Psicología Educacional y Orientación Vocacional

SOBRE EDUCACIÓN INCLUSIVA: ENFOQUE DE DERECHOS HUMANOS Y CONTRIBUCIONES DE LA PSICOLOGÍA

Adrián M. Azrak
Universidad de Buenos Aires (UBA), Facultad de Psicología, Argentina

SOBRE EDUCACIÓN INCLUSIVA: ENFOQUE DE DERECHOS HUMANOS Y CONTRIBUCIONES DE LA PSICOLOGÍA

Anuario de Investigaciones, vol. XXIV, pp. 61-68, 2017

Universidad de Buenos Aires

Recepción: 03 Junio 2017

Aprobación: 01 Septiembre 2017

Resumen: El movimiento de la educación inclusiva tuvo desde sus inicios el imperativo de ampliar el alcance del derecho a la educación a la totalidad de las personas. Basado en el enfoque de derechos humanos, su discurso impregnó en la bibliografía académica como en el diseño e implementación de políticas educativas. En este sentido, en el presente trabajo se argumenta cómo la materialización de esta tendencia educativa, si bien amplió las fronteras del derecho a la educación, amenazaría simultáneamente el respeto del derecho a la salud de las personas con discapacidad mental. A tal fin, se indaga las consecuencias de la injerencia de diagnósticos clínicos en contexto escolar y su configuración mediante políticas educativas. De esta manera, se busca exponer cómo el afianzamiento del derecho a la educación puede ubicarse en contradicción y detrimento del derecho a la salud, lo cual cuestionaría la indivisibilidad e interdependencia de los Derechos Humanos.

Palabras clave: Derecho a la Educación, Derecho a la Salud, Políticas Educativas, Discapacidad Mental.

Abstract: The inclusive education movement had from the outset the imperative to extend the scope of the right to education to all people. Based on the human rights approach, this speech permeated the academic literature as well as the design and implementation of educational policies. In this sense, in this article we argue how the materialization of this educational trend, while extending the borders of the right to education, simultaneously could threaten the respect of the right to health of people with mental disabilities. To this end, the consequences of clinical diagnoses interference on school context and their configuration through educational policies will be investigated. In this way, it will be demonstrated how the strengthening of the right to education could be located in contradiction and detriment of the right to health, questioning a fundamental characteristic of the Human Rights: their indivisibility and interdependence.

Keywords: Right to Education, Right to Health, Educational Policies, Mental Disability.

Introducción: los Derechos Humanos y su influencia en educación

Los caminos que confluyen en la concepción actual de la Educación Inclusiva han provenido de puntos de partida tan diversos que una construcción uniforme y lineal de su evolución y reciente desarrollo plantea una tarea compleja de realizar. Aportes complementarios, superpuestos e incluso contradictorios abonan su terreno y conforman escenarios donde concepciones tanto perimidas como de última generación logran convivir y moldear la práctica educativa. Asimismo, y en sintonía y coherencia con sus propios postulados respecto a la celebración de la diversidad, no solo la bibliografía disponible sino también los resultados prácticos obtenidos impiden establecer un veredicto monolítico sobre su éxito y vigencia. Por esta razón, algunos autores (Daniel y Gartner, 1998; Moriña Díez, 2004) han sugerido que el término educación inclusiva no tiene por qué compartir necesariamente el mismo significado en un país y en otro; debido a su dinámica inherente, cada realidad educativa y social singular imprime los nuevos desafíos a los que habrá de dar respuesta. Más aun, “en un mismo país pueden existir diferencias entre prácticos de la educación, políticos e investigadores acerca de lo que entienden por educación inclusiva” (Moriña Díez, 2004: 23).

No obstante, durante las últimas tres décadas han tenido lugar una serie de esfuerzos y compromisos en el ámbito internacional tendientes a constituir parámetros comunes a través de los cuales planificar y garantizar un acceso a la educación los más equitativamente posible. Una clara expresión de este hecho quedó registrada en la Declaración Mundial sobre Educación para Todos organizada por la UNESCO en 1990. En ella la preocupación general por las insuficiencias de los sistemas de educación en todo el mundo y los interrogantes sobre el lugar que ocupaba la educación en la política de desarrollo humano decantaron en la redacción de “una guía útil para los gobiernos, organizaciones internacionales, los educadores y los profesionales del desarrollo cuando se trata de elaborar y de poner en práctica políticas y estrategias destinadas a perfeccionar los servicios de educación básica” (Prefacio a la segunda edición). Al mismo tiempo, no dejó de enfatizarse el compromiso para saldar las deudas pendientes en relación con las necesidades básicas de aprendizaje de diversos grupos desasistidos.

