalismo histórico en cuanto sistema social hubiera
invertido especialmente una tendencia que los
estratos superiores temían, y establecido en su
lugar una tendencia que servía aún mejor a sus
intereses. ¿Es esto tan absurdo? Sólo para quienes fueron sus víctimas.
2. LA POLÍTICA DE ACUMULACIÓN:
LA LUCHA POR LOS BENEFICIOS
La acumulación incesante de capital por la acumulación incesante de capital puede parecer a
primera vista un objetivo socialmente absurdo.
Sin embargo ha tenido sus defensores, que habitualmente lo han justificado por los beneficios
sociales a largo plazo a los que pretendía conducir. Analizaremos más adelante hasta qué punto
estos beneficios sociales son reales. Sin embargo,
dejando a un lado cualquier beneficio colectivo,
está claro que amasar un capital permite un consumo muy incrementado a muchos individuos
(y/o pequeños grupos). Que el consumo incrementado mejore realmente la calidad de vida de los
consumidores es otra cuestión, que también pospondremos.
La primera pregunta que plantearemos es: ¿quién
obtiene los beneficios individuales inmediatos?
Parece razonable afirmar que la mayoría de las
personas no han esperado a una valoración de los
beneficios a largo plazo o de la calidad de vida
resultante de tal consumo (ya sea para la colectividad o para los individuos) para decidir que vale
la pena luchar por los beneficios individuales inmediatos tan obviamente asequibles. De hecho,
éste ha sido el eje de la lucha política dentro del
capitalismo histórico. Esto es en realidad lo que
queremos decir cuando afirmamos que el capitalismo histórico es una civilización materialista.
En términos materiales no sólo han sido grandes las recompensas para quienes han llegado en
cabeza: también las diferencias entre las recom-
La lucha por los beneficios
37
pensas materiales de los de arriba y los de abajo
han sido grandes y se han hecho mayores con el
tiempo en el conjunto del sistema mundial.
Ya hemos analizado los procesos económicos
que explicaban esta polarización de la distribución de las recompensas. Ahora deberíamos centrar nuestra atención en cómo se las han arreglado los individuos dentro de tal sistema económico para conseguir ventajas para sí mismos y con
ello negárselas a otros. También deberíamos considerar cómo se las han arreglado las víctimas de
esta mala distribución, en primer lugar para minimizar sus pérdidas en el funcionamiento del sistema, y, en segundo lugar, para transformar este
sistema, responsable de tan manifiestas injusticias.
¿Cómo han llevado a cabo los individuos, o los
grupos de individuos, sus luchas políticas en el
capitalismo histórico? Hacer política es tratar de
cambiar las relaciones de poder en un sentido más
favorable para los intereses de uno y de este modo
reorientar los procesos sociales. Para lograrlo es
preciso encontrar palancas de cambio que permitan la máxima ventaja con el mínimo desembolso. La estructura del capitalismo histórico ha
sido tal que las palancas de ajuste político más
eficaces han sido las estructuras estatales, cuya
misma construcción fue, como hemos visto, uno
de los logros institucionales centrales del capitalismo histórico. No es pues casual que el control
del poder del Estado, la conquista del poder del
Estado en caso necesario, haya sido el objetivo
estratégico esencial de todos los principales actores en la arena política a lo largo de la historia
del capitalismo moderno.
La crucial importancia del poder del Estado
para los procesos económicos, aun definidos muy
estrictamente, es sorprendente cuando se examina de cerca cómo funcionaba realmente el siste-
38
nmanuel
^•
•
Wallerstein
ma. El primero y más elemental de los elementos
del poder del Estado era la jurisdicción territorial. Los Estados tenían fronteras. Estas fronteras estaban jurídicamente determinadas, en parte
mediante la proclamación legal por el Estado en
cuestión y en parte mediante el reconocimiento
diplomático por otros Estados. Indudablemente,
las fronteras podían ser disputadas y habitualmente lo eran: es decir, el reconocimiento jurídico venía de dos fuentes (el propio Estado y los
otros Estados) que estaban en conflicto. Tales diferencias eran solventadas en última instancia
bien por una sentencia, bien por la fuerza (y la resultante aquiescencia final). Muchas disputas duraban mucho tiempo en forma latente, aun cuando
muy pocas de ellas sobrevivían más de una generación. Lo esencial era el perenne presupuesto ideológico por parte de todos de que tales disputas podían ser finalmente zanjadas y de hecho lo eran.
Lo conceptualmente impermisible en el sistema de
Estados moderno era el reconocimiento explícito
de una imbricación permanente de jurisdicciones.
La soberanía como concepto se basaba en la ley
aristotélica de la exclusión del término medio.
Esta doctrina filosófico-jurídica hizo posible determinar la responsabilidad del control de los
movimientos entre las fronteras de los distintos
Estados. Cada Estado tenía jurisdicción formal
sobre sus propias fronteras en lo referente al movimiento de bienes, capitales y fuerza de trabajo.
De aquí que cada Estado pudiera influir hasta
cierto punto en las modalidades con las que operaba la división social del trabajo de la economíamundo capitalista. Además, cada Estado podía
ajustar en cualquier momento estos mecanismos
simplemente cambiando las normas que regían el
flujo de los factores de producción a través de sus
fronteras.
La lucha por los beneficios
39
Normalmente analizamos estos controles de
frontera en función de la antinomia entre ausencia total de controles (libre cambio) y ausencia
total de libertad de movimientos (autarquía). En
realidad, en la mayoría de las épocas y en la mayoría de los países, la política estatal se ha situado en la práctica entre estos dos extremos. Además, las políticas para los movimientos de bienes,
de capitales y de fuerza de trabajo han sido específicamente diferentes. En general, el movimiento
de fuerza de trabajo ha estado más restringido
que los movimientos de bienes y de capitales.
Desde el punto de vista de un productor determinado, situado en algún lugar de una cadena de
mercancías, la libertad de movimientos era deseable mientras este productor fuera económicamente
competitivo con los otros productores de las mismas mercancías en el mercado mundial. Pero
cuando éste no era el caso, las diversas restricciones fronterizas frente a los productores rivales
podían elevar los costes de éstos y beneficiar a
un productor por lo demás menos eficiente. Dado
que, por definición, en un mercado en el que había múltiples productores de una determinada
mercancía, una mayoría sería menos eficiente que
una minoría, siempre ha habido una constante
presión para imponer restricciones mercantilistas
a la libertad de movimientos a través de las fronteras. De aquí que la primera gran lucha —una
lucha feroz y continua— tuviera como eje la política estatal de fronteras. Dado que, sin embargo,
la minoría más eficiente era relativamente rica y
poderosa, siempre ha habido otra presión opuesta
para abrir las fronteras o, más específicamente,
para abrir algunas fronteras. Dado, además, que
cualquier conjunto de productores (y especialmente el de los ricos y poderosos) se veía directamente
afectado por la política estatal de fronteras no
sólo de los Estados en los que estaba físicamente
40
Immanuel Wallerstein
localizada su base económica (que podían o no
ser los mismos de los que eran ciudadanos), sino
también de las de muchos otros Estados, determinados productores económicos estaban interesados en perseguir sus objetivos políticos simultáneamente en varios Estados, y a menudo en muchos de ellos. La idea de que cada individuo debería limitar su participación política a su propio
Estado era profundamente antitética para quienes
perseguían la acumulación de capital por la acumulación de capital.
Por supuesto, una forma de alterar las reglas
sobre lo que podía o no cruzar las fronteras, y en
qué condiciones, era cambiar las fronteras a través de la incorporación total de un Estado por
otro (unificación, Anschluss, colonización), a través de la apropiación de un territorio o a través
de la secesión o la descolonización. El hecho de
que los cambios de fronteras tengan un impacto
inmediato en los esquemas de la división social
del trabajo en la economía-mundo ha sido un factor esencial en las consideraciones de quienes se
han opuesto a un determinado cambio de fronteras o lo han defendido. El hecho de que una movilización ideológica en torno a la definición de las
naciones pueda hacer más o menos posibles ciertos cambios específicos de fronteras ha dado un
contenido económico inmediato a los movimientos nacionalistas, en la medida en que tanto los
participantes como otros han pensado en la posibilidad de una política estatal específica tras el
proyectado cambio de fronteras.
El segundo elemento del poder del Estado de
fundamental importancia para el funcionamiento
del capitalismo histórico ha sido el derecho legal
de los Estados a determinar las normas que rigen
las relaciones sociales de producción dentro de su
jurisdicción territorial. Las estructuras de Estado
modernas se arrogaron este derecho a revocar o
La lucha por los beneficios
41
modificar cualquier conjunto de relaciones consuetudinarias. Como cuestión de derecho, los Estados
no reconocían ninguna limitación a su ámbito legislativo fuera de las que ellos mismos se imponían. Incluso allí donde determinadas constituciones hablaban de boquilla de ciertas limitaciones
derivadas de unas doctrinas religiosas o del Derecho natural, reservaban a algún organismo o a alguna persona, definidos constitucionalmente, el derecho a interpretar esas doctrinas.
Este derecho a legislar el tipo de control del
trabajo no era en modo alguno meramente teórico. Los Estados han usado regularmente este derecho, a menudo de una forma que implicaba una
transformación radical de los esquemas existentes. Como era de esperar, en el capitalismo histórico los Estados han legislado de una forma que
incrementaba la mercantilización de la fuerza de
trabajo, aboliendo diversos tipos de restricciones
consuetudinarias a los movimientos de los trabajadores de un puesto a otro. Además, imponían a
los trabajadores unas obligaciones fiscales en metálico que a menudo obligaban a ciertos trabajadores a realizar un trabajo asalariado. Pero, por
otra parte, como ya hemos visto, los Estados, mediante sus acciones legales, a menudo obstaculizaban también una plena proletarización al imponer limitaciones residenciales o al insistir en que
los grupos de parentesco conservaran ciertos tipos
de obligaciones hacia sus miembros en materia de
asistencia.
Los Estados controlaban las relaciones de producción. Primero legalizaron y más tarde proscribieron ciertas formas de trabajo forzoso (esclavitud, obligación de trabajar en obras públicas, servidumbre temporal, etc.). Crearon reglas que regían los contratos de trabajo, incluyendo garantías y obligaciones recíprocas mínimas y máximas.
Decretaron los límites de la movilidad geográfica
42
Immanuel Wallerstein
de los trabajadores no sólo fuera de sus fronteras,
sino también dentro de éstas.
Todas estas decisiones estatales fueron tomadas
en relación directa con las implicaciones económicas para la acumulación de capital. Esto se puede
comprobar fácilmente examinando el enorme número de debates, registrados cuando ocurrieron,
en torno a opciones legales o administrativas alternativas. Además, los Estados han dedicado
por lo regular considerables energías en hacer que
los grupos recalcitrantes, y más especialmente los
trabajadores recalcitrantes, cumplieran sus regulaciones. Rara vez los trabajadores han sido libres
de ignorar las restricciones legales que pesaban
sobre sus acciones. Muy al contrario: la rebelión
de los trabajadores, individual o colectiva, pasiva
o activa, ha provocado habitualmente una pronta
respuesta represiva por parte del aparato de Estado. Indudablemente, los movimientos de la clase
obrera organizada podían, con el tiempo, imponer
ciertas limitaciones a la actividad represiva, así
como conseguir que las reglas fueran modificadas
en cierta medida en su favor, pero tales movimientos obtenían en buena medida estos resultados
gracias a su capacidad de afectar a la composición
política de los aparatos de Estado.
Un tercer elemento del poder de los Estados ha
sido la capacidad impositiva. Los impuestos no
fueron en modo alguno un invento del capitalismo histórico: las estructuras políticas anteriores
también utilizaron los impuestos como fuente de
ingresos para los aparatos de Estado. Pero el capitalismo histórico transformó los impuestos en
dos sentidos. Los impuestos se convirtieron en la
principal (y de hecho aplastante) fuente regular
de ingresos estatales, en contraposición a los ingresos estatales derivados de la incautación irregular por la fuerza a personas dentro o fuera de
la jurisdicción oficial del Estado (incluyendo la
La lucha por los beneficios
43
incautación a otros Estados). En segundo lugar,
los impuestos han sido un fenómeno en constante
expansión a lo largo del desarrollo histórico de la
economía-mundo capitalista en cuanto porcentaje
del valor total creado o acumulado. Esto significa
que los Estados han sido importantes en función
de los recursos que controlaban, dado que los recursos no sólo les permitían aumentar la acumulación de capital, sino que eran a su vez distribuidos y por consiguiente entraban directa o indirectamente en la nueva acumulación de capital.
Los impuestos eran un poder que atraía la hostilidad y la resistencia hacia la propia estructura
estatal, a la que veía como una especie de villano
incorpóreo que se apropiaba de los frutos del trabajo de otros. Lo que hay que tener siempre presente es que había fuerzas fuera del Gobierno que
presionaban para que hubiese determinados impuestos, porque el proceso llevaría a una redistribución directa para ellos o permitiría al Gobierno
crear economías externas que mejorarían su posición económica o penalizarían a otros de una forma económicamente favorable al primer grupo. En
resumen, la capacidad impositiva era uno de los
medios más inmediatos por los que el Estado ayudaba directamente al proceso de acumulación de
capital anteponiendo unos grupos a otros.
Los poderes redistributivos del Estado han sido
analizados en la mayor parte de los estudios únicamente en función de su potencial de nivelación.
Este es el lema del Estado de bienestar. Pero la
redistribución ha sido mucho más utilizada, de hecho, como mecanismo para polarizar la distribución que como mecanismo para hacer que converjan los ingresos reales. Son tres los mecanismos
principales que han incrementado la polarización
de las recompensas por encima de la polarización
ya resultante del funcionamiento normal del mercado capitalista.
44
Immanuel Wallerstein
En primer lugar, los gobiernos han podido amasar, a través del proceso impositivo, grandes sumas de capital que han redistribuido entre personas o grupos que eran ya grandes propietarios de
capital, a través de las subvenciones oficiales. Estas subvenciones han tomado la forma de donativos abiertos, por lo general con la poco convincente excusa del pago de un servicio público (lo que
implica esencialmente el sobrepago de este servicio). Pero también han tomado la forma menos
directa de la asunción por parte del Estado de los
costes de desarrollo del producto, que probablemente podrían haber sido amortizados por una
lucrativa venta posterior, para traspasar luego la
actividad económica a empresarios no estatales a
un coste nominal precisamente en el punto de
conclusión de la fase de desarrollo costoso.
