jueves. 18.04.2024
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Tachas 492 • Cumplo deseos por cinco dólares • Iván García Mora

Iván García Mora

Imagen creada por IA
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Tachas 492 • Cumplo deseos por cinco dólares • Iván García Mora

Me estaban culpando, y la verdad es que no soy ningún mentiroso. Para mí la honestidad lo es todo, más en esos momentos en que la mamá de Esteban lloraba preguntando por su hijo. Pero desde ahí iniciaba el problema: hincarse a mis pies, llorar y secarse los mocos en mis shorts verdes de Buzz Lightyear, rogarme “Te doy todo mi dinero, pero ya dinos dónde está” no servía de nada. Nadie había desaparecido. Mi amigo pagó cinco dólares y se convirtió en un planeta. 

—¡Tú y tus pendejadas! —Mi mamá me sorrajó una cachetada después de contarles. Aún siento sus uñas rasgar mi mejilla luego del golpe. 

La mamá de Esteban no dejaba de pedir a Dios por su hijo. Tomó un cojín del sofá y lo usó como pañuelo. La respiración entrecortada y ese performance de telenovela me causaban conflicto: ¿quién no se pone contento al enterarse de que su hijo ahora es un planeta? 

Mi madre le acercó un té de tila, la abrazó y le pidió disculpas por haber engendrado a un ser como yo. 

—Vamos a la playa a buscar al cumplidor de deseos —les dije, sobándome la cara.

Y es que ahí sucedió todo. La noche anterior, mientras bebíamos cervezas frente al mar, un hombre caminaba con un letrero que decía: CUMPLO DESEOS POR CINCO DÓLARES. Su cabeza rapada, barba gris y túnica blanca nos hincharon de curiosidad. Chiflamos para detenerlo y le dimos nuestro dinero. Yo pedí una fiesta en la playa y, en un parpadeo, un grupo de gringos gritaba atrás de nosotros: Come and join us! Don’t be so serious! Let’s go party! La felicidad no me cabía, una sonrisa era poco para expresar mi sorpresa. 

Esteban pidió convertirse en un planeta. El cumplidor hizo su trabajo, nos pidió voltear al cielo, ubicó un espacio y me dijo: “Ahí estará tu amigo en cinco segundos”. Cerramos los ojos y contamos en silencio, al abrirlos Esteban ya no estaba. El cumplidor apuntó directo al mismo lugar de hacía un momento, ahora brillaba un planeta exactamente en ese punto. Su color entre rojo y anaranjado me dejó sin palabras. 

Le di las gracias al genio de los cinco dólares, salí corriendo con los gringos. Me llevaron a una fiesta en un lugar escondido de la playa. Cada que abría una cerveza brindaba apuntando a Esteban, un brindis de planeta a planeta. Mis nuevos amigos me imitaron, para la madrugada ya éramos toda una fiesta alzando nuestras copas al cielo. 

—¿Sigues, cabrón? —gritó mamá después de que pedí que fuéramos con el cumplidor. Se puso de pie y me agarró a manotazos mientras yo usaba un cojín como escudo. 

—Hay que ir —susurró la madre de mi amigo. Luego dijo algo sobre la policía o un tranvía: sus gemidos entre lágrimas se volvieron incomprensibles. 

Nos fuimos en mi carro, ambas madres en la parte de enfrente, yo acostado atrás. Cada que intentaba hablar, mi madre me soltaba un manotazo con la mano derecha, sin despegar los ojos de la carretera, ni la mano izquierda del volante. También aprovechaba para gritarme que era un marihuano, que el carro apestaba a esa chingadera y que no volvería a regalarme un auto aunque cumpliera otros 16 años. Yo me aguantaba la risa, tapándome la boca. La mamá de mi amigo no dejaba de llorar, era una cascada interminable de mocos. 

Al llegar a la playa el olor a mar me hizo recordar la noche anterior, sentí el calor de la euforia en mi pecho y en la cara. El sol estaba a punto de ocultarse y Esteban aparecería en cualquier momento. 

Pensé en la mañana que conocí a mi amigo en la correccional. Tuve que defenderlo de una pandilla de niños que querían robarle su desayuno. Uno por uno fueron cayendo como pinos de boliche ante mis puños, Esteban se escondió debajo de una mesa hasta que terminó el asunto. Desde entonces nadie lo molestó, y yo me encargué de robar la comida de los más miedosos para dársela a mi nuevo mejor amigo. 

Me llenaba de orgullo haberlo visto salir de ese caparazón de nervios: ahora era un planeta y su luz llenaría de esperanza a las personas de este mundo. 

Mamá exigió que buscara al cumplidor de deseos. Así que mientras ellas preguntaban a los salvavidas de la zona, yo di un recorrido por toda la playa, sin tenis, sintiendo la arena con mis pies, preguntando a los vendedores ambulantes por el genio de los cinco dólares. Ni el paletero, ni el vendedor de churros, ni la señora de las pulseras, nadie recordaba haber visto al cumplidor de deseos. Aún mencionando su cabeza calva y enorme túnica, ninguno daba respuesta positiva.

