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El conservadurismo argentino: ¿una categoría evanescente?

María Inés Tato

Entre la indiferencia y el reduccionismo

Los conservadores ejercieron una indudable influencia sobre la vida política argentina a lo largo del siglo XX, tanto en el ejercicio del gobierno como en el de la oposición. Esta simple constatación tropieza, sin embargo, con el desinterés de la historiografía por este actor político, del que se ha soslayado gran parte de su actuación y respecto del cual suele primar una imagen en buena medida estereotipada que no se corresponde cabalmente con la realidad histórica. En efecto, comparativamente con la producción académica referida a otras organizaciones políticas -desde los partidos de izquierda hasta el peronismo-, las derechas han concitado un volumen mucho menor de investigaciones. Esta observación, válida para el conjunto del siglo XX, es aun más pertinente cuando se considera su segunda mitad, aunque esta tendencia ha comenzado a revertirse en los últimos años (Echeverría y Tato, 2012). Pero incluso dentro del campo de los estudios consagrados a las derechas, el análisis de sus expresiones más radicalizadas, identificadas con el nacionalismo autoritario, ha sido más prolífico que el correspondiente a sus tendencias más moderadas, representadas por los conservadores (Navarro Gerassi 1969; Cornblit 1975; Zuleta Álvarez 1975; Barbero y Devoto 1983; McGee Deutsch 1986; Buchrucker 1987; Rock 1993; Malamud 1995; Caterina 1995; Piñeiro 1997; McGee Deutsch 1999; Vidal 2000; Rock et al. 2001; Devoto 2002; Béjar 2002; Lvovich 2003; Spektorowski 2003; Tato 2004; Tato 2005; Béjar 2005; Lvovich 2006; Finchelstein 2008; Bohoslavsky 2009).

Probablemente la debilidad organizativa y la baja competitividad electoral demostradas por los conservadores a partir del ascenso del radicalismo al poder en 1916 hayan contribuido a desalentar la indagación y a instalar una mirada simplificadora de este sector del espectro político, que sin embargo merece una mayor atención de los historiadores.

Entre las características que habitualmente se asocian al conservadurismo, cabe destacar por lo menos dos que, examinadas a la luz de la experiencia política argentina, ameritan al menos una matización. En primer lugar, se le ha atribuido una arraigada incapacidad para constituirse como partido político moderno o, en líneas más generales, para adaptarse a la política de masas inaugurada por la ley Sáenz Peña. Esta consideración presupone un criterio normativo, que estipula que un partido moderno debe reunir determinadas condiciones para poder ser considerado como tal, principalmente un alcance nacional y una plataforma fundada en principios ideológicos. En segundo lugar, se le ha asignado al conservadurismo una actitud lineal y temprana de rechazo de la democracia, según la cual el recurso al golpe de Estado se hallaba implícito en la derrota electoral sufrida en 1916 a manos del radicalismo.

Respecto al primer aspecto, cabe reconocer que es cierto que tras el ocaso del Partido Autonomista Nacional (PAN) fueron efímeras las agrupaciones conservadoras que alcanzaron un amplio alcance territorial. Entre esas organizaciones de corta vida pueden mencionarse al Partido Demócrata Nacional, que en la década de 1930 conformó la columna vertebral de la oficialista Concordancia, y a la Unión del Centro Democrático (Ucedé) en los años 1990 (Gibson 1996). Otras tentativas organizativas conservadoras fueron aun más fugaces, como la Concentración Nacional de Fuerzas Opositoras, creada en 1921 para enfrentar a la Unión Cívica Radical en las elecciones presidenciales del año siguiente, y la Confederación Nacional de las Derechas, formada en 1927 también en ocasión de una renovación presidencial. En este último caso, los conservadores terminaron apoyando la fórmula electoral de una fracción disidente del radicalismo, la Unión Cívica Radical Antipersonalista, una táctica que traslucía el predominio de una economía de esfuerzos en materia organizativa y la apuesta a las disidencias internas de un oficialismo que contaba con un mayor anclaje nacional que las fuerzas conservadoras.