En segundo lugar, los gobiernos han podido
amasar grandes sumas de capital a través de unos
canales formalmente legales y a menudo legalizados de imposición que se han convertido luego en
terreno abonado para una malversión a gran escala, ilegal, pero de hecho ilimitada, de fondos públicos. Este robo de rentas públicas, así como los
correspondientes procedimientos impositivos corruptos a nivel privado han sido una importante
fuente de acumulación privada de capital a lo largo del capitalismo histórico.
Finalmente, los gobiernos han redistribuido las
rentas entre los ricos utilizando el principio de la
individualización de la ganancia para la socialización del riesgo. A lo largo de toda la historia del
sistema capitalista, cuanto mayor ha sido el riesgo —y las pérdidas— más probable ha sido que
el Gobierno interviniera para impedir bancarrotas
e incluso para restituir pérdidas, aunque sólo fuera por el trastorno financiero que deseaba evitar.
Aunque estas prácticas de redistribución antiigualitarias han sido el lado vergonzoso del poder
La lucha por los beneficios
45
del Estado (vergonzoso en el sentido de que los
gobiernos se sentían un tanto embarazados por
estas actividades y trataban de mantenerlas ocultas), la provisión de capital social general por parte de los gobiernos ha sido abiertamente esgrimida e incluso defendida como un papel esencial del
Estado en el mantenimiento del capitalismo histórico.
Desembolsos esenciales para la reducción de los
costes de múltiples grupos de propietarios-productores —por ejemplo, la energía básica, el transporte y la infraestructura informativa de la economía-mundo— han sido en buena medida realizados
y costeados con fondos públicos. Aunque sin duda
es cierto que la mayoría de las personas han
sacado algún beneficio de este capital social general, no es cierto que todas ellas hayan sacado el
mismo beneficio. La ventaja ha correspondido, de
modo desproporcionado, a aquéllos que ya eran
grandes propietarios de capital al tiempo que eran
pagados con un sistema impositivo mucho más
igualitario. De aquí que la construcción de un capital social general haya servido para fomentar la
acumulación de capital y su concentración.
Finalmente, los Estados han monopolizado, o
tratado de monopolizar, las fuerzas armadas. Mientras que las fuerzas policiales eran orientadas en
buena medida hacia el mantenimiento del orden
interior (es decir, la aceptación por parte de los
trabajadores de los papeles y las recompensas que
les habían sido asignados), los ejércitos han sido
mecanismos mediante los cuales los productores
de un Estado han podido influir directamente en
la posibilidad de que sus competidores en otros
Estados tuvieran que solicitar la cobertura protectora de sus propios aparatos de Estado. Esto nos
lleva al último rasgo del poder estatal, que ha sido
crucial. Aunque los tipos de poder que ha ejercido
cada Estado han sido similares, el grado de poder
46
lmmanuel Wallerstein
de cada aparato de Estado ha variado enormemente. Los Estados han estado situados en una jerarquía de poder efectivo que no puede ser medida
ni por el tamaño y la coherencia de sus burocracias y ejércitos ni por sus formulaciones ideológicas acerca de sí mismos, sino por su capacidad
efectiva de fomentar con el tiempo la concentración de capital acumulado dentro de sus fronteras en comparación con los Estados rivales. Esta
capacidad efectiva ha llevado consigo la capacidad
de refrenar a las fuerzas militares hostiles, la capacidad de aplicar regulaciones ventajosas en el
propio Estado e impedir a otros Estados hacer lo
mismo, y la capacidad de refrenar a sus propios
trabajadores y reducir la capacidad de los rivales
de hacer otro tanto. El verdadero criterio para
medir su fuerza es su resultado económico a medio plazo. El uso abierto de la fuerza por parte
del aparato de Estado para controlar a sus propios
trabajadores, técnica costosa y desestabilizadora,
es con más frecuencia un signo de debilidad que
de fuerza. Los aparatos de Estado verdaderamente
fuertes han podido, de una u otra forma, controlar
a sus trabajadores por medio de mecanismos más
sutiles.
Hay, pues, muchos aspectos diferentes en los
que el Estado ha sido un mecanismo crucial para
la acumulación máxima de capital. De acuerdo con
su ideología, se suponía que el capitalismo implicaba la actividad de unos empresarios privados
liberados de la interferencia de los aparatos de
Estado. En la práctica, sin embargo, esto no ha
sido nunca realmente cierto en ninguna parte. Es
inútil especular con que el capitalismo podría haber florecido sin el papel activo del Estado moderno. En el capitalismo histórico, los capitalistas
han contado con su capacidad de utilizar los aparatos de Estado en beneficio propio en las diversas formas que hemos esbozado.
La lucha por los beneficios
47
Un segundo mito ideológico ha sido el de la soberanía del Estado. El Estado moderno no fue
nunca una entidad política completamente autónoma. Los Estados se desarrollaron y fueron configurados como partes integrantes de un sistema
interestatal, que era un conjunto de reglas dentro
de las cuales los Estados tenían que actuar y un
conjunto de legitimaciones sin las cuales los Estados no podían sobrevivir. Desde el punto de vista
del aparato de Estado de un determinado Estado,
el sistema interestatal representaba restricciones
a su voluntad. Estas restricciones habían de ser
buscadas en las prácticas de la diplomacia, en las
reglas formales que regían las jurisdicciones y los
contratos (Derecho internacional) y en los límites
al modo y las circunstancias en que se podía librar
una guerra. Todas estas restricciones iban en contra de la ideología oficial de la soberanía. Sin embargo, la soberanía no fue nunca entendida como
una total autonomía. El concepto fue más bien
entendido como la existencia de límites a la legitimidad de la interferencia de un aparato de Estado
en el funcionamiento de otro.
Las reglas del sistema interestatal no eran aplicadas, por supuesto, por consentimiento o consenso, sino por la voluntad y la capacidad de los Estados más fuertes de imponer estas restricciones,
en primer lugar a los Estados más débiles, y en
segundo lugar a cualquier otro. Recordemos que
los Estados estaban situados en una jerarquía de
poder. La misma existencia de esta jerarquía proporcionaba la principal limitación a la autonomía
de los Estados. Sin duda, la situación global podía inclinarse hacia la desaparición del poder de
los Estados en la medida en que la jerarquía se
construía con una cúspide piramidal y no con una
meseta en lo alto. Esta posibilidad no era hipotética, ya que la dinámica de la concentración del
poder militar llevaba a intentos reiterados de
48
Immanuel Wallerstein
transformar el sistema interestatal en un imperiomundo.
Si tales intentos no tuvieron nunca éxito en el
capitalismo histórico fue porque la base estructural del sistema económico y los intereses claramente percibidos de los principales acumuladores de
capital eran fundamentalmente contrarios a una
transformación de la economía-mundo en un imperio-mundo.
Ante todo, la acumulación de capital era un juego en el que había constantes incentivos para entrar en competencia y por tanto siempre había
una cierta dispersión de las actividades productivas más rentables. De aquí que, en todas las épocas, numerosos Estados tendieran a tener una base
económica que los hacía relativamente fuertes. En
segundo lugar, los acumuladores de capital, en
cualquier Estado, utilizaban sus propias estructuras estatales para que los ayudaran a acumular
capital, pero también necesitaban algún sistema
de control contra sus propias estructuras estatales.
Pues si su aparato de Estado se hacía demasiado
fuerte podía, por razones de equilibrio político interno, sentirse libre de responder a presiones igualitarias internas. Frente a esta amenaza, los acumuladores de capital necesitaban la amenaza de
burlar a su propio aparato de Estado estableciendo alianzas con otros aparatos de Estado. Esta
amenaza sólo era posible cuando no había un único Estado que dominara el conjunto.
Estas consideraciones formaban la base objetiva del llamado equilibrio de poder, por el cual entendemos que los numerosos Estados fuertes y
semifuertes en el sistema interestatal en todo momento han tendido a establecer alianzas (o, en caso de necesidad, a variarlas) de forma que ningún
Estado por sí solo pudiera dominar a todos los
demás.
La lucha por los beneficios
49
Que el equilibrio de poder se mantenía gracias a
algo más que a una mera ideología política es algo
que podemos ver si observamos los tres casos en
que uno de los Estados fuertes consiguió temporalmente un relativo dominio sobre los demás,
relativo dominio que podemos llamar hegemonía.
Los tres casos son la hegemonía de las Provincias
Unidas (Países Bajos) a mediados del siglo xvil,
la de Gran Bretaña a mediados del siglo xix y la
de los Estados Unidos a mediados del siglo xx.
En cada uno de los casos, la hegemonía llegó
tras la derrota de un pretendiente militar a la
conquista (los Habsburgo, Francia, Alemania). Cada una de las hegemonías fue sellada por una «guerra mundial», una lucha masiva, en tierra, sumamente destructiva, intermitente, de treinta años
de duración, en la que intervinieron todas las potencias militares importantes de la época. Estas
luchas fueron, respectivamente, la guerra de los
Treinta Años de 1618-48, las guerras napoleónicas
(1792-1815) y los conflictos del siglo xx entre 1914
y 1945, que deberían ser concebidos como una única y larga «guerra mundial». Hay que señalar que,
en cada uno de los casos, el vencedor había sido
una potencia primordialmente marítima antes de
la «guerra mundial», pero se había transformado
en una potencia terrestre a fin de ganar esta guerra contra una potencia terrestre históricamente
fuerte que parecía estar tratando de transformar
la economía-mundo en un imperio-mundo.
Sin embargo, la base de la victoria no fue militar. La realidad primordial fue de carácter económico: la capacidad de los acumuladores de capital
situados en un Estado concreto de competir con
ventaja con todos los demás en las tres principales esferas económicas: la producción agroindustrial, el comercio y las finanzas. Específicamente,
durante breves períodos los acumuladores de capital en el Estado hegemónico fueron más efi-
50
Immanuel Wallerstein
cientes que sus competidores situados en otros
Estados fuertes, y de este modo se hicieron con
los mercados incluso dentro de las áreas «domésticas» de estos últimos. Cada una de estas hegemonías fue breve. Cada una de ella llegó a su fin
en buena medida por razones económicas, más
que por razones político-militares. En cada uno de
los casos, la triple ventaja económica temporal
chocó contra dos escollos de la realidad capitalista. En primer lugar, los factores que habían contribuido a la mayor eficiencia económica podían
ser siempre copiados por otros —no por los verdaderamente débiles, pero sí por aquellos que tenían una fuerza media— y los últimos en llegar
a cualquier proceso económico tienden a tener la
ventaja de no tener que amortizar las existencias
más antiguas. En segundo lugar, la potencia hegemónica tenía mucho interés en mantener ininterrumpida la actividad económica y por consiguiente tendía a comprar la paz laboral mediante una
redistribución interna. Con el tiempo, esto llevó
a una reducción de la competitividad que puso fin
a la hegemonía. Además, la conversión de la potencia hegemónica en una potencia con «responsabilidades» militares marítimas y terrestres muy amplias implicaba una creciente carga económica
para el Estado económico, contrarrestando de este modo su bajo nivel de gastos militares de la
«preguerra mundial».
De aquí que el equilibrio de poder —constructivo tanto para los Estados débiles como para los
fuertes— no fuera un epifenómeno político que
pudiera ser fácilmente contrarrestado. Estaba
arraigado en las formas mismas de acumulación
del capital en el capitalismo histórico. Tampoco
era el equilibrio de poder simplemente una relación entre aparatos de Estado, porque los actores
dentro de cualquier Estado dado actuaban normalmente más allá de sus propias fronteras, bien
La lucha por los beneficios
51
directamente, bien a través de alianzas con actores de otras partes. Por consiguiente, al valorar la política de un Estado dado, la distinción entre lo interno y lo externo resulta excesivamente
formal y no es demasiado útil para que entendamos cómo ocurrieron realmente las luchas políticas.
Pero, de hecho, ¿quién luchaba con quién? Esta
no es una pregunta tan obvia como se podría pensar, a causa de las presiones contradictorias dentro del capitalismo histórico. La lucha más elemental, y en ciertos aspectos la más obvia, fue la
que se libró entre el pequeño grupo de los grandes beneficiarios del sistema y el amplio grupo de
sus víctimas. Esta lucha se desarrolla bajo muchos
nombres y disfraces. Allí donde la línea divisoria
entre los acumuladores de capital y sus trabajadores dentro de un Estado determinado está trazada con bastante claridad, hemos tendido a llamar
a esto una lucha de clases entre capital y trabajo.
Esta lucha de clases tuvo lugar en dos escenarios:
la arena económica (tanto en el lugar de trabajo
real como en el «mercado» amorfo más amplio) y
la arena política. Está claro que en la arena económica ha habido un conflicto de intereses directo, lógico e inmediato. Cuanto mayor era la remuneración de los trabajadores, menos excedente quedaba como «ganancia». Sin duda, este conflicto
ha sido amortiguado a menudo por consideraciones a más largo plazo y a más amplia escala.
El acumulador de capital tenía intereses comunes
con sus trabajadores frente a otros pares de otras
partes del sistema. Y una mayor remuneración a
los trabajadores podía en ciertas circunstancias
retornar a los acumuladores de capital como ganancia diferida, a través del mayor poder adquisitivo global en la economía-mundo. Sin embargo,
ninguna de estas otras consideraciones ha podido
eliminar jamás el hecho de que la división de un
52
Immanueí Wallerstein
excedente dado fuera de suma nula, y por consiguiente la tensión ha sido forzosamente continua.
Así pues, ha encontrado una expresión continua
en la competencia por el poder político dentro de
los diversos Estados.