Regresé al punto donde me separé de ambas madres, el padre de Esteban había llegado junto con dos policías. Se me erizó la piel de imaginar que toda la familia venía a ver a Esteban desde la playa. Alcé la mano y corrí hacia el señor. El Sol acababa de esconderse y mi amigo asomaba sus primeros rayos de luz. 

—¡SEÑOR ¡AHÍ ESTÁ SU HIJO! —le grité mientras corría, apuntando hacia la ubicación del supuesto desaparecido. 

—¡PINCHE CHAMACO PENDEJO! —me gritó el hombre al llegar, luego me soltó un puñetazo en la nariz. Caí en la arena, todo se volvió borroso. 

Entre escupitajos, arena en mis ojos y patadas en las costillas, vi al cumplidor de deseos pasar a un lado de nosotros. Intenté levantar la mano, decir algo, pero los golpes me sacudieron de tal forma que solo pude balbucear la palabra cumplidor. Al parecer nadie más lo observó, todos se distrajeron con los gritos. Los policías tomaron de los brazos al papá de Esteban, lo jalaron unos metros y lograron calmarlo diciendo que probablemente yo tenía alguna discapacidad mental. Mi madre no intervino hasta que terminó la paliza, seguro pensaba que merecía toda esa violencia.

Dos días después me llevaron a un psiquiatra, un gordo barbón que hablaba como si tuviera una papa en la boca. Preguntaba cosas que no entendía, lo único que llegaba a mis oídos era: wah wah wah. Me diagnosticaron con una cosa disociativa, o algo así; según el gordo barbón tuve una experiencia traumática y se me borró la memoria. Lo escuché detrás de la puerta de su consultorio, cuando se lo explicaba a mamá, mientras yo jugaba a manejar una nave espacial con mi silla en la sala de espera. También dijo que probablemente era un mitómano, que debía volver a verme para seguir analizando.

No supe qué significaba esa palabra, así que al llegar a casa busqué en internet. Básicamente el gordo dijo que yo era un mentiroso profesional. Sigo sin comprender cómo es que mi madre le creyó. Yo no soy ningún mentiroso. Además, estoy seguro de todo lo que pasó: 

  1. porque llevaba puestos mis shorts de la suerte; 
  2. porque en mi cartera solo traía cinco dólares y a la mañana siguiente estaba vacía.

 

Pasaron cuatro noches para que mamá dejara de llorar cada vez que yo le pasaba por enfrente. Esperé a escuchar sus ronquidos, abrí la puerta de mi cuarto con mucha calma. Me tumbé como si fuera una ballena varada y me arrastré por todo el pasillo, luego por las escaleras y finalmente abrí la puerta de la casa sin que los gruñidos de mi madre se apagaran. 

Sintiendo la brisa fresca en mi frente, con la tranquilidad de la noche columpiándose en mi pecho, caminé hasta la playa. La cercaron con listones amarillos, un par de patrullas estaban estacionadas en la entrada. 

Los policías roncaban, para no despertarlos me convertí de nuevo en ballena. Pasé por debajo de los listones, arrastrándome, tragando arena sin hacer ruido, cerrando los ojos hasta que sentí la marea. Me tumbé bocarriba, con una sonrisa en el rostro. Contemplé a Esteban, alcé mi puño, su brillo me abrazó a la distancia. 

Luego de dos minutos escuché un carraspeo que me tensó las nalgas. Giré de a poco y vi al cumplidor de deseos. Estaba tumbado igual que yo, como a diez metros de distancia, observando la sábana de estrellas sobre nosotros. No le dije nada, seguro veía a algún familiar o amigo convertido en planeta. 

Me concentré en el mar humedeciendo mi panza, mis shorts de Buzz Lightyear y mis pies descalzos. Entre el calor que me arrojaba la luz de Esteban y el frío del agua no dejaba de preguntarme: ¿cómo no pueden creerme? Si lo miras fijamente, incluso parece que el planeta tiene la forma de una E.

***

Iván García Mora (Tijuana, 1993). Sus textos han aparecido en revistas como Plástico, Neotraba, El Septentrión, Grafógrafxs y Low-fi Ardentía. Es autor del poemario Tadoma (Pinos Alados, 2020). Escribió el libro de cuentos Seis posibles razones por las que mi abuelo decidió vivir en un cajón (Ediciones Cuarentena), parte de la colección Primeros Libros, editada por Luis Humberto Crosthwaite. Es guionista de la miniserie Reconstruyendo el Tono, una iniciativa de Paradox Effects. Fue parte del comité organizador del Festival Internacional de Poesía Caracol Tijuana. 





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