Pero este reconocimiento de la debilidad conservadora a escala nacional debe complementarse con la necesidad de reevaluar el carácter homogéneo que habitualmente se le atribuye al orden conservador que rigió la vida política argentina entre 1880 y 1916 (Botana 1977; Botana y Gallo 1997), así como a su partido emblemático, que constituye el referente ineludible de las comparaciones del desempeño conservador en períodos posteriores. Por el contrario, actualmente suele coincidirse en que el PAN estuvo cruzado por intensos conflictos facciosos y que, más que un partido monolítico, constituyó una constelación bastante laxa de dirigentes locales en competencia (Alonso 2003 y 2010). Por otra parte, la endeblez organizativa y la baja performance electoral a nivel nacional del conservadurismo en la era posterior a la Ley Sáenz Peña de 1912 deben ser contrastadas con la experiencia brindada por algunas situaciones provinciales, que dieron a luz a vigorosos partidos de cuño conservador de una prolongada raigambre local y habitualmente hegemónicos en sus distritos (Balestra y Ossona, 1983).

Cabe plantearse si la carencia de un partido conservador nacional estable fue causa o efecto de la opción de estos sectores por estrategias alternativas de acción política. A lo largo del siglo XX, en efecto, los conservadores operaron con frecuencia como grupo de presión y recurrieron al empleo sistemático del fraude (antes de la democratización del sistema político y durante el interregno entre gobiernos militares en la década de 1930, conocido como “restauración conservadora”), al golpismo y a la coparticipación en regímenes militares como mecanismos para la consecución de sus objetivos. En otras palabras, puede debatirse si su bajo desempeño electoral a escala nacional incentivó la inclinación conservadora por esas estrategias o si, por el contrario, éstas desestimularon la organización al proporcionarle un acceso directo a los resortes estatales que le resultó más eficiente que la más trabajosa tarea de construcción de un partido nacional con vistas a la competencia electoral en base al acuerdo entre agrupaciones de implantación local a menudo enfrentadas por clivajes regionales (Gibson 1996: 211-212). Las explicaciones de ese fracaso también deben incluir la incidencia de otros factores que desalentaron los esfuerzos organizativos a escala nacional, como la debilidad del desafío planteado por la izquierda y la hegemonía ejercida sobre el electorado por los grandes partidos de masas (radicalismo y peronismo), que estimularon la construcción de una polarización en torno suyo y por ende desestimularon la aparición de otras alternativas partidarias (Bohoslavsky 2011).

Por otra parte, la supuesta incompatibilidad entre los conservadores y la política de masas también requiere de la introducción de algunos matices a la luz de algunas experiencias concretas. Así, las tendencias populares del Partido Conservador bonaerense (Folino 1966; Walter 1987; Bitrán y Schneider 1991; Béjar 2005; cfr. el texto de Matías Bisso en este mismo libro), el Partido Independiente que respaldó la candidatura presidencial de Juan Domingo Perón en los comicios de 1946 (Mackinnon 1995) o el Partido Conservador Popular de Vicente Solano Lima (Marotte 2007), por citar sólo algunos ejemplos, permiten vislumbrar en esas fuerzas políticas la presencia de una resistente veta plebeya que contradice las tradicionales interpretaciones sociológicas del conservadurismo, generalmente identificado de forma casi excluyente con las elites económicas (Cornblit 1975).

Por último, sin dudas el conservadurismo tuvo una fuerte impronta caudillista, a la que a menudo se le ha adjudicado también alguna cuota de responsabilidad en la fallida constitución de un partido ideológico. La acción de Julio A. Roca, Carlos Pellegrini o Roque Sáenz Peña a nivel nacional, o de Marcelino Ugarte, Manuel Fresco o Robustiano Patrón Costas a nivel local, por citar sólo algunos ejemplos destacados, es inseparable del devenir de las fuerzas conservadoras. No obstante, puede objetarse que el personalismo que se le imputa a los conservadores era común a otras fuerzas partidarias, más o menos sujetas a fuertes liderazgos, desde el radicalismo hasta el peronismo, pasando incluso por las agrupaciones de izquierda (que, por otra parte, también han demostrado históricamente serias dificultades para ampliar su área de influencia más allá de determinados bastiones locales). En síntesis, es debatible hasta qué punto estas “carencias” (implantación nacional, despersonalización de la conducción partidaria) son de manera exclusiva conservadoras o reflejan rasgos estructurales de la cultura y del sistema político argentinos.