Sin embargo, dado que, como sabemos, el proceso de la acumulación de capital ha llevado a su
concentración en algunas zonas geográficas, dado
que el intercambio desigual que explica esto ha sido posible gracias a la existencia de un sistema
interestatal que contiene una jerarquía de Estados, y dado que los aparatos de Estado tienen un
poder limitado para alterar el funcionamiento del
sistema, la lucha entre los acumuladores de capital a nivel mundial y los trabajadores a nivel mundial ha encontrado también una clara expresión en
los esfuerzos de diversos grupos por llegar al poder dentro de determinados Estados (más débiles)
a fin de utilizar el poder del Estado contra los
acumuladores de capital situados en los Estados
más fuertes. Siempre que esto ha ocurrido, hemos
tendido a hablar de luchas antiimperialistas. Sin
duda, aquí también la cuestión ha sido a menudo
oscurecida por el hecho de que las líneas internas
de cada uno de los dos Estados implicados no
siempre han coincidido exactamente con el impulso que se encuentra tras la lucha de clases en la
economía-mundo en su conjunto. Algunos acumuladores de capital del Estado más débil y algunos
elementos de los trabajadores en el más fuerte
descubrieron ventajas a corto plazo en definir las
cuestiones políticas en términos puramente nacionales en lugar de definirlas en términos clasenacionales. Pero los grandes impulsos movilizadores de los movimientos «antiimperialistas» no fueron nunca posibles, y por consiguiente rara vez se
alcanzaron ni siquiera objetivos limitados, salvo
que el contenido de clase de la lucha estuviera pre-
La lucha por los beneficios
53
senté y fuera usado, al menos implícitamente, como tema ideológico.
Hemos observado también que el proceso de
formación de grupos étnicos estuvo estrechamente unido al de formación de la fuerza de trabajo
en determinados Estados, sirviendo como código
aproximado de posición en las estructuras económicas. Por consiguiente, siempre que esto se ha
producido de forma más agudizada o cuando las
circunstancias han ejercido una presión más fuerte a corto plazo sobre la supervivencia, los conflictos entre los acumuladores de capital y los sectores más oprimidos de la fuerza de trabajo han
tendido a tomar la forma de luchas lingüístico racial-culturales, dado que estos elementos de descripción están en estrecha correlación con la pertenencia a una clase. Allí donde esto ha ocurrido
y siempre que esto ha ocurrido, hemos tendido a
hablar de luchas étnicas o nacionalistas. Sin embargo, exactamente igual que en el caso de las luchas antiimperialistas, estas luchas rara vez han
tenido éxito, a menos que pudieran movilizar los
sentimientos que surgían de la lucha de clases
subyacente por la apropiación del excedente producido dentro del sistema capitalista.
Sin embargo, si sólo prestamos atención a la
lucha de clases, porque es a la vez obvia y fundamental, perderemos de vista otra lucha política
que ha absorbido al menos tanto tiempo y energía
como aquélla en el capitalismo histórico. Porque
el sistema capitalista es un sistema que ha enfrentado a unos con otros a todos los acumuladores
de capital. Dado que el modo por el cual se lleva
a cabo la acumulación incesante de capital es el
de realizar ganancias a partir de una actividad
económica, frente a los esfuerzos de otros competidores, ningún empresario individual ha podido
jamás ser otra cosa que el voluble aliado de otros
54
Immanuel Wallerstein
empresarios, so pena de ser eliminado de la escena
competitiva por completo.
Empresario contra empresario, sector económico contra sector económico, empresarios de un
Estado o grupo étnico contra empresarios de otro:
la lucha ha sido incesante por definición. Y esta
lucha incesante ha asumido constantemente una
forma política, precisamente por el papel central
de los Estados en la acumulación de capital. Algunas veces, estas luchas dentro de los Estados
han sido simplemente luchas entre el personal de
los aparatos de Estado y en torno a una política
de Estado a corto plazo. Otras veces, sin embargo,
han sido luchas en torno a cuestiones «constitucionales» más amplias que determinan las reglas que
rigen la dirección de las luchas a más corto plazo
y, por tanto, la probabilidad de que prevalezca
una u otra facción. Siempre que estas luchas han
sido «constitucionales» por naturaleza, han requerido una mayor movilización ideológica. En estos
casos, se oye hablar de «revoluciones» y «grandes
reformas» y al bando perdedor se le cuelgan a menudo etiquetas ignominiosas (pero analíticamente
inadecuadas). En la medida en que las luchas políticas, pongamos por caso por la «democracia» o
la «libertad» contra el «feudalismo» o la «tradición», no han sido luchas de la clase obrera contra
el capitalismo, han sido esencialmente luchas entre los acumuladores de capital por la acumulación de capital. Tales luchas no han sido el triunfo de una burguesía «progresista» contra unos estratos reaccionarios, sino luchas xníraburguesas.
Por supuesto, el uso de consignas ideológicas
«universalizadoras» acerca del progreso ha sido
útil desde el punto de vista político. Ha sido una
forma de asociar la movilización de la lucha de
clases a uno de los bandos en las luchas entre
acumuladores. Pero esta ventaja ideológica ha resultado a menudo un arma de dos filos que ha
La lucha por los beneficios
55
desencadenado pasiones y ha debilitado las restricciones represivas de la lucha de clases. Este ha
sido, por supuesto, uno de los dilemas constantes
de los acumuladores de capital en el capitalismo
histórico. Se han visto obligados por el funcionamiento del sistema a actuar con solidaridad de
clase entre sí frente a los esfuerzos de los trabajadores por imponer unos intereses contrarios, y
simultáneamente a luchar sin cesar entre sí tanto
en el terreno económico como en el político. Esto
es exactamente lo que entendemos por contradicción dentro del sistema.
Muchos analistas, al advertir que hay luchas distintas de las luchas de clases que absorben buena
parte de las energías políticas gastadas en total,
han llegado a la conclusión de que el análisis de
clase es de dudosa utilidad para comprender la lucha política. Esta es una curiosa inferencia. Parecería más sensato llegar a la conclusión de que
estas luchas políticas que no tienen una base de
clase, es decir, las luchas entre acumuladores por
conseguir una ventaja política, son prueba de una
grave debilidad política estructural dentro de la
clase de los acumuladores en su actual lucha de
clases a nivel mundial.
Estas luchas políticas pueden ser redefinidas
como luchas por configurar las estructuras institucionales de la economía-mundo capitalista a fin
de construir el tipo de mercado mundial cuyo funcionamiento beneficie automáticamente a determinados actores económicos. El «mercado» capitalista no ha sido nunca algo dado y menos aún una
constante. Ha sido una creación regularmente
reelaborada y ajustada.
En cualquier momento dado, el «mercado» ha
representado un conjunto de reglas o restricciones resultantes de la compleja interacción de cuatro importantes conjuntos de instituciones: los
múltiples Estados vinculados en un sistema interés-
56
Immanuel Waüersíein
tataí; las múltiples «naciones», ya sean plenamente reconocidas o luchen por esta definición pública (incluyendo como subnaciones a los «grupos
étnicos»), en difícil e incierta relación con los Estados; las clases, con un perfil ocupacional en
evolución y grados oscilantes de conciencia; y las
unidades con unos ingresos comunes que participan en una unidad doméstica común y combinan
a múltiples personas que participan en múltiples
formas de trabajo y obtienen ingresos de múltiples fuentes, en difícil relación con las clases.
En esta constelación de fuerzas institucionales
no había estrellas polares. No había entidades «primordiales» que tendieran a prevalecer sobre las
formas institucionales por las que presionaban los
acumuladores de capital en tándem con, y en oposición a, la lucha de los trabajadores para resistirse a la apropiación de su producto económico.
Los límites de cada una de las variantes de una
forma institucional, los «derechos» que legalmente y de jacto podía reinvidicar, variaban sustancialmente de una zona a otra de la economía-mundo tanto a lo largo del tiempo cíclico como del
secular. Si la cabeza del analista cuidadoso da
vueltas al contemplar esta vorágine institucional,
puede mantener el rumbo recordando que en el
capitalismo histórico los acumuladores no han tenido objeto más elevado que fomentar la acumulación y que los trabajadores no han podido tener
por tanto objeto más elevado que sobrevivir y reducir su carga. Una vez recordado esto, se puede
entender muy bien la historia política del mundo
moderno.
En particular, se puede comenzar a apreciar en
su complejidad las posiciones perifrásticas y a
menudo paradójicas o contradictorias de los movimientos antisistémicos que han surgido eri el
capitalismo histórico. Comencemos con el dilema
más elemental de todos. El capitalismo histórico
La lucha por los beneficios
57
ha operado dentro de una economía-mundo, pero
no dentro de un Estado-mundo. Muy al contrario.
Como hemos visto, las presiones estructurales han
actuado en contra de la construcción de un Estadomundo. Muy al contrario, las presiones estructurales se han opuesto, como hemos visto, a la
construcción de un Estado-mundo. Dentro de este
sistema, hemos subrayado el papel crucial de los
múltiples Estados, a la vez las estructuras políticas más poderosas y sin embargo de limitado
poder. De aquí que la reestructuración de unos
Estados dados representara para los trabajadores
la vía más prometedora para mejorar su posición
y al mismo tiempo una vía de valor limitado.
Debemos comenzar examinando lo que podríamos entender por un movimiento antisistémico.
La palabra movimiento implica algún impulso
colectivo de naturaleza algo más que momentánea. De hecho, en todos los sistemas históricos
conocidos se han producido, por supuesto, protestas o levantamientos de algún modo espontáneos de los trabajadores. Han servido como válvulas de seguridad para la ira contenida; o en ocasiones, de un modo algo más eficaz, como mecanismos que han puesto límites secundarios a procesos de explotación. Pero en términos generales,
la rebelión como técnica sólo ha funcionado en
los márgenes de la autoridad central, en especial
cuando las burocracias centrales estaban en fase
de desintegración.
La estructura del capitalismo histórico cambió
algunos de estos datos. El hecho de que los Estados estuvieran situados en un sistema interestatal
hacía que las repercusiones de las rebeliones o
levantamientos se dejaran sentir, a menudo muy
rápidamente, más allá de los confines de la jurisdicción política inmediata dentro de la cual ocurrían. Las llamadas fuerzas «exteriores» tenían
pues poderosos motivos para acudir en ayuda de
58
lmmani>.el Wallerstein
los aparatos de Estado atacados. Esto hacía más
difíciles las rebeliones. Por otra parte, la intromisión de los acumuladores de capital, y por consiguiente de los aparatos de Estado, en la vida diaria de los trabajadores era mucho más intensa en
general bajo el capitalismo histórico que bajo los
sistemas históricos anteriores. La incesante acumulación de capital llevaba a repetidas presiones
para reestructurar la organización (y la ubicación)
del trabajo, para incrementar la cantidad de trabajo absoluto y para llevar a cabo la reconstrucción psico-social de la fuerza de trabajo. En este
sentido, para la mayor parte de los trabajadores
del mundo, la dislocación, la desarticulación y la
explotación eran aún mayores. Al mismo tiempo,
la dislocación social socavaba los modos conciliadores de socialización. En conjunto, pues, los motivos para rebelarse eran reforzados, a pesar de
que las posibilidades de éxito se veían quizá objetivamente reducidas.
Fue esta tensión suplementaria la que llevó a la
gran innovación en la tecnología de la rebelión que
se desarrolló en el capitalismo histórico. Esta innovación fue el concepto de organización permanente. No es sino en el siglo xix cuando comenzamos a ver cómo se crean unas estructuras históricas continuas y burocratizadas en sus dos grandes variantes históricas: los movimientos obreros
socialistas y los movimientos nacionalistas. Ambos
tipos de movimiento hablaban un lenguaje universal, esencialmente el de la Revolución Francesa:
libertad, igualdad y fraternidad. Ambos tipos de
movimiento se arropaban con la ideología de la
Ilustración: la inevitabilidad del progreso, es decir, la emancipación humana justificada por unos
derechos humanos inherentes. Ambos tipos de movimiento apelaban al futuro frente al pasado, a lo
nuevo frente a lo viejo. Incluso cuando era evo-
La lucha por los beneficios
59
cada la tradición, lo era como la base de un renacimiento.
Cada uno de los dos tipos de movimiento tenía,
bien es cierto, un interés diferente y, por tanto,
en principio, un escenario diferente. Los movimientos obreros socialistas se interesaban por los conflictos entre los trabajadores asalariados, urbanos,
sin tierras (el proletariado) y los propietarios de
las estructuras económicas en las que trabajaban
(la burguesía). Estos movimientos insistían en que
el reparto de recompensas por el trabajo era fundamentalmente desigual, opresivo e injusto. Era
natural que tales movimientos surgieran primero
en aquellas partes de la economía-mundo que tenían una fuerza de trabajo industrial significativa,
y en particular en Europa occidental.
Los movimientos nacionalistas se interesaban
por los conflictos entre los numerosos «pueblos
oprimidos» (definidos en función de unas características lingüísticas y/o religiosas) y los «pueblos» dominantes de una jurisdicción política dada, al tener los primeros muchos menos derechos
políticos, oportunidades económicas y formas legítimas de expresión cultural que los segundos.
Estos movimientos insistían en que el reparto de
«derechos» era fundamentalmente desigual, opresivo e injusto. Era natural que tales movimientos
surgieran primero en aquellas regiones semiperiféricas de la economía-mundo, tales como el Imperio austro-húngaro, donde la distribución desigual de los grupos étnicos nacionales en la jerarquía del reparto del trabajo era más obvia.
En general, hasta hace muy poco, estos dos tipos de movimiento se han considerado a sí mismos muy diferentes entre sí e incluso antagónicos.
Las alianzas entre ellos eran juzgadas tácticas y
temporales. Sin embargo, desde un principio resulta sorprendente hasta qué punto ambos tipos
de movimiento compartían ciertas semejanzas es-
60
Immanuel Wallerstein
tructurales. En primer lugar, tras largos debates,
tanto el movimiento obrero socialista como el nacionalista adoptaron la decisión básica de convertirse en organizaciones y la decisión concurrente
de que su objetivo político más importante era la
toma del poder estatal (aun cuando, en el caso de
algunos movimientos nacionalistas, esto implicara
la creación de nuevas fronteras estatales). En segundo lugar, la decisión sobre la estrategia a seguir —la toma del poder— exigía que estos movimientos movilizaran a las fuerzas populares sobre la base de una ideología contraria al sistema,
esto es, revolucionaria. Estaban en contra del sistema existente —el capitalismo histórico—, construido sobre unas desigualdades estructuradas y
básicas entre capital y trabajo, centro y periferia,
que los movimientos trataban de superar.
