Jornada Semanal,  domingo 1 de diciembre de 2002           núm. 404

JAVIER SICILIA

SALAZAR MALLÉN Y JOSÉ LUISONTIVEROS

En 1985, durante la celebración de los ochenta años de Rubén Salazar Mallén en Bellas Artes, Christopher Domínguez en un alarde de ironía dijo, cito de memoria: "Javier Sicilia ha sido el evangelista de Salazar Mallén y José Luis Ontiveros su apóstol." Independientemente de lo que de verdad hay de mí en esta ironía, en el caso de Ontiveros las palabras de Domínguez han resultado proféticas. Si alguien ha hecho una larga campaña por divulgar la obra y el pensamiento de Salazar Mallén ha sido precisamente Ontiveros: en 1987 escribió un libro interesante y polémico, Salazar Mallén, subversión en el subsuelo; en 1995, para celebrar su décimo aniversario luctuoso, nos invitó a varios escritores a la Capilla Alfonsina y, tiempo después, reunió nuestros escritos bajo el título Bitácora de un forastero; recientemente, en un trabajo exhaustivo de hemeroteca, ha rescatado lo mejor de la reflexión periodística que Salazar Mallén hizo de lo mexicano, Rubén Salazar Mallén y lo mexicano, reflexiones sobre el neocolonialismo (uam Xochimilco, 2002), textos que acompaña con un prólogo y con su ensayo "Paz y Salazar Mallén, la historia de Narciso y Cuasimodo".

Lo interesante del libro no es sólo la manera en que Ontiveros nos pone delante de los ojos las importantes aportaciones que Salazar Mallén hizo de "El complejo de la Malinche" –que tiempo después Octavio Paz plagiaría en El laberinto de la soledad y que generaría una polémica tan divertida como intensa– y de Sor Juana Inés de la Cruz (que seguirían el mismo destino), sino también el rescate que hace de su nacionalismo, de sus reflexiones sobre los prosistas de Contemporáneos, de su crítica al fascismo, al comunismo y de sus memorias, publicadas en el Sábado de Huberto Bátiz bajo el título "Cabos Sueltos", memorias que lamentablemente la muerte interrumpió.

Lo terrible del libro es que Ontiveros, en su prólogo, trata de afiliar a Salazar Mallén a una ideología fascista de la que renegó en los años cuarenta como en los años treinta había renegado de su militancia comunista. Salazar Mallén estaba lejos de cualquier ideología; ni siquiera el anarquismo que exaltaba al final de su vida hacía parte de él. Su incomodidad con el mundo que le tocó vivir, ese mundo que atinadamente Ontiveros llama "neocolonialista", nunca acertó a encontrar una propuesta opositora. Su crítica –los escritos del libro lo muestran constantemente– era un grito irónico, contradictorio y provocador. Más cerca del Striner de El único y su propiedad, que de Bakunin, Salazar Mallén defendió como pudo el principio del yo –el suyo propio–, principio viviente, concreto, que se ha querido doblegar bajo el yugo de abstracciones sucesivas: Dios, el Estado, la sociedad, la humanidad, y que exige el derecho a expresarse en sus verdades y en sus contradicciones. Lo que lo aleja no sólo del comunismo, sino del fascismo, del liberalismo y de lo mejor del anarquismo (me refiero al de Thoreau, al de Tolstoi o al de Gandhi, de los que nunca se ocupó).

El propio Ontiveros en su prólogo –que no es más que la extensión del pensamiento ambiguo que no ha dejado de esgrimir en sus propias obras– cae en la misma contradicción en que quiere entrampar a Salazar Mallén. Hastiado del american way of life, del "control de calidad, [del] estilo de vida, [del] estatus económico", nostálgico del orden, del testimonio de vida y de la tensión de la voluntad, pero incapaz de oponer al mundo que critica algo novedoso, se ata a un fascismo intoxicado de mitologías de todo tipo. Si Ontiveros tiene razón en su desprecio a esta sociedad blandengue y de consumo; si tiene también razón en que nuestro mundo está necesitado de una "regeneración espiritual", se equivoca al oponer a ella los valores del fascismo, tan horribles y depredadores como la sociedad que él mismo critica. En el fondo, la sociedad del neocolonialismo sobre la que Ontiveros vuelca su desprecio no es, en su horror indecible, más que la extensión del modelo nazi, que el pensamiento ambiguo de Ontiveros también elogia: una humillación del espíritu. Las democracias occidentales –es algo que ha demostrado impecablemente Jacques Ellul– para vencer al régimen hitleriano se condenaron moralmente al comprometerse sin reservas con el culto del poder técnico que era el mismo que, maquillado con la máscara de Wotan, rendían el nazismo y el fascismo al estilo Evola. Las imbéciles y espantosas palabras de Millán Astray: "abajo la inteligencia" o la frase de Goebbels "cuando oigo la palabra cultura saco inmediatamente mi revólver", son las mismas que con otro léxico repiten los Bush, los Blair, los Bin Laden y los fundamentalistas tecnocráticos de hoy; los triunfos de la manipulación genética no son más que los resultados con los que el doctor Menguele soñaba frente a sus espantosos experimentos en Auschwitz; la destrucción de la diferencia de la cruzada globalizadora no es más que la extensión afable del odio racial con la que el hitlerismo exterminó judíos, gitanos, negros y católicos. Al igual que el neoliberalismo, el fascismo y sus varias modalidades, no puede crecer más que al precio de la destrucción de los otros, de la supresión de la persona humana y de la colectivización, y eso nunca lo suscribió Salazar Mallén ni nadie que aún tenga un sentido de la dignidad humana.

Dejando de lado estas ambiguas contradicciones de Ontiveros –bien haría por su salud y por la salud de algunas de sus intuiciones en autocrítica y purificar su pensamiento– el libro Rubén Salazar Mallén y lo mexicano, reflexiones sobre el neocolonialismo es excelente: un aportación al rescate del más incómodo de los escritores mexicanos y un material necesario para la comprensión de la cultura de nuestro país.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se construya en el Casino de la Selva.