Con relación al segundo aspecto de la caracterización a la que aludíamos (la oposición temprana a la democracia), el análisis de la trayectoria de la corriente reformista que desembocó en la democratización del sistema político tras el Centenario muestra que, en líneas generales y a pesar de lo traumática que resultó la experiencia de su desplazamiento del poder, lejos de impugnar a la democracia por los resultados adversos obtenidos a partir de 1912, la mayor parte de los conservadores expresaron hasta fines de la década de 1920 su confianza en una gradual maduración de la ciudadanía a partir de la gimnasia electoral y de la práctica del ensayo y error, al tiempo que paralelamente encaraban sucesivas aunque fallidas tentativas de auto-organización como partido orgánico (Tato 2004). Por el contrario, las resistencias a la democracia fueron más tempranas en otros grupos de la derecha, vinculados con un incipiente nacionalismo católico y antiliberal que halló canales de expresión en organizaciones como la Liga Patriótica Argentina (McGee Deutsch 1986, Caterina 1995).

Una identidad escurridiza

Tras señalar sucintamente el tratamiento historiográfico que han recibido los conservadores argentinos, la presente reflexión se propone arriesgar algunas ideas acerca de las dificultades que se presentan a la hora de aprehenderlos y definirlos durante la primera mitad del siglo XX. Hemos efectuado este recorte temporal basándonos en la presunción de que si durante este período su perfil resultaba en ocasiones difuso, esa característica se acentuaría aun más a partir de la emergencia del peronismo, que reconfiguró drásticamente la escena política nacional y alteró las construcciones identitarias de las agrupaciones partidarias.

Si se pretende identificar a los conservadores nominalmente, sin duda la aproximación más directa, se encuentra rápidamente un primer escollo. A excepción del Partido Conservador de la Provincia de Buenos Aires, fundado en 1908, la mayoría de las fuerzas provinciales optaron por emplear otros calificativos -como liberales, autonomistas, provincialistas, demócratas, constitucionales, populares- para denominar a sus organizaciones. Esta pluralidad de autodefiniciones evidencia los límites imprecisos existentes entre el conservadurismo y otras tradiciones político-ideológicas, que fue una constante a lo largo de su trayectoria. Ya en sus orígenes decimonónicos los contornos ideológicos del conservadurismo eran bastante borrosos, en la medida en que -a diferencia de sus homólogos europeos o latinoamericanos- no existían desacuerdos sustanciales que lo separaran del liberalismo. No sólo no se dieron aquí filiaciones doctrinarias opuestas como las que separaron a los whigs y a los tories británicos, enraizadas en interpretaciones opuestas de las revoluciones inglesas (Hill 1982; Dickinson 1981), sino que también fue relativamente marginal la cuestión religiosa, que en otras naciones latinoamericanas constituyó una divisoria de aguas contundente entre el liberalismo y el conservadurismo, al poner en juego el lugar que debía ocupar la religión en la sociedad tras la emancipación de España (Lynch 2000). Aunque los dirigentes católicos argentinos pudieran disentir con algunas políticas concretas del Estado referidas al avance de la secularización en algunas áreas sensibles, por lo general mostraron un compromiso activo con el sostenimiento del ordenamiento político establecido por la generación de 1880 (Castro 2009).

En este sentido, puede afirmarse que los conservadores argentinos entablaron una relación peculiar con la tradición política liberal, de la que se proclamaron continuadores y defensores, al grado de que en su retórica fue común que los términos “conservador” y “liberal” resultaran prácticamente intercambiables o aparecieran combinados en la expresión híbrida “liberal-conservador”. El conservadurismo argentino reconoció como experiencia fundacional la instauración de un orden político liberal centralizado a partir de 1880, basado en el andamiaje jurídico de la Constitución Nacional de 1853 -filiada a su vez en el pensamiento de Juan Bautista Alberdi- y en ideas generales como el imperio de la ley, la división de poderes, las libertades individuales y la necesidad de orden para garantizar el progreso, denominadores comunes que imperaban contemporáneamente en otras naciones latinoamericanas (Hale 2000). Sin embargo, más allá de este consenso mínimo en torno del liberalismo, los elementos doctrinarios se diluían dentro de la cosmovisión conservadora y tendía a predominar un fuerte pragmatismo, rasgo que en gran medida parece constituir la quintaesencia de este actor político. En consecuencia, creemos que puede sostenerse que el conservadurismo tuvo una baja densidad teórica, contrastando con la intensa preocupación de otras expresiones de la derecha, como el nacionalismo autoritario, por la fundamentación intelectual de sus opciones políticas (Echeverría 2009).