Por supuesto, en un sistema desigual hay siempre dos formas en que un grupo de bajo rango
puede tratar de salir de su bajo rango. Puede tratar de reestructurar el sistema de modo que todos
tengan igual rango. O puede tratar simplemente
de desplazarse hacia un rango superior en la distribución desigual. Como sabemos, los movimientos antisistémicos, por mucho que se interesaran
por objetivos igualitarios, siempre incluyeron
elementos cuyo objetivo, inicial o finalmente,
eran tan sólo tener una «movilidad ascendente»
dentro de la jerarquía existente. Los propios movimientos siempre han sido conscientes de esto. Sin
embargo, han tendido a analizar este problema en
términos de motivaciones personales: los puros
de corazón contra los traidores a la causa. Pero
cuando en el análisis los «traidores a la causa»
parecen omnipresentes en todos los ejemplos de
movimientos tal como se han desarrollado históricamente, uno se siente inclinado a buscar explicaciones estructurales y no motivacionales.
La lucha por los beneficios
61
La clave del problema puede estar de hecho en
la decisión estratégica básica de hacer de la toma
del poder estatal el eje de las actividades del movimiento. La estrategia tuvo dos consecuencias
fundamentales. En la fase de movilización, incitó
a todos los movimientos a establecer alianzas tácticas con grupos que en modo alguno eran «antisistémicos» con el fin de alcanzar su objetivo
estratégico. Estas alianzas modificaron la estructura de los propios movimientos antisistémicos, incluso en el estadio de la movilización.
Y lo que es aún más importante, en muchos
casos la estrategia triunfó finalmente. Muchos de
los movimientos consiguieron un poder estatal
parcial o incluso total. Estos movimientos triunfantes se enfrentaron entonces a la realidad de las
limitaciones del poder estatal dentro de la economía-mundo capitalista. Se dieron cuenta de que
el funcionamiento del sistema interestatal los obligaba a ejercer su poder de una forma que modificaba los objetivos «antisistémicos» que eran su
razón de ser.
Esto parece tan obvio que hay que preguntarse
por qué los movimientos basaron su estrategia en
un objetivo aparentemente tan contraproducente.
La respuesta era muy sencilla: dada la estructura
política del capitalismo histórico, no tenían mucha
elección. No parecía haber una estrategia alternativa más prometedora. La toma del poder estatal
prometía al menos cambiar el equilibrio de poder
entre los grupos contendientes. Es decir, la toma
del poder representaba una reforma del sistema.
Las reformas de hecho mejoraban la situación, pero siempre a costa de reforzar también el sistema.
¿Podemos resumir, pues, la labor de los movimientos antisistémicos en el mundo durante ciento cincuenta años simplemente como el reforzamiento del capitalismo histórico a través del
reformismo? No, pero esto se debe a que la poli-
62
Immanuel Wallerstein
tica del capitalismo histórico ha sido algo más
que la política de los diversos Estados. Ha sido
también la política del sistema interestatal. Los
movimientos antisistémicos han existido desde un
principio no sólo a nivel individual, sino también
como un todo colectivo, aunque nunca organizados burocráticamente. (Las múltiples internacionales no han incluido nunca a la totalidad de
estos movimientos.) Un factor clave en la fuerza de cualquier movimiento ha sido siempre la
existencia de otros movimientos.
La existencia de otros movimientos ha proporcionado a cualquier movimiento dado tres tipos de
apoyo. El más obvio es el material: útil, pero tal
vez de mínima importancia. Un segundo apoyo es
el de la diversión. La capacidad de un Estado fuerte de intervenir frente a un movimiento antisistémico situado en un Estado débil, por ejemplo,
ha estado siempre en función de cuántas otras
cosas figuraran en su agenda política inmediata.
Cuanto más ocupado estaba un Estado con un movimiento local, menos capaz era de ocuparse de
un movimiento distante antisistémico. El tercero
y más fundamental de los apoyos es el que se da
al nivel de las mentalidades colectivas. Los movimientos aprendían de los errores de los otros y
eran estimulados por los éxitos tácticos de los
otros. Y los esfuerzos de los movimientos a nivel
mundial afectaban al clima político básico a nivel
mundial: las expectativas, el análisis de las posibilidades.
Cuando estos movimientos crecieron en número, en historia y en éxitos tácticos, parecieron más
fuertes como fenómeno colectivo, y porque parecían más fuertes lo fueron. La mayor fuerza colectiva a nivel mundial sirvió de freno a las tendencias «revisionistas» de los movimientos que tenían
el poder estatal —nada más, pero nada menos,
que eso— y esto tuvo un efecto mayor de debili-
La lucha por los beneficios
63
tamiento de la estabilidad política del capitalismo
histórico que la suma de los efectos de reforzamiento del sistema de la toma del poder estatal
por los sucesivos movimientos individuales.
Finalmente entró en acción otro factor. A medidad que las dos variedades de movimientos antisistémicos se propagaban (los movimientos obreros socialistas desde unos pocos Estados fuertes a todos los demás, y los movimientos nacionalistas desde unas pocas zonas periféricas a
todas las demás), la distinción entre los dos tipos
de movimiento se hacía cada vez más borrosa. Los
movimientos obreros socialistas descubrieron que
los temas nacionalistas eran centrales para sus
esfuerzos de movilización y su ejercicio del poder
estatal. Pero los movimientos nacionalistas descubrieron lo contrario. A fin de movilizar eficazmente y gobernar, tenían que canalizar las preocupaciones de los trabajadores por una reestructuración igualitaria. A medida que los temas comenzaban a superponerse a las formas organizativas
características tendían a desaparecer o a fundirse
en una sola estructura, la fuerza de los movimientos antisistémicos, especialmente como conjunto
colectivo a nivel mundial, se incrementaba espectacularmente.
Uno de los puntos fuertes de los movimientos
antisistémicos es que han llegado al poder en un
gran número de Estados. Esto ha cambiado la
política vigente en el sistema mundial. Pero este
punto fuerte ha sido también su punto débil, dado
que los llamados regímenes posrevolucionarios
continúan funcionando como parte de la división
social del trabajo del capitalismo histórico. Por
tanto, han actuado, queriendo o sin querer, bajo
las implacables presiones de la tendencia a la acumulación incesante de capital. La consecuencia
política a nivel interno ha sido la continuada explotación de los trabajadores, aunque de una for-
64
Immanuel Wallerstein
ma reducida y mejorada en muchos casos. Esto
ha llevado a tensiones internas paralelas a las existentes en Estados que no eran «posrevolucionarios», y esto a su vez ha provocado la aparición
de nuevos movimientos antisistémicos dentro de
estos Estados. La lucha por los beneficios ha proseguido tanto en estos Estados posrevolucionarios como en todas partes, porque, dentro del
marco de la economía-mundo capitalista, los imperativos de la acumulación han operado a lo largo del sistema. Los cambios en las estructuras
estatales han alterado la política de la acumulación, pero todavía no han sido capaces de terminar
con ella.
Inicialmente, dejamos para más tarde las preguntas: ¿hasta qué punto han sido reales los beneficios en el capitalismo histórico? ¿Hasta qué punto ha sido importante el cambio en la calidad de
vida? Ahora debería estar claro que no existe una
respuesta sencilla. «¿Para quién?», deberíamos
preguntar. El capitalismo histórico ha implicado
una creación monumental de bienes materiales,
pero también una polarización monumental de la
recompensa. Muchos se han beneficiado enormemente, pero muchos más han conocido una reducción sustancial de sus ingresos reales totales y de
la calidad de su vida. La polarización ha sido, por
supuesto, también espacial, y de aquí que en algunas áreas haya parecido no existir. Esto también
ha sido la consecuencia de una lucha por los beneficios. La geografía del beneficio ha variado frecuentemente, enmascarando de este modo la realidad de la polarización. Pero en el conjunto de la
zona tiempo-espacio abarcada por el capitalismo
histórico, la acumulación incesante de capital ha
significado el ensanchamiento incesante de la distancia real.
3. LA VERDAD COMO OPIO:
RACIONALIDAD Y RACIONALIZACIÓN
El capitalismo histórico ha sido, como sabemos,
prometeico en sus aspiraciones. Aunque el cambio
científico y tecnológico ha sido una constante de
la actividad histórica humana, sólo ha sido en el
capitalismo histórico donde Prometeo, siempre allí,
ha sido «liberado», como dice David Landes. La
imagen colectiva básica que tenemos ahora de esta
cultura científica del capitalismo histórico es la
de que fue propuesta por unos nobles caballeros
contra la firme resistencia de las fuerzas de la cultura «tradicional» y acientífica. En el siglo xvn
fue Galileo contra la Iglesia; en el xx, el «modernizador» contra el pope. En todo momento se afirmó que se trataba de la «racionalidad» frente a
la «superstición» y de la «libertad» frente a la
«opresión intelectual». Esta oposición se suponía
que era paralela (e incluso idéntica) a la revuelta,
en el terreno de la economía política, del empresario burgués contra el terrateniente aristocrático.
Esta imagen básica de una lucha cultural a nivel mundial ha tenido una premisa oculta, relativa
a la temporalidad. Se suponía que la «modernidad»
era temporalmente nueva, mientras que la «tradición» era temporalmente vieja y anterior a la modernidad; de hecho, en algunas versiones radicales
de esta imagen, la tradición era ahistórica y, por
tanto, virtualmente eterna. Esta premisa era históricamente falsa y por consiguiente fundamentalmente engañosa. Las múltiples culturas, las múltiples «tradiciones» que han florecido dentro de las
fronteras tiempo-espacio del capitalismo histórico,
66
Immanuel Wallerstein
no han sido más primordiales que los múltiples
marcos institucionales. Han sido en gran medida
la creación del mundo moderno, parte de su andamiaje ideológico. Por supuesto, ha habido vínculos entre las diversas «tradiciones» y los grupos
e ideologías anteriores al capitalismo histórico, en
el sentido de que aquéllas a menudo han sido construidas utilizando algunos materiales históricos e
intelectuales ya existentes. Además, la reivindicación de tales vínculos transhistóricos ha desempeñado un importante papel en la cohesión de los
grupos en sus luchas político-económicas dentro
del capitalismo histórico. Pero, si deseamos comprender las formas culturales que adoptan estas
luchas, no podemos permitirnos el lujo de tomar
las «tradiciones» al pie de la letra, y en particular
no podemos permitirnos el lujo de suponer que
las «tradiciones» son de hecho tradicionales.
Fue en beneficio de quienes deseaban facilitar
la acumulación de capital como se crearon las
fuerzas de trabajo en los lugares adecuados y al
nivel más bajo posible de remuneración. Hemos
analizado ya cómo la remuneración inferior de las
actividades económicas periféricas de la economíamundo fue posible gracias a la creación de unidades domésticas en las que el trabajo asalariado
desempeñaba un papel secundario como fuente de
ingresos. Una de las formas en que tales unidades
fueron «creadas», es decir, presionadas para que
se estructuraran, fue la «etnización» de la vida comunitaria en el capitalismo histórico. Lo que entendemos por «grupos étnicos» son los grupos considerables de personas a las que estaban reservados ciertos papeles ocupacionales/económicos
en relación con otros grupos de este tipo que vivían en las proximidades geográficas. La simbolización externa de este reparto de la fuerza de trabajo era la «cultura» distintiva del grupo étnico:
su religión, su lenguaje, sus «valores», su conjunto
Racionalidad y racionalización
67
particular de normas de comportamiento cotidiano.
Por supuesto, con esto no quiero decir que hubiera algo así como un sistema perfecto de castas
en el capitalismo histórico. Pero, siempre que consideremos unas categorías ocupacionales lo suficientemente amplias, sugiero que hay, y siempre
ha habido, una correlación bastante estrecha entre
etnia y papel ocupacional/económico en las diversas zonas tiempo-espacio del capitalismo histórico.
Y también sugiero que estos repartos de la fuerza
de trabajo han variado con el tiempo, y que, a medida que variaban, variaba también la etnia por lo
que respecta a las fronteras y los rasgos culturales que definen el grupo, y que apenas existe correlación entre el actual reparto étnico de la fuerza de trabajo y los modelos de los supuestos antecesores de los actuales grupos étnicos en los períodos anteriores al capitalismo histórico.
La etnización de la fuerza de trabajo mundial
ha tenido tres consecuencias principales que han
sido importantes para el funcionamiento de la economía-mundo. Ante todo, ha hecho posible la reproducción de la fuerza de trabajo, no en el sentido de proporcionar ingresos suficientes para la
supervivencia de los grupos, sino en el sentido de
proporcionar suficientes trabajadores de cada categoría a los niveles de expectativas de ingresos
apropiados en términos tanto de las cantidades totales como de las formas que tomarían los ingresos de la unidad doméstica. Además, precisamente porque la mano de obra estaba etnizada, su reparto era flexible. La movilidad ocupacional y geográfica a gran escala ha sido facilitada, y no dificultada, por la etnia. Bajo la presión de unas condiciones económicas cambiantes, todo lo que se necesitaba para cambiar el reparto de la fuerza de
trabajo era que algunos individuos emprendedores tomaran la iniciativa en el reajuste ocupacio-
68
Immanuel Wallerstein
nal o geográfico y fueran recompensados por ello:
esto ejercía rápidamente un efecto natural de
«atracción» sobre otros miembros del grupo étnico
para modificar su ubicación en la economía-mundo.
En segundo lugar, la etnización ha proporcionado un mecanismo incorporado de formación de la
mano de obra, asegurando que una buena parte de
la socialización en tareas ocupacionales se realizara
dentro del marco de unas unidades domésticas étnicamente definidas y no a costa de los que emplean mano de obra asalariada o de los Estados.
En tercer lugar —y lo que es probablemente
más importante— la etnización ha consolidado la
jerarquía de los papeles ocupacionales/económicos, proporcionando un fácil código para la distribución de la renta global, revestida de la legitimación de la «tradición».