Cuatro años más tarde, la Declaración de Salamanca de principios, política y práctica para las necesidades educativas especiales reclamó filiación explícita con el acuerdo mencionado en el párrafo anterior al proponerse como un instrumento a través del cual se propiciaría la consecución de su objetivo principal: extender las fronteras de la educación a la mayor cantidad de personas posibles. En esta ocasión, la focalización estuvo puesta en los modos de respuesta que deberían asegurarse a los niños y niñas con necesidades educativas especiales. El documento firmado en el encuentro por los representantes de los países presentes afirmaría y consolidaría el planteamiento de la integración escolar en tanto derecho a la normalización de las personas con discapacidad. Como sostiene Moriña Diez, “se demandaba el derecho civil de las personas a una vida lo más normalizada posible” (Moriña Diez, 2004: 37).

Un argumento similar había sido esgrimido en 1989 mediante la Convención sobre los Derechos del Niño. A través de su texto se reconoció no sólo el derecho del niño a la educación sino que también quedaría detallada su condición de ejercicio que como obligación deberían garantizar los Estados. El tercer párrafo del artículo 28 ratificó que los Estados Partes “fomentarán y alentarán la cooperación internacional en cuestiones de educación, en particular a fin de contribuir a eliminar la ignorancia y el analfabetismo en todo el mundo”. Al mismo tiempo, el artículo 23 otorgó su beneplácito a los derechos del niño mental o físicamente impedido y demandaba que “la asistencia que se preste […] estará destinada a asegurar que el niño impedido tenga un acceso efectivo a la educación, la capacitación, los servicios sanitarios, los servicios de rehabilitación, la preparación para el empleo y las oportunidades de esparcimiento y [que] reciba[rá] tales servicios con el objeto de que el niño logre la integración social y el desarrollo individual […] en la máxima medida posible”.

Estos hechos puntuales, mas no únicos, ratificaron hacia fines del siglo XX el fuerte impulso que la perspectiva basada en derechos humanos había adquirido en educación a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948. A pesar de la existencia de precursores históricos, el artículo 26 de este instrumento dictaminó la aparición de una nueva interlocución y entrecruzamiento entre educación y derecho. Una relación que irá adquiriendo desde entonces un peso cada vez más relevante al punto de ubicar que “la educación formal básica como un derecho fundamental implica un cambio radical en el modo en que se concibe la relación entre los niños -como sujetos activos de la educación- y el Estado -sujeto destinatario-” (Scioscioli, 2015: 222). En el mismo sentido, Abramovich sostiene que “se procura cambiar la lógica de la relación entre el Estado y aquellos que se beneficiarán con las políticas. No se trata solo de personas con necesidades, que reciben beneficios asistenciales o prestaciones fruto de la discrecionalidad, sino titulares de derechos que tienen el poder jurídico y social de exigir del Estado ciertos comportamientos.” (Abramovich, 2004:10).

En este sentido, Sciocioli encuentra escollos para ubicar a la educación como un bien económico, o bien, como un servicio público; ambas opciones son desechadas respectivamente por lo inadecuado e incompleto de su formulación: la nueva perspectiva de la educación basada en un enfoque de derechos fundamentales conllevaría una superación de su concepción. El impacto en educación a raíz de su estructuración como derecho fundamental reconocerá un cambio que “invierte la óptica desde la cual se analizan las condiciones de prestación del servicio educativo […] el derecho a la educación como derecho fundamental impone mucho más que el establecimiento de meros mandatos objetivos. La subjetivación presente en la noción de derecho fundamental barre con el carácter discrecional de la prestación del servicio educativo, además de que ubica en el centro de la escena a la persona o grupos de personas como sujetos activos, titulares de derechos” (Sciocioli, 2015: 208). En otras palabras, dicho proceso de subjetivación no solo habilitaría el establecimiento del contenido del derecho a la educación como una facultad o atributo exigible por los sujetos sino que también instaría a los Estados a custodiar su cumplimiento a través de la composición de un ordenamiento jurídico pertinente y eficaz.

Bajo esta creciente apreciación doctrinal, la integración educativa comenzaba a encontrar fuertes fisuras y limitaciones en el reconocimiento de derechos de otros niños en situación de desventaja. Así también, tornaba insuficiente la participación de los Estados como garantes del derecho a la educación: la extensión de la tutela de derechos debería propiciarse a los fines de alcanzar no únicamente a los niños con necesidades educativas especiales sino además a todos los grupos en situación de marginalidad. El foco de atención de los marcos internacionales debería incluir también a niños pobres y en situación desventajosa, a minorías étnicas y lingüísticas, a aquellos afectados por el conflicto y por enfermedades, entre otros. (UNESCO, 2005). Al decir de Booth, “la inclusión no se refiere solo a niños y jóvenes con discapacidad. No se puede tomar un proyecto de inclusión si se piensa en términos tan exclusivos” (Booth, 2000: 79).