Asimismo, un factor que en otros contextos históricos también operó como diferenciador del conservadurismo frente a otras tendencias político-ideológicas tampoco resulta plenamente aplicable al caso argentino, al menos en sus inicios: la oposición al progresismo en función de la aversión a los cambios. A pesar de la existencia de sectores más refractarios que otros a la instrumentación de modificaciones al orden vigente (Roldán 2006; Devoto 1996), en las primeras décadas del siglo XX tendieron a prevalecer los conservadores dispuestos al cambio, encarnados en una corriente reformista que se abocó a la resolución de la “cuestión social” y de la “cuestión nacional” resultantes de las transformaciones de la sociedad argentina registradas en las últimas décadas del siglo anterior, y que encaró también la transformación de las reglas del juego político (Zimmermann 1995; Devoto 1996). En ese marco, el término “conservador” no fue antónimo de “liberal” o de “progresista”, sino de “revolucionario”, rótulo reservado a quienes postulaban transformaciones bruscas o violentas de las estructuras sociales y políticas, desde el socialismo hasta el radicalismo, frente a las cuales se proponía como alternativa el gradualismo (Alonso 2000).

Esta actitud, como vimos, marcó inicialmente la lectura de los conservadores de la primera experiencia democrática, que condujo al radicalismo a la presidencia en 1916 y transportó al conservadurismo desde el oficialismo a la oposición. En ese contexto, los conservadores reforzaron su adhesión a la tradición liberal, expresada en una retórica principista y en la valoración de la acción parlamentaria, que discreparon con la tendencia del radicalismo en el poder a incurrir en prácticas reñidas con algunos de los fundamentos del liberalismo. Esas fricciones entre liberalismo y democracia evidenciaban la autonomía originaria de ambas tradiciones y la tensión constitutiva de la democracia entre el número y la razón, entre la igualdad y la capacidad, que ya había desvelado a los observadores europeos en el siglo XIX, desde Tocqueville hasta Guizot (Bobbio 1992; Rosanvallon 1992). Estas tensiones contribuyeron a la consolidación de una perspectiva elitista de los procesos políticos y sociales, según la cual los conservadores –fieles representantes de un “Antiguo Régimen” identificado con una edad dorada amenazada por la masificación- se constituían en el patriciado encargado de custodiar las glorias pasadas frente a una plebe por completo ajena a su forjamiento y desafiante de su perpetuación. Esa mirada evidenciaba la difundida convicción dentro de las filas conservadoras respecto de la usurpación de sus posiciones de poder naturales por advenedizos plebeyos, carentes de la formación adecuada para el ejercicio de las funciones públicas (Devoto 2002; Tato 2004). No obstante, esta convicción de momento no adquirió proyecciones antidemocráticas ni erosionó la confianza conservadora en la perfectibilidad del sistema, aunque en circunstancias críticas cobraría una indudable relevancia.

Durante la gestión presidencial del radical Marcelo T. de Alvear, los límites entre el conservadurismo y otras fuerzas políticas volvieron a demostrar su permeabilidad. En el ámbito del Congreso Nacional fue habitual que por entonces se registraran frecuentes coincidencias entre los representantes del conservadurismo y los del oficialismo, y en ocasiones también con los parlamentarios del Partido Socialista. Desde el radicalismo yrigoyenista esa confluencia fue caracterizada de manera despectiva como un “contubernio”, como una alianza espuria entre tendencias disímiles. Sin embargo, en ella claramente intervinieron afinidades ideológicas que reconocían un sustrato común de ideas filiadas en el liberalismo, al que en este período se consideró plenamente compatible con la tradición democrática. Y, asimismo, también jugó su papel el objetivo común de conservadores y radicales antipersonalistas de lograr el desplazamiento del yrigoyenismo del escenario político. El acercamiento entre los conservadores y los radicales antipersonalistas alcanzó su máxima expresión en la campaña presidencial iniciada en 1927. Como vimos, en esa oportunidad las agrupaciones conservadoras desistieron de postular una fórmula propia y auspiciaron la candidatura de Carlos Melo y Vicente Gallo levantada por el antipersonalismo, una decisión dictada por consideraciones pragmáticas pero que también dejaba entrever un trasfondo político-ideológico compartido.