Ha sido esta tercera consecuencia la que ha sido
estudiada con más detalle y la que ha formado
uno de los pilares más significativos del capitalismo histórico: el racismo institucional. Lo que entendemos por racismo tiene poco que ver con la
xenofobia que existió en diversos sistemas históricos anteriores. La xenofobia era, literalmente,
miedo al «extranjero». El racismo dentro del capitalismo histórico no tuvo nada que ver con los
«extranjeros». Muy al contrario. El racismo fue el
modo por el cual diversos sectores de la fuerza de
trabajo dentro de la misma estructura económica
fueron obligados a relacionarse entre sí. El racismo
fue la justificación ideológica de la jerarquización
de la fuerza de trabajo y de la distribución sumamente desigual de sus recompensas. Lo que entendemos por racismo es un conjunto de enunciados ideológicos combinado con un conjunto de prácticas continuadas cuya consecuencia ha sido el
mantenimiento de una fuerte correlación entre etnia y reparto de la fuerza de trabajo a lo largo del
tiempo. Los enunciados ideológicos han asumido
Racionalidad y racionalización
69
la forma de alegaciones de que los rasgos genéticos y/o «culturales» duraderos de los diversos grupos son la principal causa del reparto diferencial
de las posiciones en las estructuras económicas.
Sin embargo, la creencia de que ciertos grupos
eran «superiores» a otros por lo que se refiere a
ciertas características importantes para el rendimiento en el terreno económico ha aparecido siempre antes, y no después, de la ubicación de estos
grupos en la fuerza de trabajo. El racismo ha sido
siempre post hoc. Se ha afirmado que aquéllos que
están económica y políticamente oprimidos son
culturalmente «inferiores». Si, por alguna razón,
cambiara la ubicación en la jerarquía económica,
la ubicación en la jerarquía social tendería a seguir su ejemplo (con un cierto desfase, sin duda,
dado que siempre se tarda una generación o dos
en erradicar los efectos de una socialización anterior).
El racismo ha servido como ideología global para justificar la desigualdad. Pero ha sido mucho
más. Ha servido para socializar a los grupos en su
propio papel dentro de la economía. Las actitudes inculcadas (los prejuicios, el comportamiento
abiertamente discriminatorio en la vida cotidiana)
han servido para establecer el marco del comportamiento legítimo y apropiado para uno mismo y
para los demás en su unidad doméstica y su grupo
étnico. El racismo, como el sexismo, ha funcionado como ideología autorrepresiva, modelando
las expectativas y limitándolas.
El racismo no sólo ha sido autorrepresivo; ha
sido también opresivo. Ha servido para mantener
a raya a los grupos de rango inferior y para utilizar a los grupos de rango intermedio como soldados sin sueldo del sistema policial mundial. De esta
forma, no sólo se han reducido significativamente
los costes financieros de las estructuras políticas,
sino que se ha hecho más difícil para los grupos
70
Immannel Wallerstein
antisistémicos movilizar a amplias masas de la población, dado que el racismo ha enfrentado estructuralmente a víctimas contra víctimas.
El racismo no ha sido un fenómeno sencillo. Ha
habido, en cierto sentido, una línea de falla básica
a nivel mundial que ha determinado el estatus relativo en el sistema mundial en su conjunto: se
trata de la línea de «color». Lo «blanco», lo propio
del estrato superior, no ha sido por supuesto un
fenómeno fisiológico, sino social, como lo evidencia la posición históricamente cambiante a nivel
mundial (y nacional), de acuerdo con «líneas de
color» socialmente definidas, de grupos tales como
los europeos meridionales, los árabes, los mestizos
latinoamericanos y los asiáticos orientales.
El color (o la fisiología) ha sido una etiqueta
fácil de utilizar, ya que es intrínsecamente difícil
de disfrazar, y ha sido utilizada en la medida en
que ha resultado históricamente conveniente, dados los orígenes del capitalismo histórico en Europa. Pero cuando no ha resultado conveniente ha
sido descartada o modificada en favor de otras
características identificadoras. En muchos lugares, los conjuntos de características identificadoras han sido, pues, muy complejos. Cuando se considera el hecho adicional de que la división social
del trabajo ha evolucionado constantemente, la
identificación étnica/racial se convierte en una base muy poco sólida para determinar las fronteras
de los grupos sociales existentes. Los grupos van
y vienen y cambian su autodefinición con considerable facilidad (y son percibidos por los otros
como dotados de diferentes fronteras con igual facilidad). Pero la volatilidad de las fronteras de un
grupo dado no es incompatible con la persistencia
de una jerarquía global de grupos, es decir, la etnización de la fuerza de trabajo mundial, y de hecho probablemente sea una función de ella.
Racionalidad y racionalización
71
El racismo ha sido, pues, un pilar cultural del
capitalismo histórico. Su vacuidad intelectual no
le ha impedido cometer terribles crueldades. No
obstante, dado el auge de los movimientos antisistémicos en el mundo en los últimos cincuenta o cien años, recientemente ha sido objeto de
duros ataques. De hecho hoy en día el racismo,
en sus variantes más burdas, está sufriendo una
cierta deslegitimación a nivel mundial. El racismo,
sin embargo, no ha sido el único pilar ideológico
del capitalismo histórico. El racismo ha sido de
la mayor importancia para la construcción y la
reproducción de las fuerzas de trabajo adecuadas.
Su reproducción, sin embargo, ha sido insuficiente para permitir la acumulación incesante de capital. No se podía esperar que las fuerzas de trabajo actuaran eficaz y continuamente a menos que
fueran dirigidas por cuadros. Los cuadros también
tenían que ser creados, socializados y reproducidos. La ideología primaria que ha operado para
crear, socializar y reproducir estos cuadros no ha
sido la ideología del racismo. Ha sido la del universalismo.
El universalismo es una epistemología. Es un
conjunto de creencias acerca de lo que se puede
conocer y de cómo se puede conocer. La esencia
de esta tesis es que existen enunciados generales
significativos acerca del mundo —el mundo físico,
el mundo social— que son verdaderos universal y
permanentemente, y que el objeto de la ciencia es
la búsqueda de estos enunciados generales de una
forma que elimine todos los llamados elementos
subjetivos, es decir, todos los elementos históricamente determinados, de su formulación.
La creencia en el universalismo ha sido la piedra angular del arco ideológico del capitalismo
histórico. El universalismo es una fe tanto como
una epistemología. No sólo requiere respeto, sino
también veneración por el fenómeno escurridizo
72
Immanuel Wallerstein
pero supuestamente real de la verdad. Las universidades han sido a la vez los talleres de la ideología
y los templos de la fe. Harvard luce en su escudo
el lema Veritas. Aunque siempre se ha afirmado
que nunca se podría conocer la verdad de forma
definitiva —esto es lo que se supone que distingue
a la ciencia moderna de la teología medieval occidental— también se ha afirmado constantemente
que la búsqueda de la verdad era la razón de ser
de la universidad, y más generalmente de toda actividad intelectual. Keats, para justificar el arte,
decía que «la verdad es la belleza, la belleza es la
verdad». En los Estados Unidos, una de las justificaciones políticas de las libertades civiles más utilizadas es que la verdad sólo puede ser conocida
como resultado de la interacción que tiene lugar
en el «mercado libre de ideas».
La verdad, como ideal cultural, ha funcionado
como un opio, tal vez el único opio serio del mundo moderno. Karl Marx decía que la religión era
el opio del pueblo. Raymond Aron replicaba que
las ideas marxistas eran el opio de los intelectuales. En ambas pullas polémicas hay una dosis de
perspicacia. Pero, ¿es la perspicacia la verdad?
Me gustaría sugerir que tal vez la verdad haya
sido el opio real, tanto del pueblo como de los intelectuales. El opio, sin duda, no es indefectiblemente malo. Calma el dolor. Permite a la gente
evadirse de la dura realidad cuando teme que la
confrontación con esa realidad sólo pueda precipitar las inevitables pérdidas o decadencias. Pero, no
obstante, la mayoría de nosotros no recomendamos
el opio. Ni Marx ni Raymond Aron lo hicieron.
En la mayoría de los países y para la mayoría de
los fines, el opio es ilegal.
Nuestra educación colectiva nos ha enseñado
que la búsqueda de la verdad es una virtud desinteresada, cuando de hecho es una racionalización
interesada. La búsqueda de la verdad, proclama-
Racionalidad y racionalización
73
da como la piedra angular del progreso y, por tanto, del bienestar, ha estado, como mínimo, en consonancia con el mantenimiento de una estructura
social jerárquica y desigual en una serie de aspectos específicos. Los procesos que implicó la expansión de la economía-mundo capitalista —la periferización de las estructuras económicas, la creación
de estructuras estatales débiles que participaran
en el sistema interestatal y estuvieran limitadas
por él— llevaron consigo una serie de presiones
al nivel cultural: proselitización cristiana, imposición de un lenguaje europeo, instrucción en tecnologías y costumbres específicas, cambios en los
códigos legales. Muchos de estos cambios fueron
llevados a cabo manu militari. Otros fueron conseguidos mediante la persuasión de los «educadores», cuya autoridad estaba respaldada en última
instancia por la fuerza militar. Este complejo de
procesos, al que llamamos a veces «occidentalización» o, aún más arrogantemente, «modernización»,
fue legitimado por la deseabilidad de compartir
tanto los frutos como la fe en la ideología del
universalismo.
Tras estos cambios culturales forzosos se ocultaban dos motivos principales. Uno de ellos era
la eficiencia económica. Si de unas determinadas
personas se esperaba que se comportaran de determinada manera en el terreno económico, era
eficiente tanto enseñarles las normas culturas requeridas como erradicar las normas culturales rivales. El segundo era la seguridad política. Se
creía que si las llamadas élites de las áreas periféricas se «occidentalizaran», se las apartaría de sus
«masas» y por consiguiente serían menos proclives a la revuelta, y ciertamente menos capaces de
organizar a sus seguidores en una revuelta. Esto
resultó ser un error de cálculo monumental, pero
era plausible y durante un tiempo funcionó. (Un
tercer motivo fue la hybris por parte de los con4
74
Immanuel Wallerstein
quistadores. No la descarto, pero no es necesario
invocarla para explicar las presiones culturales,
que habrían sido igualmente grandes en su ausencia).
Mientras que el racismo servía como mecanismo
de control de los productores directos a escala
mundial, el universalismo servía para dirigir las
actividades de la burguesía de otros Estados y
de diversas capas medias a escala mundial hacia
unos cauces que maximizaran la integración de
los procesos de producción y el buen funcionamiento del sistema interestatal, facilitando con ello
la acumulación de capital. Esto requería la creación de un marco cultural burgués a escala mundial que pudiera ser injertado en las variantes «nacionales». Esto era especialmente importante para
la ciencia y la tecnología, pero también en el ámbito de las ideas políticas y las ciencias sociales.
El concepto de una cultura «universal» neutral
a la que serían «asimilados» los cuadros de la división mundial del trabajo (la voz pasiva es aquí
importante) pasó, pues, a ser uno de los pilares
del sistema mundial a medida que éste evolucionaba históricamente. La exaltación del progreso, y
más tarde de la «modernización», resumía este
conjunto de ideas, que servían menos como verdaderas normas de acción social que como símbolos de un estatus de obediencia y participación en
las capas superiores del mundo. La ruptura con las
bases religiosas del conocimiento, supuestamente
limitadas desde el punto de vista cultural, en favor de unas bases científicas supuestamente transculturales sirvió como autojustificación de una
forma de imperialismo cultural especialmente perniciosa. Dominó en nombre de la liberación intelectual; se impuso en nombre del escepticismo.
El proceso de racionalización, central para el capitalismo, ha requerido la creación de una capa
intermedia que incluye a los especialistas de esta
Racionalidad y racionalización
75
racionalización, tales como administradores, técnicos, científicos y educadores. La misma complejidad no sólo de la tecnología, sino también del
sistema social ha hecho esencial que esta capa
sea amplia y se expanda con el tiempo. Los fondos utilizados para sustentarla han sido obtenidos
del excedente global, tal como es extraído a través
de empresarios y Estados. En este sentido elemental, pero fundamental, estos cuadros han formado
parte de la burguesía cuya pretensión de participar en el reparto del excedente ha recibido una
determinada y precisa forma ideológica con el concepto de capital humano en el siglo xx. Al tener
relativamente poco capital real que transmitir como herencia de su unidad doméstica, estos cuadros han tratado de garantizar la sucesión asegurando a sus hijos un acceso preferencial a los canales educativos que garantizan la posición. Este
acceso preferencial ha sido convenientemente presentado como un logro, supuestamente legitimado
por una «igualdad de oportunidades» estrictamente definida.
La cultura científica se convirtió así en el código fraternal de los acumuladores de capital de
todo el mundo. En primer lugar, sirvió para justificar tanto sus propias actividades como las recompensas diferenciales de las que se beneficiaban. Promovió la innovación tecnológica. Legitimó
la rigurosa supresión de las barreras a la expansión de las eficiencias productivas. Generó una
forma de progreso que sería beneficiosa para todos: si no de inmediato, a la larga.
La cultura científica fue, sin embargo, algo más
que una mera racionalización. Fue una forma de
socialización de los diversos elementos que eran
los cuadros de todas las estructuras institucionales necesarias. Como lenguaje común a los cuadros, pero no directamente a la fuerza de trabajo,
se convirtió también en un instrumento de cohe-
76
Immanuel Waüerstein
sión de clase para la capa superior que limitaba
las perspectivas o la extensión de la actividad rebelde por parte de los cuadros susceptibles de caer
en esa tentación. Además, era un mecanismo flexible para la reproducción de esos cuadros. Se
ajustaba al concepto conocido hoy como «meritocracia», y anteriormente como «la corriere ouverte
aux talents». La cultura científica creó un marco
dentro del cual era posible la movilidad individual
sin que el reparto jerárquico de la fuerza de trabajo se viera amenazado. Por el contrario, la meritocracia reforzó la jerarquía. Finalmente, la
meritocracia como operación y la cultura científica como ideología crearon velos que dificultaron
la percepción de las operaciones subyacentes del
capitalismo histórico. El gran énfasis en la racionalidad de la actividad científica fue la máscara
de la irracionalidad de la acumulación incesante.
