martes. 16.04.2024
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Cuento • Speculum veritatis • Caleb Solórzano

Caleb Solórzano

Caleb Solórzano
Tachas 436
Cuento • Speculum veritatis • Caleb Solórzano


Nos ofrecieron la mesa cerca de la escalera, aunque también estaba la posibilidad de ocupar un lugar en la parte alta. Elegimos la primera opción. Después de acomodarnos y revisar la carta, pedí cerveza para cada uno. La música estaba bien. El café: no muy concurrido. Nos pareció conveniente porque ni a Carlos ni a Julio les gustan las personas.

Allí tampoco escapamos de miradas indiscretas. El mesero hablaba con su compañera y volteaba con disimulo hacia nosotros. Quizá llamó su atención la extravagancia de mis amigos. No les gusta utilizar puertas. Yo les decía que no se preocuparan, que todo estaba bien, que el sitio parecía adecuado. Se tranquilizaron.

Frente a nosotros se encontraba un hombre al que calculé más o menos mi edad. Volteaba en todas direcciones después de mencionar para sí mismo, como en secreto, algunas palabras que yo no podía entender. Sacó todos los cigarrillos de una caja de Pall Mall. Los distribuyó sobre la mesa. Levantó la mano. Pidió un cenicero. Había formado con cigarros una palabra que desde nuestro lugar era imposible descifrar.

Me levanté discretamente con la intención de saber qué decían los cigarros. El hombre mesó su barba y se levantó. ¿Adivinaría mis intenciones? Los chicos y yo nos miramos sin decir palabra. Volví a sentarme. Él hizo lo mismo.

Su cenicero llegó junto con tres cervezas. Al pasar junto a nosotros el mesero nos miró con curiosidad y preguntó si todo estaba bien, si necesitábamos algo más. Todo está en orden, le dije hablando por los tres.

Regresamos la atención hacia la mesa de enfrente. Ahí estaba el extraño de agrio semblante, flagelado por los recuerdos. La mirada hueca de la muerte se multiplicaba sobre su cabeza y, él ignoraba la posibilidad de infinitas palabras a sus espaldas por observar un colibrí suspendido perpetuamente. Su reflejo se embriagaba en las tres botellas de Corona.

Todo fue encendido a su tiempo. Cada cigarro era víctima y verdugo a la vez, cada uno le regalaba un poco de muerte mientras se extinguía. Cuando le era insuflada esa leve dosis de infierno en el pecho y el cigarrillo perdía la brasa en un beso mortal, depositaba los restos humeantes en la fosa común del cenicero.

No pudimos seguir allí por mucho tiempo.

Inquieto, Carlos picoteaba la mesa, agitó las alas y se dirigió a la ventana dejando caer una pluma azul. Julio apoyó las yemas de los dedos en la madera para levantarse y corrió como araña asustada hacia los barrotes de hierro del ventanal.

Aplasté la caja de cigarros vacía, guardé mi encendedor en el bolsillo y saqué un billete que dejé sobre la mesa. El extraño me imitó sin quitarme la vista de encima. Le di la espalda pero sentí su mirada siguiéndome hasta la calle. Julio, Carlos y yo dejamos la nube de nicotina del interior entre ojos bien abiertos y las notas de un blues que sonaba al momento de partir.

Algunos días, por casualidad, encontramos al hombre del café. Ya no nos parece tan extraño.

 

 




***
Caleb Solórzano (León Guanajuato, 1884). Becario del Instituto Estatal de la Cultura mediante el Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) 2018.

Miembro de las generaciones IV (2018) y VII (2021) del Seminario para las Letras Guanajuatenses de Cuento “Efrén Hernández”.
 

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