Lejos de alcanzar la meta común de derrotar a Yrigoyen, las fuerzas del Frente Único asistieron a partir de 1928 a la consolidación del radicalismo yrigoyenista. El nuevo mandato del viejo caudillo radical habría de marcar a fuego las expectativas conservadoras acerca de la posibilidad de redimir a un electorado recalcitrantemente díscolo. Esta experiencia potenció el elitismo de los conservadores, los radicalizó y los llevó a describir una trayectoria que los trasladó en menos de dos décadas de ser la avanzada de un reformismo ilusionado con la plena vigencia del sistema democrático a promover un liberalismo a la defensiva, que pronto tomaría un rumbo decididamente antidemocrático. En nombre de la defensa de la tradición liberal amenazada por el radicalismo y bajo la bandera de la Constitución Nacional, los conservadores –imposibilitados de revertir el predominio institucional del radicalismo- optaron por el recurso de la interrupción del gobierno democrático por medio de un golpe de estado, con vistas a ejercer la tutela temporal de ese electorado conceptuado como menor de edad, que sistemáticamente les daba la espalda en los comicios.

Esta coyuntura crítica desdibujó nuevamente las fronteras del conservadurismo con otras tendencias político-ideológicas, específicamente con la nueva generación que por entonces comenzaba a despuntar en el campo de las derechas: el nacionalismo autoritario. A partir de tribunas periodísticas como La Nueva República o Criterio, los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, los hermanos Alfonso y Roberto de Laferrère, Ernesto Palacio, César Pico y Juan Carulla, entre otros, iniciaron una prédica virulenta contra el gobierno radical, inspirada principalmente en el tradicionalismo europeo (Echeverría 2009), confluyendo en esa campaña antidemocrática con las fuerzas conservadoras. Un símbolo elocuente de esa confluencia lo proporciona la transmutación del diario conservador La Fronda, acérrimo e histórico adversario del radicalismo yrigoyenista, en portavoz de los jóvenes nacionalistas, a los que cedió el control de la línea editorial del periódico y a quienes financió en otros emprendimientos complementarios, como la Liga Republicana (Tato 2004).

Entre conservadores y nacionalistas se entabló un ambiguo vínculo, que entrañó una convergencia circunstancial en función de confluencias ideológicas y de necesidades estratégicas comunes. En cuanto a factores ideológicos, destacaremos básicamente la inserción de estas dos fracciones de la derecha dentro del horizonte liberal, a pesar del antiliberalismo retórico de los nacionalistas (Devoto 2002), al menos hasta mediados de la década de 1930. En lo que respecta a factores estratégicos, la lucha contra el enemigo común los amalgamó con esa nueva vertiente derechista, con la que sin embargo existían diferencias insalvables que saldrían a la luz al superarse la emergencia. Así, a mediados del decenio de 1930 los nacionalistas fueron definiendo más radicalmente su perfil, abandonando sus raíces tradicionalistas y adhiriendo a modelos políticos europeos más extremos, como el fascismo, el franquismo y en menor medida el nazismo, con el consiguiente incremento del peso relativo de ciertos rasgos políticos que en algunos casos habían sido marginales en su conformación ideológica previa: catolicismo, corporativismo, antisemitismo, antiimperialismo, anticomunismo y un antiliberalismo cada vez más firme. A la centralidad de estos elementos ideológicos habría de sumarse la creciente orientación de algunos de estos sectores hacia los sectores populares bajo el lema de la justicia social, que además de aspirar a ofrecer una alternativa derechista a las propuestas clasistas de la izquierda, implicó en la práctica el abandono del elitismo consustancial a los conservadores (McGee Deutsch 1999: 218-234; Klein 2001; Rubinzal 2008). Esa transformación dio cuenta del impacto de los acontecimientos políticos y de las tendencias ideológicas europeas, que operaron sobre la realidad argentina polarizando el campo político y radicalizando las opciones ideológicas. Pero también fue facilitada por el contexto local de la llamada “década infame”, signada por la restauración conservadora. La delimitación más precisa del universo nacionalista derivó en su creciente incompatibilidad con el conservador y en la consiguiente toma de distancia entre estos dos actores políticos otrora aliados naturales (Tato 2009).