Universalismo y racismo pueden parecer a primera vista extraños compañeros de cama, cuando no doctrinas virtualmente antitéticas: el uno
abierto, el otro cerrado; el uno nivelador, el otro
polarizador; el uno que invita al discurso racional,
el otro que encarna el prejuicio. Sin embargo, dado que estas doctrinas se han difundido y han
prevalecido conjuntamente con la evolución del
capitalismo histórico, deberíamos examinar más
detenidamente las formas en que han podido ser
compatibles.
Hubo un impedimento para el universalismo.
No se abrió camino como una ideología flotante,
sino como una ideología propagada por quienes
tenían el poder económico y político en el sistema
mundial del capitalismo histórico. El universalismo fue ofrecido al mundo como un regalo de los
poderosos a los débiles. Timeo Dañaos et dona ferentes! El regalo encerraba el racismo, porque daba al receptor dos opciones: aceptar el regalo, reconociendo con ello que estaba en un lugar infe-
Racionalidad y racionalización
77
rior de la jerarquía de sabiduría adquirida, o rechazar el regalo, negándose con ello a sí mismo
armas que podrían invertir la situación de poder
real desigual.
No es extraño que incluso los cuadros que estaban siendo cooptados al privilegio se mostraran
profundamente ambivalentes con respecto al mensaje del universalismo, vacilando entre un discipulado entusiasta y un rechazo cultural provocado
por la repugnancia hacia los supuestos racistas.
Esta ambivalencia se expresó en los múltiples movimientos de «renacimiento» cultural. La misma
palabra renacimiento, que fue ampliamente utilizada en muchas zonas del mundo, encarnaba la
ambivalencia. Al hablar de renacimiento se afirmaba una era de gloria cultural anterior, pero también se reconocía una inferioridad cultural a partir de aquel momento. La misma palabra renacimiento fue copiada de la historia cultural específica de Europa.
Se podría pensar que la fuerza de trabajo mundial fue más inmune a esta ambivalencia, al no
haber sido invitada nunca a comer en la mesa del
señor.•. Sin embargo, en realidad las expresiones
políticas de la fuerza de trabajo mundial, los movimientos antisistémicos, han estado también profundamente impregnados de esa misma ambivalencia. Los movimientos antisistémicos, como ya
hemos señalado, revistieron la ideología de la
Ilustración, que era a su vez un producto de la
ideología universalista. Por consiguiente, cayeron
en la trampa cultural en la que han permanecido
desde entonces, tratando de socavar el capitalismo
histórico, utilizando estrategias y fijando objetivos
a medio plazo que derivaban de las mismas «ideas
de las clases dominantes» a las que trataban de
destruir.
La variante socialista de los movimientos antisistémicos estuvo desde un principio compróme-
78
Immanuel Wallerstein
tida con el progreso científico. Marx, deseoso
de distinguirse de los otros a los que denunciab a como «utópicos», afirmó que abogaba por el
«socialismo científico». Sus escritos hicieron hincapié en los aspectos en los que el capitalismo
era «progresista». La tesis de que el socialismo
llegaría primero en los países más «avanzados»
sugería un proceso por el cual el socialismo surgiría de un mayor avance del capitalismo (y como
reacción a éste). La revolución socialista emularía, pues, a la «revolución burguesa» y vendría
después de ella. Algunos teóricos posteriores argumentaron incluso que el deber de los socialistas
era, por tanto, tomar parte en la revolución burguesa en aquellos países donde todavía no se había producido.
Las posteriores diferencias entre la II y la III
Internacional no implicaron un desacuerdo en torno a esta epistemología, que ambas compartían.
De hecho, tanto los socialdemócratas como los comunistas en el poder han tendido a dar una gran
prioridad al mayor desarrollo de los medios de
producción. La consigna de Lenin, «comunismo es
igual a socialismo más electricidad», cuelga todavía en enormes banderas en las calles de Moscú.
En la medida en que estos movimientos, una vez
en el poder —lo mismo socialdemócratas que comunistas—, llevaron a la práctica las consignas
estalinistas del «socialismo en un solo país», fomentaron necesariamente el proceso de mercantilización de todas las cosas que tan esencial ha sido para la acumulación global de capital. En la
medida en que se mantuvieron dentro del sistema
interestatal —y de hecho lucharon por mantenerse dentro de él frente a los intentos de desolojarlos— aceptaron y favorecieron la realidad a escala mundial de la dominación de la ley del valor.
El «socialista» se parecía sospechosamente al taylorista desbocado.
Racionalidad y racionalización
19
Ha habido por supuesto ideologías «socialistas»
que han pretendido rechazar el universalismo de
la Ilustración y han abogado por diversas variantes «indígenas» de socialismo para las zonas periféricas de la economía-mundo. En la medida en
que estas formulaciones eran algo más que mera
retórica, parecían ser intentos de jacto de utilizar
como unidad de base de los procesos de mercantilización no las nuevas unidades domésticas que
comparten diversos ingresos, sino entidades comunales mayores que eran, según se decía, más «tradicionales». En general, estos intentos, cuando
fueron serios, resultaron inútiles. En cualquier
caso, la corriente principal de los movimientos socialistas mundiales tendió a denunciar estos intentos como formas no socialistas de un nacionalismo cultural retrógrado.
A primera vista, la variante nacionalista de los
movimientos antisistémicos, por el carácter central de sus temas separatistas, parecía menos proclive a la ideología del universalismo. Un examen más detenido desmiente, sin embargo, esta
impresión. Ciertamente, el nacionalismo tenía, de
modo inevitable, un componente cultural en cuanto determinados movimientos abogaban por el refuerzo de las «tradiciones» nacionales, un lenguaje nacional, a menudo una herencia religiosa.
Pero, ¿era el nacionalismo cultural una resistencia
cultural a las presiones de los acumuladores de
capital? De hecho, dos importantes elementos del
nacionalismo cultural se movían en direcciones
opuestas a esto. En primer lugar, la unidad elegida
como vehículo para contener la cultura tendía a ser
el Estado, que era miembro del sistema interestatal. La mayoría de las veces era este Estado el que
estaba investido de una cultura «nacional». Prácticamente en todos los casos, esto implicaba una
distorsión de la continuidad cultural, con frecuencia muy grave. En casi todos los casos, la aser-
80
Immanuel Wallerstein
ción de una cultura nacional encerrada en un Estado implicaba inevitablemente tanto la supresión
de la continuidad como su reaserción. En todos
los casos, reforzaba las estructuras estatales, y por
consiguiente el sistema interestatal y el capitalismo histórico como sistema mundial.
En segundo lugar, un examen comparativo de
las reaserciones culturales en todos estos Estados
pone de manifiesto que aunque variaban de forma tendían a ser idénticas de contenido. Los morfemas de los lenguajes diferían, pero los vocabularios comenzaban a converger. Los rituales y las
teologías de las religiones del mundo podrían haber sido reforzados, pero comenzaron a ser menos
diferentes en su contenido real que hasta entonces. Y los antecedentes de la cientificidad fueron
redescubiertos bajo muchos nombres diferentes.
En resumen, buena parte del nacionalismo cultural ha sido una charada gigantesca. Más que eso:
el nacionalismo cultural, como la «cultura socialista», ha sido a menudo un importante puntal de la
ideología universalista del mundo moderno, suministrándosela a la fuerza de trabajo mundial en
la forma que le resultaba más aceptable. En este
sentido, los movimientos antisistémicos han servido a menudo de intermediarios culturales entre los poderosos y los débiles, lo que ha enturbiado sus fuentes más profundas de resistencia
en lugar de volverlas cristalinas.
Las contradicciones inherentes a la estrategia
de tomar el poder de los movimientos antisistémicos, combinadas con su aceptación tácita de
la epistemología universalista, han tenido graves
consecuencias para estos movimientos. Han tenido que enfrentarse cada vez más al fenómeno
del desencanto, al que su principal respuesta ideológica ha sido la reafirmación de la justificación
central del capitalismo histórico: el carácter automático e inevitable del progreso, o, como ahora se
Racionalidad y racionalización
81
dice en la URSS, la «revolución científico-tecnológica».
Desde el siglo xx, y con creciente vehemencia
desde la década de 1960, el tema del «proyecto civilizacional», como gusta llamarlo Anuar Abdel-Malek, ha comenzado a cobrar fuerza. Mientras que
para muchos el nuevo lenguaje de las «alternativas endógenas» ha servido meramente como variante verbal de los antiguos temas universalizadores del nacionalismo cultural, para otros el tema encierra un contenido epistemológico genuinamente nuevo. El «proyecto civilizacional» ha
reabierto la cuestión de si existen realmente las
verdades transhistóricas. Una forma de verdad que
refleja la realidad del poder y los imperativos económicos del capitalismo histórico ha florecido e
impregnado el globo. Esto es cierto, como hemos
visto. Pero, ¿hasta qué punto esta forma de verdad arroja luz sobre el proceso de decadencia de
este sistema histórico o sobre la existencia de alternativas históricas reales a un sistema histórico
basado en la incesante acumulación de capital?
Esta es la cuestión.
Esta forma más nueva de resistencia cultural
fundamental tiene una base material. Las sucesivas movilizaciones de los movimientos antisistémicos en el mundo han reclutado con el tiempo
un número creciente de elementos económica y
políticamente más marginales para el funcionamiento del sistema y menos susceptibles de beneficiarse, aun eventualmente, del excedente acumulado. Al mismo tiempo, las sucesivas desmitificaciones de estos movimientos han socavado la
reproducción de la ideología universalista dentro
de ellos, y los movimientos han comenzado así
a abrirse a un número mayor de estos elementos
que han cuestionado cada vez más sus premisas.
En comparación con el perfil de los participantes
en los movimientos antisistémicos en el mundo
82
Immanuel Wallerstein
de 1850 a 1950, su perfil a partir de 1950 incluía
más habitantes de zonas periféricas, más mujeres,
más miembros de grupos «minoritarios» (independientemente de su definición) y más trabajadores
del extremo menos cualificado y peor pagado de
la escala. Esto sucedía tanto en el mundo en general como dentro de cada uno de los Estados,
tanto en la base como en la dirección. Este cambio
en la base social no podría dejar de alterar las
preferencias culturales e ideológicas de los movimientos antisistémicos en el mundo.
Hasta ahora he tratado de describir cómo el
capitalismo ha operado de hecho en cuanto sistema histórico. Sin embargo, los sistemas históricos son sólo eso: históricos. Nacen y finalmente
mueren como consecuencia de unos procesos internos en los que la exacerbación de las contradicciones internas lleva a una crisis estructural. Las
crisis estructurales son masivas, no pasajeras. Solucionarlas lleva su tiempo. El capitalismo histórico entró en su crisis estructural a comienzos del
siglo xx y probablemente verá su defunción como
sistema histórico en algún momento del próximo
siglo. Es arriesgado predecir qué vendrá después.
Lo que sí podemos hacer ahora es analizar las dimensiones de la propia crisis estructural y tratar
de percibir las direcciones en las que nos lleva
esta crisis del sistema.
El primer aspecto, y probablemente el más fundamental de esta crisis, es que ahora estamos cerca de la mercantilización de todas las cosas. Es
decir, el capitalismo histórico está en crisis precisamente porque, al perseguir la acumulación incesante de capital, está comenzando a aproximarse a ese estado que según Adam Smith era «natural» al hombre, pero que nunca ha existido históricamente. La «propensión [de la humanidad] a
trocar, permutar e intercambiar una cosa por otra»
ha entrado en terrenos y zonas hasta ahora intac-
Racionalidad y racionalización
83
tos, y la presión en favor de la expansión de la
mercantilización es relativamente incontrolada.
Marx hablaba del mercado como un «velo» que
ocultaba las relaciones sociales de producción.
Esto sólo era cierto en el sentido de que, en comparación con la apropiación local y directa del excedente, la apropiación indirecta del excedente, a
través del mercado (y por consiguiente extralocal),
era más difícil de discernir y, por tanto, más difícil de combatir políticamente para la fuerza de
trabajo mundial. Sin embargo, el «mercado» operaba en los términos cuantitativos de una medida
general, el dinero, y esto, más que mistificar, clarificaba en qué medida era realmente apropiado.
Con lo que contaban los acumuladores de capital
como cinturón de seguridad político era con que
sólo parte del trabajo se medía de esta forma.
En la medida en que el trabajo se mercantiliza
más y más y en que las unidades domésticas se
convierten más y más en un nexo de relaciones
mercantiles, la afluencia de excedente se hace más
y más visible. Las contrapresiones políticas se movilizan por tanto más y más, y la estructura de la
economía se convierte más y más en un blanco
directo de la movilización. Los acumuladores de
capital, lejos de tratar de acelerar la proletarización, tratan de frenarla. Pero no pueden hacerlo
del todo, a causa de las contradicciones de sus
propios intereses, ya que son a la vez empresarios
individuales y miembros de una clase.
Hay un proceso constante, imposible de contener mientras la economía sea accionada por la acumulación incesante de capital. El sistema puede
prolongar su vida aminorando algunas de las actividades que lo desgastan, pero la muerte siempre acecha en algún lugar del horizonte.
Una de las formas en que los acumuladores de
capital han prolongado el sistema ha consistido
84
Immanuel Wallerstein
en incorporarle restricciones políticas que han
obligado a los movimientos antisistémicos a tomar
el camino de la creación de organizaciones formales que usan una estrategia de toma del poder estatal. Realmente no tenían otra opción, pero la estrategia era autorrestrictiva.
Sin embargo, como hemos visto, las propias
contradicciones de esta estrategia han provocado
una crisis a nivel político. No se trata de una crisis del sistema interestatal, que todavía funciona
muy bien en su misión primaria de mantener la
jerarquía y contener los movimientos de oposición. La crisis política es la crisis de los propíos
movimientos antisistémicos. A medida que la distinción entre movimientos socialistas y movimientos nacionalistas comienza a difuminarse y que
un número mayor de estos movimientos se hace
con el poder estatal (con todas sus limitaciones),
la colectividad mundial de los movimientos impone una revisión de todas sus creencias, derivadas de análisis originales del siglo xix. Así como el éxito de los acumuladores en su labor de
acumulación ha creado una excesiva mercantilización que amenaza al sistema como tal, así también
el éxito de los movimientos antisistémicos en su
labor de toma del poder ha creado un excesivo
refuerzo del sistema que amenaza con poner fin a
la aceptación por parte de la fuerza de trabajo
mundial de esta estrategia autorrestrictiva.