Reflexiones finales

El repaso efectuado de la trayectoria de las fuerzas conservadoras argentinas durante el período de entreguerras pone de manifiesto varios aspectos salientes de su configuración ideológica y de su comportamiento político. En primer lugar, evidencia su adscripción al sustrato ideológico liberal, con toda la vaguedad que este entramado de ideas implicaba en el caso argentino. En líneas generales, los principios básicos del liberalismo constituyeron el cimiento de la identidad política conservadora, siendo sostenidos con mayor o menor firmeza según las circunstancias. Así, durante la primera presidencia de Yrigoyen la apelación al liberalismo funcionó como factor de diferenciación frente al oficialismo radical, mientras que durante la segunda presidencia sirvió para llevar adelante una conspiración cívico-militar destinada a derrocar a un gobierno constitucional amparándose precisamente en la defensa de la Constitución Nacional y de las libertades individuales supuestamente conculcadas. Durante la llamada restauración conservadora esa misma apelación fue efectuada para legitimar la proscripción del radicalismo, presentado como enemigo de las libertades constitucionales.

Pero así como en ocasiones el liberalismo sirvió a los conservadores para autodefinirse en contraposición con el adversario, en otras facilitó su mimetismo con otras fuerzas políticas. Ése fue el caso del vínculo establecido con los nacionalistas en los orígenes de ese movimiento político-ideológico, y también el de la alianza forjada con el radicalismo antipersonalista en tiempos de la presidencia de Alvear. Esta última experiencia habilita también la posibilidad de considerar que durante largos tramos del siglo XX el conservadurismo constituyó una fuerza carente de un domicilio político propio (en términos de partido) pero que contó con capacidad para instalarse al interior de diferentes grupos o regímenes políticos al menos parcialmente afines, gracias al hecho de que la mayoría de ellos -incluyendo a las izquierdas hasta la década de 1960 (Altamirano 2001: 88)- compartió una identificación común con la tradición liberal. Volviendo al inicio de esta reflexión, a la hora de mensurar la influencia de los conservadores sobre la sociedad habíamos apuntado varias estrategias que mostraban una incidencia que discurría por canales alternativos a los partidos (grupos de presión como la prensa o las corporaciones; intervención en golpes de estado) y otras que, como el fraude, hacían uso del canal electoral a través de distorsiones ajenas a la legalidad. Pero también es dable especular con la perspectiva de que las ideas y las prácticas de los conservadores hayan sido adoptadas por fracciones internas de otras fuerzas partidarias, incluyendo al radicalismo y al peronismo, y hayan ejercido así un influjo político indirecto.

En segundo lugar, de lo expuesto surge como otro rasgo característico del conservadurismo un acendrado pragmatismo, que lo impulsó a adoptar diversos cursos de acción ante los retos cambiantes que planteaba la tradición democrática, priorizando a unos o a otros de acuerdo con los imperativos de la coyuntura. Podría admitirse que, en última instancia, la cultura política conservadora manifestó una tensión pendular entre el énfasis en la praxis y en la ideología.

Estos rasgos básicos del conservadurismo -la dificultad de identificarlo a simple vista por su encuadramiento en partidos políticos estables; el carácter evanescente de las fronteras con otras tendencias político-ideológicas a partir de un consenso liberal mínimo compartido; su adaptación a las circunstancias- plantean el interrogante de cómo aprehenderlo en su especificidad. Consideramos que para discernir el perfil de este actor político complejo deben intentarse aproximaciones operativas, más atentas a las coyunturas particulares y a los desafíos variables planteados en el corto plazo que a postulados ideológicos sólidos e inmutables.

¿Cómo citar este artículo?

Tato, María Inés, “El conservadurismo argentino: ¿una categoría evanescente?”, en Bohoslavsky, Ernesto y Echeverría, Olga (comps.) Las derechas en el Cono sur, siglo XX. Actas del tercer taller de discusión. Los Polvorines, Universidad Nacional de General Sarmiento, 2013. E-book

 

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