Finalmente, esta crisis es cultural. La crisis de
los movimientos antisistémicos, el cuestionamiento de la estrategia básica, está llevando a un
cuestionamiento de las premisas de la ideología
universalista. Esto está sucediendo en dos campos: los movimientos donde la búsqueda de alternativas «civilizacionales» se están llevando a cabo seriamente por primera vez, y la vida intelectual, donde todo el aparato intelectual que nació
a partir del siglo xiv está siendo puesto lentamen-
Racionalidad y racionalización
85
te en duda. En parte, una vez más, esta duda es
el producto de su éxito. En las ciencias físicas,
los procesos internos de investigación generados
por el método científico moderno parecen estar
llevando al cuestionamiento de la existencia de las
leyes universales que eran sus premisas. Hoy en
día se habla de insertar la «temporalidad» en la
ciencia. En las ciencias sociales —pariente pobre
a un cierto nivel, pero reina (es decir, culminación) de las ciencias a otro nivel—, el paradigma
desarrollista está siendo explícitamente cuestionado en su esencia.
La reapertura de las cuestiones intelectuales es,
pues, por un lado, producto del éxito interno y de
las contradicciones internas. Pero es también producto de las presiones de los movimientos, también en crisis, para poder hacer frente a las estructuras del capitalismo histórico, cuya crisis es
el punto de partida de todas las demás actividades, y luchar más eficazmente contra ellas.
A menudo se habla de la crisis del capitalismo
histórico como de la transición del capitalismo al
socialismo. Estoy de acuerdo con la fórmula, pero
esto no quiere decir mucho. No sé todavía cómo
funcionaría un orden mundial socialista, un orden
que redujera radicalmente la distancia del bienestar material y la disparidad del poder real entre
todas las personas. Los Estados o movimientos
existentes que se llaman socialistas no sirven de
guía para el futuro. Son fenómenos del presente,
es decir, del sistema mundial del capitalismo histórico, y deben ser evaluados dentro de este marco. Pueden ser los causantes de la defunción del
capitalismo, aunque difícilmente lo serán de forma uniforme, como ya hemos indicado. Pero el orden mundial futuro se construirá lentamente, de
modos que difícilmente podemos imaginar y mucho menos predecir. Es por tanto un acto de fe
86
Immanuel Wallerstein
creer que será bueno, o incluso mejor. Pero sabemos que lo que tenemos no es bueno, y a medida
que el capitalismo histórico ha avanzado en su
camino histórico ha empeorado, en lugar de mejorar, en mi opinión, debido a su mismo éxito.
4. CONCLUSIÓN: SOBRE EL PROGRESO
Y LAS TRANSICIONES
Si existe una idea que esté asociada con el mundo moderno, que sea de hecho su pieza central, es
la de progreso. Esto no quiere decir que todo el
mundo haya creído en el progreso. En el gran
debate ideológico desarrollado públicamente entre
conservadores y liberales, que en parte precedió,
pero más especialmente siguió a la Revolución
francesa, la esencia de la postura conservadora
residía en la duda de que los cambios que estaban
experimentando Europa y el mundo pudieran ser
considerados como un progreso, o que el progreso
fuera un concepto significativo e importante. Como sabemos, eran los liberales quienes anunciaban la nueva era y encarnaban lo que sería en el
siglo Xix la ideología dominante de la economíamundo capitalista, que contaba ya con una larga
existencia.
No es de extrañar que los liberales creyeran en
el progreso. La idea de progreso justificaba toda
la transición del feudalismo al capitalismo. Legitimaba la ruptura de la oposición aún existente a
la mercantilización de todas las cosas y tendía
a desestimar todo rechazo del capitalismo sobre la
base de que los beneficios superaban con mucho
a los perjuicios. No es en modo alguno de extrañar, por consiguiente, que los liberales creyeran
en el progreso.
Lo que sí es de extrañar es que sus adversarios
ideológicos, los marxistas —lo
•
s antiliberales, los
representantes de las clases trabajadoras oprimidas—, creyeran en el progreso al menos con tanta
88
Immanuel Wallerstein
pasión como los liberales. Sin duda, esta creencia
cumplía un importante fin ideológico también para
ellos. Justificaba las actividades del movimiento
socialista mundial sobre la base de que encarnaba la tendencia inevitable del desarrollo histórico.
Además, parecía muy inteligente proponer esta
ideología, por cuanto pretendía utilizar las mismas
ideas de los liberales burgueses para confundirlos.
Desgraciadamente había dos defectos secundarios en la adopción, aparentemente astuta y ciertamente entusiasta, de esta fe secular en el progreso. Si bien la idea de progreso justificaba el
socialismo, justificaba también el capitalismo. Era
difícil cantar las alabanzas del proletariado sin ensalzar previamente a la burguesía. Los famosos escritos de Marx sobre la India ofrecían amplias
pruebas de esto, pero también lo hacía el Manifiesto comunista. Además, dado que la medición
del progreso era materialista (¿y cómo no iban
los marxistas a estar de acuerdo con esto?), la
idea de progreso podía volverse, y de hecho se ha
vuelto en los últimos cincuenta años, contra todos
los «experimentos de socialismo». ¿Quién no ha
oído condenar a la Unión Soviética sobre la base
de que su nivel de vida está por debajo del de los
Estados Unidos? Además, pese a las jactancias de
Jruschov, hay pocas razones para creer que esta
disparidad dejará de existir de aquí a cincuenta
años.
La adopción marxista de un modelo evolucionista de progreso ha sido una enorme trampa, de la
que los socialistas no han comenzado a recelar
hasta hace poco, como uno de los elementos de la
crisis ideológica que ha formado parte de la crisis
estructural global de la economía-mundo capitalista.
Simplemente no es cierto que el capitalismo como sistema histórico haya representado un progreso con respecto a los diversos sistemas históricos
Sobre el progreso y las transiciones
89
anteriores que destruyó o transformó. Todavía
cuando escribo esto siento el temblor que acompaña al sentimiento de blasfemia. Temo a la ira de
los dioses, porque he sido forjado en la misma
fragua ideológica que todos mis compañeros y he
adorado los mismos santuarios.
Uno de los problemas que se plantean a la hora
de analizar el progreso es el de la parcialidad de
todas las mediciones propuestas. Se dice que el
progreso científico y tecnológico es indiscutible y
asombroso, lo que sin duda es cierto, especialmente en la medida en que la mayor parte del conocimiento técnico es acumulativo. Pero nunca analizamos seriamente cuántos conocimientos hemos
perdido en el barrido de la ideología del universalismo a escala mundial. O, si lo hacemos, catalogamos estos conocimientos perdidos como mero (?)
sentido común. Sin embargo, a los simples niveles
técnicos de la productividad agrícola y la totalidad
biológica, hemos descubierto recientemente que
métodos de acción humana descartados hace uno
o dos siglos (proceso impuesto por unas élites
ilustradas a unas masas atrasadas) tienen a menudo que ser resucitados porque resultan más
eficaces, y no menos. Y lo que es más importante, hemos descubierto en las mismas «fronteras»
de la ciencia avanzada la reinserción provisional
de premisas triunfalmente descartadas hace un siglo o hace cinco.
Se dice que el capitalismo histórico ha transformado el potencial mecánico de la humanidad. Cada inversión de energía humana se ha visto recompensada con una cantidad cada vez mayor de productos, lo que sin duda también es cierto. Pero no
calculamos hasta qué punto esto ha significado
que la humanidad ha reducido o incrementado la
inversión total de energía que los individuos por
separado, o todas las personas que están dentro
de la economía-mundo colectivamente, han sido
90
Immanuel Wallerstein
obligados a hacer, ya sea por unidad de tiempo
o de por vida. ¿Podemos estar seguros de que el
mundo está menos oprimido en el capitalismo histórico que en sistemas anteriores? Hay muchas razones para dudarlo, como lo atestigua la incorporación de la compulsión de trabajar a nuestro
super-yo.
Se dice que en ningún sistema histórico anterior
disfrutó la gente de una vida material tan cómoda o tuvo una gama de experiencias vitales alternativas a su disposición tan amplia como en el
sistema actual. Una vez más, esta afirmación parece cierta, se ve confirmada por las comparaciones que regularmente hacemos con la vida de nuestros antepasados inmediatos. Sin embargo, las dudas a este respecto han aumentado constantemente a lo largo del siglo xx, como lo indican nuestras frecuentes referencias a la «calidad de vida»
y la creciente preocupación por la anomia, la alienación y las enfermedades psíquicas. Finalmente,
se dice que el capitalismo histórico ha traído un
masivo incremento del margen de seguridad humana, frente a los daños y muertes procedentes
de peligros endémicos (los cuatro jinetes del Apocalipsis) y frente a la violencia errática. Una vez
más, esto es indiscutible a un micronivel (pese a
los peligros recientemente redescubiertos de la
vida urbana). Pero ¿es realmente cierto a un macronivel, incluso hasta ahora e incluso omitiendo
la espada de Damocles de una guerra nuclear?
Permítaseme decir, como mínimo, que no es en
modo alguno obvio que haya más libertad, igualdad y fraternidad en el mundo actual que hace
mil años. Se podría sugerir de forma razonada que
más bien sucede todo lo contrario. Trato de no
idealizar los mundos anteriores al capitalismo histórico. Eran mundos de escasa libertad, escasa
igualdad y escasa fraternidad. La única cuestión
Sobre el progreso y las transiciones
91
es si el capitalismo histórico representó un progreso o un retroceso a estos respectos.
No hablo de medir las crueldades comparativas.
Esto sería difícil de imaginar, y también lúgubre,
aunque hay pocas razones para ser optimistas
acerca del historial del capitalismo histórico en
este terreno. El mundo del siglo xx puede reivindicar haber mostrado unos talentos poco usuales
de refinamiento en estas antiguas artes. Tampoco
hablo del creciente y realmente increíble despilfarro social que ha sido el resultado de la carrera
competitiva por la incesante acumulación de capital, nivel de despilfarro que puede comenzar a
rayar en lo irreparable.
Más bien quiero basar mi argumentación en
consideraciones materiales, no acerca del futuro
social, sino del período histórico real de la economía-mundo capitalista. El argumento es sencillo,
aunque audaz. Quiero defender la tesis marxista
que incluso los marxistas ortodoxos tienden a enterrar avergonzados, la tesis de la depauperación
absoluta (y no relativa) del proletariado.
Ya estoy oyendo los murmullos de los amigos.
Seguro que no hablas en serio; seguro que te refieres a la depauperación relativa. ¿No está el trabajador industrial en unas condiciones notablemente mejores hoy que en 1800? El trabajador industrial sí, o al menos muchos trabajadores industriales. Pero los trabajadores industriales siguen
constituyendo una parte relativamente pequeña de
la población mundial. La abrumadora mayoría
de los trabajadores mundiales, que viven en zonas
rurales u oscilan entre éstas y los suburbios de la
ciudad, están en peores condiciones que sus antepasados hace quinientos años. Comen menos bien
y ciertamente tienen una dieta menos equilibrada.
Aunque tienen más probabilidades de sobrevivir a
su primer año de vida (a causa del efecto de una
higiene social destinada a proteger a los privile-
92
Immanuel Wallerstein
giados), dudo de que las esperanzas de vida de la
mayoría de la población mundial a partir del primer año de vida sean mayores que antes; sospecho
que más bien sucede lo contrario. Indiscutiblemente trabajan más: más horas por día, por año,
por vida. Y dado que lo hacen por una recompensa
total inferior, la tasa de explotación ha aumentado
fuertemente.
¿Están más oprimidos política y socialmente o
más explotados económicamente? Esto es más difícil de analizar. Como dijo una vez Jack Goody,
las ciencias sociales no poseen euforímetros. Las
pequeñas comunidades en las que la mayoría de
las personas vivieron en los sistemas históricos
anteriores implicaban una forma de control social
que ciertamente restringía la elección humana y
la variabilidad social. Indudablemente, esto les parecía a muchos un fenómeno de opresión activa.
Los otros, que estaban más satisfechos, pagaban
su contento con una estrecha visión de las posibilidades humanas.
La construcción del capitalismo histórico ha implicado, como todos sabemos, la constante disminución, e incluso la total eliminación, del papel de
estas pequeñas estructuras comunitarias. Pero,
¿qué es lo que ha ocupado su lugar? En muchas
zonas, y durante largos períodos, el papel anterior
de las estructuras comunitarias ha sido asumido
por «plantaciones», es decir, por el control opresivo de unas estructuras político-económicas a gran
escala dominadas por «empresarios». De las «plantaciones» de la economía-mundo capitalista —ya
estén basadas en la esclavitud, el encarcelamiento,
la aparcería (forzada o contractual) o el trabajo
asalariado— difícilmente se puede decir que hayan
proporcionado más margen para la «individualidad». Las «plantaciones» pueden ser consideradas
como un modo excepcionalmente eficaz de extraer
plusvalor. Sin duda han existido antes en la his-
Sobre el progreso y las transiciones
93
toria humana, pero nunca han sido utilizadas antes de forma tan extensiva para la producción
agrícola, en contraposición a la minería y a la construcción de infraestructura a gran escala que, sin
embargo, han tendido a afectar a un menor número de personas en términos globales.
Incluso allí donde una u otra forma de control
autoritario directo de la actividad agrícola (lo que
acabamos de denominar «plantaciones») no sustituyó a unas estructuras comunitarias de control
anteriores, más flexibles, la desintegración de las
estructuras comunitarias en las zonas rurales no
fue vivida como una «liberación», ya que fue inevitablemente acompañada de un control siempre
creciente —y de hecho con frecuencia directamente causada por éste— por parte de las incipientes
estructuras estatales, que se han mostrado cada
vez menos dispuestas a dejar en manos del productor directo los procesos autónomos y locales
de toma de decisiones. Todo el impulso ha ido
encaminado a forzar un incremento en la inversión de trabajo y en la especialización de esta actividad laboral (lo que, desde el punto de vista del
trabajador, ha debilitado su capacidad de negociación e incrementado su aburrimiento).
Pero esto no fue todo. El capitalismo histórico
desarrolló un marco ideológico de humillación
opresiva que no había existido nunca con anterioridad y que hoy llamamos sexismo y racismo. Permítaseme aclararlo. Tanto la posición dominante
de los hombres sobre las mujeres como la xenofobia generalizada estaban muy difundidos, eran
prácticamente universales, en los sistemas históricos anteriores, como ya hemos señalado. Pero el
sexismo fue algo más que la posición dominante
de los hombres sobre las mujeres y el racismo
algo más que una xenofobia generalizada.
El sexismo fue la relegación de las mujeres a
la esfera del trabajo improductivo, doblemente hu-
94
Immanuel Wallerstein
mulante por cuanto el trabajo real que se requería de ellas se vio en todo caso intensificado y por
cuanto el trabajo productivo se convirtió en la
economía-mundo capitalista, por primera vez en
la historia humana, en la base de la legitimación
del privilegio. Esto constituyó un doble vínculo
imposible de romper dentro del sistema.
El racismo no fue el odio o la opresión de un
extraño, de alguien ajeno al sistema histórico. Muy
al contrario: el racismo fue la estratificación de la
fuerza de trabajo en el seno del sistema histórico,
cuyo objetivo era mantener a los grupos oprimidos en el seno del sistema, y no expulsarlos. Creó
la justificación para una baja remuneración del
trabajo productivo, a pesar de su primacía en la
definición del derecho a una recompensa. Y lo
hizo definiendo el trabajo con la remuneración
más baja como una remuneración por el trabajo
de más baja calidad. Dado que esto se hizo ex áefinitio, ningún cambio en la calidad del trabajo
podría nunca hacer algo más que cambiar la forma de la acusación, aunque la ideología proclamara la oferta de una recompensa de movilidad individual para el esfuerzo individual. Este doble
vínculo era igualmente imposible de romper.
Tanto el sexismo como el racismo fueron procesos sociales en los que la «biología» definía la
posición. Dado que la biología era, en cualquier
sentido inmediato, socialmente inmutable, se trataba al parecer de una estructura socialmente
creada pero no susceptible de un desmantelamiento social. Por supuesto, esto no era realmente así.
Lo que sí es cierto es que la estructuración del
sexismo y el racismo no podía ni puede ser desmantelada sin desmantelar todo el sistema histórico que los creó y que se ha mantenido en aspectos críticos gracias a su intervención.
Así pues, tanto en términos materiales como psíquicos (sexismo y racismo) ha habido una depau-
Sobre el progreso y las transiciones
95
peración absoluta. Esto significa, por supuesto,
que se ha producido un creciente «desfase» en el
consumo del excedente entre el 10-15 por 100 de
la población situada en la capa más alta de la economía-mundo capitalista y el resto. Nuestra impresión de eme esto no ha sido realmente así se
ha basado en tres hechos. En primer lugar, la
ideología de la meritocracia ha funcionado realmente, haciendo posible una considerable movilidad individual e incluso la movilidad de grupos
específicos étnicos y/o ocupacionales de trabajadores. Sin embargo, esto ha ocurrido sin una transformación fundamental de las estadísticas globales de la economía-mundo, dado que la movilidad
de los individuos (o subgrupos) ha estado contrarrestada por un incremento en el tamaño del estrato inferior, ya fuera por la incorporación de
nuevas poblaciones a la economía-mundo o por
unas tasas de crecimiento demográfico diferenciales.
La segunda razón por la que no hemos observado ese creciente desfase es que nuestros análisis
históricos y sociales se han centrado en lo que
sucedía dentro de las «clases medias», es decir,
dentro de ese 10-15 por 100 de la población de la
economía-mundo que consumía más excedente del
que producía. Dentro de este sector ha habido realmente un aplastamiento relativamente espectacular de la curva entre la capa más alta (menos del
1 por 100 de la población total) y los sectores o
cuadros realmente «medios» (el resto del 10-15
por 100). Una buena parte de la política «progresista» de los últimos siglos del capitalismo histórico ha desembocado en la constante disminución
de la distribución desigual del plusvalor mundial
entre el pequeño grupo que se lo reparte. Los gritos de triunfo de este sector «medio» por la reducción de su desfase con respecto al 1 por 100 su-
96
Immanuel Wallerstein
perior han enmascarado la realidad del creciente
desfase entre ellos y el otro 85 por 100.
Finalmente, hay una tercera razón por la cual
el fenómeno del creciente desfase no ha ocupado
un lugar central en nuestros análisis colectivos.
Es posible que en los últimos diez o veinte años,
bajo la presión de la fuerza colectiva de los movimientos antisistémicos en el mundo y la aproximación a las asíntotas económicas, haya habido
una aminoración de la polarización absoluta, aunque no de la relativa. Aun esto debería ser afirmado con precaución y situado en el contexto de
quinientos años de desarrollo histórico de creciente polarización absoluta.
Es esencial analizar la realidad que ha acompañado a la ideología del progreso porque, a menos
que lo hagamos, no podremos aproximarnos inteligentemente al análisis de las transiciones de un
sistema histórico a otro. La teoría del progreso
evolutivo no sólo implicaba el supuesto de que el
sistema posterior era mejor que el anterior, sino
también el de que el nuevo grupo dominante sustituía a un grupo dominante anterior. Por consiguiente, no sólo el capitalismo era un progreso con
respecto al feudalismo, sino que este progreso
se llevaba a cabo esencialmente gracias al triunfo,
el triunfo revolucionario, de la «burguesía» sobre
la «aristocracia terrateniente» (o los «elementos
feudales»). Pero si el capitalismo no era progresista, ¿cuál es el significado del concepto de revolución burguesa? ¿Hubo una sola revolución burguesa o apareció ésta bajo múltiples disfraces?
Ya hemos argumentado que la imagen de un capitalismo histórico que surgió tras el derrocamiento de una aristocracia atrasada por una burguesía
progresista es falsa. La imagen básica correcta es
más bien la de que el capitalismo histórico fue
engendrado por una aristocracia terrateniente que
se transformó en una burguesía porque el viejo
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sistema se estaba desintegrando. En lugar de dejar que la desintegración prosiguiera hasta un término incierto, esa aristocracia terrateniente emprendió una cirujía estructural radical a fin de
mantener y ampliar significativamente su capacidad de explotar a los productores directos.
Sin embargo, si esta nueva imagen es correcta,
rectifica de modo radical nuestra idea de la actual
transición del capitalismo al socialismo, de una
economía-mundo capitalista a un orden mundial
social. Hasta ahora, la «revolución proletaria» ha
sido copiada, más o menos, de la «revolución burguesa». De la misma forma que la burguesía derrocó a la aristocracia, el proletariado derrocará a
la burguesía. Esta analogía ha sido la piedra angular de la acción estratégica del movimiento socialista mundial.
Si no ha habido una revolución burguesa, ¿significa esto que no ha habido ni habrá una revolución proletaria? De ningún modo, desde el punto
de vista lógico o empírico. Pero sí significa que
tenemos que aproximarnos de un modo diferente
al tema de las transiciones. En primer lugar, hemos de distinguir entre cambio a través de la
desintegración y cambio controlado: lo que Samir
Amin ha llamado la distinción entre «decadencia»
y «revolución», entre el tipo de «decadencia» que
según él se produjo con la caída de Roma (y que,
según dice, se está produciendo ahora) y ese cambio más controlado que se produjo cuando se pasó
del feudalismo al capitalismo.
Pero esto no es todo. Pues los cambios controlados (las «revoluciones» de Amin) no necesitan ser
«progresistas», como acabamos de argumentar.
Por consiguiente, debemos distinguir entre la
transformación estructural que dejaría intacta (e
incluso incrementaría) la realidad de la explotación
del trabajo y la que eliminaría este tipo de explotación o al menos lo reduciría radicalmente. Lo
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Immanuel Wallerstein
que esto significa es que la cuestión política esencial de nuestros días no es si habrá una transición
del capitalismo histórico a alguna otra cosa. Esto
es tan seguro como pueden serlo estos temas. La
cuestión política esencial de nuestros días es si
esta otra cosa, el resultado de la transición, será
fundamentalmente diferente, desde el punto de
vista moral, de lo que ahora tenemos, si será un
progreso.
El progreso no es inevitable. Estamos luchando
por él. Y la forma que toma la lucha no es la del
socialismo frente al capitalismo, sino la de una
transición hacia una sociedad relativamente sin
clases frente a una transición hacia algún nuevo
modo de producción basado en las clases (diferente del capitalismo histórico, pero no necesariamente mejor).
La burguesía mundial no tiene que elegir entre
el mantenimiento del capitalismo histórico y el
suicidio. Tiene que elegir entre una postura «conservadora», por una parte, que llevaría a la continuada desintegración del sistema y su consiguiente transformación en un orden mundial incierto,
pero probablemente más igualitario, y un atrevido intento, por otra parte, de hacerse con el control del proceso de transición, en el cual la propia burguesía revistiría un ropaje «socialista» y
trataría de crear con ello un sistema histórico alternativo que dejara intacto el proceso de explotación de la fuerza de trabajo mundial en beneficio de una minoría.
Es a la luz de estas alternativas políticas reales
que se abren a la burguesía mundial como debemos valorar la historia tanto del movimiento socialista mundial como de aquellos Estados donde
partidos socialistas han llegado al poder de una
u otra forma.
Lo primero y lo más importante que hay que
recordar en una valoración de este tipo es que el
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movimiento socialista mundial, y de hecho todas
las formas de movimientos antisistémicos, así como todos los Estados revolucionarios y/o socialistas, han sido productos íntegros del capitalismo
histórico. No han sido estructuras externas al sistema histórico, sino la excreción de unos procesos internos de ese sistema. Por consiguiente han
reflejado todas las contradicciones y limitaciones
del sistema. No podían ni pueden hacer otra cosa.
Sus defectos, sus limitaciones, sus efectos negativos forman parte del estado de cuentas del capitalismo histórico, no de un hipotético sistema
histórico, de un orden mundial socialista, que todavía no existe. La intensidad de la explotación
del trabajo en los Estados revolucionarios y/o
socialistas, la negación de las libertades políticas,
la persistencia del sexismo y del racismo, tienen
mucho más que ver con el hecho de que estos
Estados continúan estando situados en zonas periféricas y semiperiféricas de la economía-mundo
capitalista que con las propiedades peculiares de
un nuevo sistema social. Las pocas migajas que
han existido en el capitalismo histórico para las
clases trabajadoras se han concentrado siempre
en las áreas del centro. Esto sigue siendo cierto
de forma desproporcionada.
La valoración tanto de los movimientos antisistémicos como de los regímenes en cuya creación han intervenido no puede, pues, ser realizada en función de las «buenas sociedades» que han
creado o dejado de crear. Sólo puede ser realizada de forma razonable preguntándose hasta
qué punto han contribuido a la lucha mundial por
asegurar que la transición del capitalismo sea hacia un orden mundial socialista igualitario. Aquí
la contabilidad es necesariamente más ambigua,
a causa del funcionamiento de los propios procesos contradictorios. Todos los impulsos positivos
llevan consigo consecuencias tanto negativas como
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Immanuel Wallerstein
positivas. Cada debilitamiento del sistema- en un
aspecto lo refuerza en otros aspectos. ¡Pero no
necesariamente en igual grado! Aquí está toda la
cuestión.
No hay duda de que la mayor contribución de
los movimientos antisistémicos se ha producido
en sus fases de movilización. Al organizar la rebelión, al transformar las conciencias, han sido
fuerzas liberadoras; y las contribuciones de los movimientos individuales se han hecho aquí mayores
con el tiempo, gracias a un mecanismo retroactivo
de aprendizaje histórico.
Una vez que estos movimientos se han hecho
con el poder político en las estructuras estatales,
su comportamiento ha dejado más que desear,
dado que las presiones sobre ellos para que cambien sus tendencias antisistémicas, tanto desde
fuera como desde dentro de los movimientos, se
han incrementado geométricamente. Sin embargo, esto no ha significado un balance totalmente
negativo para este «reformismo» y este «revisionismo». Los movimientos en el poder han sido
hasta cierto punto prisioneros políticos de su ideología y por consiguiente han estado sometidos a
la presión organizada de los productores directos
dentro del Estado revolucionario y de los movimientos antisistémicos fuera de ese Estado.
El peligro real se produce precisamente ahora,
cuando el capitalismo histórico se aproxima a su
más completo despliegue: la ulterior extensión de
la mercantilización de todas las cosas, la creciente fuerza de la familia mundial de movimientos
antisistémicos, la continuada racionalización del
pensamiento humano. Este completo despliegue
acelerará el hundimiento del sistema histórico, que
ha prosperado porque su lógica hasta ahora sólo
ha sido parcialmente realizada. Y precisamente
cuando se esté hundiendo, y por esa razón el subirse al carro de las fuerzas de la transición pare-
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cera cada vez más atractivo y por consiguiente
el resultado será cada vez menos cierto. La lucha
por la libertad, la igualdad y la fraternidad es larga, cantaradas, y el escenario de la lucha estará
cada vez más dentro de la misma familia mundial
de las fuerzas antisistémicas.
El comunismo es la Utopía, es decir, la nada.
Es el avatar de todas nuestras escatologías religiosas: la llegada del Mesías, la segunda llegada de
Cristo, el Nirvana. No es una perspectiva histórica, sino una mitología corriente. El socialismo, por
el contrario, es un sistema histórico realizable
que puede un día ser instituido en el mundo. No
existe interés alguno por un «socialismo» que pretende ser un momento «temporal» de la transición
hacia la Utopía. Sólo existe interés por un socialismo concretamente histórico, un socialismo que
reúna el mínimo de características definitorias de
un sistema histórico que maximiza la igualdad y
la equidad, un socialismo que incremente el control de la humanidad sobre su propia vida (la democracia) y libere la imaginación.