Este cambio conceptual y práctico en materia educativa es receptado rápidamente, por ejemplo, en la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad firmada en 2006. Su artículo 24 reconoce el derecho de las personas con discapacidad a la educación y establece que “con miras a hacer efectivo este derecho sin discriminación y sobre la base de la igualdad de oportunidades, los Estado Partes asegurarán un sistema de educación inclusivo” (Artículo 24, inciso 1).

De esta forma, el actual enfoque propuesto asienta una nueva racionalidad fundamentada en el respeto por la diversidad de los alumnos. Las escuelas son invitadas a adaptar su oferta educativa y sus formas de enseñanza de acuerdo a las particularidades que presentan las aulas y los contextos en las que se encuentran. En sus formas más radicales, la filosofía para la inclusión defiende una transformación del sistema educativo en su conjunto y establece como necesidad la personalización de la educación. La respuesta positiva a la heterogeneidad de los alumnos y la concepción de las diferencias individuales no como problemas, sino como oportunidades para enriquecer el aprendizaje, implican un acceso a las posibilidades de aprendizaje en condiciones de igualdad (UNESCO, 2005). En definitiva, el altar del respeto a la diversidad se consagra no solo como remedio contra la discriminación, la segregación y la exclusión en educación sino también como garantía de respeto a los derechos humanos.

Hacia una delimitación de la Educación Inclusiva

Como fue mencionado en el apartado anterior, el enfoque de derechos fue adquiriendo una adherencia e importancia cada vez mayor en el discurso y la práctica educativa a partir de 1948. Aquel hito abrió un período de nuevas posibilidades de acceso a la educación a diversos grupos de la población infantil que habían sido largamente discriminados y excluidos. En tanto se establecieron criterios mínimos de exigibilidad, los Estados Parte fueron constreñidos a asegurar y garantizar una base universal e indispensable a todos los individuos independientemente de sus cualidades o atributos. De este modo, la multiplicidad de adversidades que debían atravesar una infinidad de personas para gozar efectivamente de sus (re)negados derechos fue reconocida oficialmente y medidas concretas -en calidad de políticas públicas- tuvieron lugar.

Este proceso de integración de alumnos conllevó la aparición de nuevos dilemas e incógnitas: era necesario responder a la gran diversidad que las aulas comenzaban a manifestar. Como fue mencionado previamente, la integración educativa se asoció inicialmente con la atención de los alumnos que presentaban necesidades educativas especiales, cobrando especial protagonismo aquellos rotulados como discapacitados. Desde este planteamiento, la adecuación curricular se alzaba como estrategia para superar las dificultades que obstaculizaban el aprendizaje de los alumnos con necesidades educativas especiales para así lograr la normalización del niño impedido.

En las últimas décadas, sin embargo, el movimiento de la filosofía de la educación inclusiva comenzaría a cobrar vigor al sustituir el concepto de necesidades educativas especiales por uno más adecuado al modelo social de la discapacidad: las barreras para el aprendizaje y la participación. A partir de entonces, los impedimentos para aprender y participar son concebidos a través de la interacción entre los estudiantes y su contexto, los docentes y sus prácticas, las políticas públicas, las instituciones, las culturas y las circunstancias sociales y económicas que afectan sus vidas. Es decir, la complejidad del proceso obligó a trascender el mero concepto de integración a uno más amplio y ambicioso, conocido como inclusión. La composición heterogénea del alumnado pasará a ser no solo defendida sino también alentada y promovida. De esta manera, el nuevo enfoque propugnará la utilización de la mayor cantidad y variedad de recursos pedagógicos disponibles a los fines de facilitar el aprendizaje de todos los alumnos.

En este contexto, la producción académica ofreció un estudio y análisis del fenómeno educativo de la educación inclusiva desde múltiples puntos de vista. A tal efecto, es posible destacar la recopilación realizada por Moriña Díez de trabajos e investigaciones que abordaron “el estudio de centros que han iniciado y puesto en práctica procesos de mejora para dar respuesta a la diversidad” (Moriña Díez, 2004: 55). Para ello, esta autora realiza una agrupación según se trate publicaciones de estudios teóricos o bien revisiones de investigaciones sobre escuelas con una orientación inclusiva. Asimismo, identifica a ambos grupos en función del énfasis dado a “tres aspectos que se pueden considerar cuando se desarrollan procesos de mejora o prácticas de inclusión que atienden a la diversidad en las escuelas” (Moriña Díez, 2004: 54): las características internas del aula, las internas del centro y las externas al centro. Por ejemplo, la investigación desarrollada por Porter (1995) sobre la política inclusiva en Canadá es citada como caso de un estudio teórico que reúne para su análisis a elementos internos del aula (instrucción multinivel, curriculum común y estrategias que animan la participación de todos los alumnos y comprometen a los docentes para planificar con variaciones que respondan a las necesidades individuales de los alumnos), internas del centro (cambio de rol para el profesor de educación especial, desarrollo profesional y colaboración del profesorado) y externos a él (financiación, liderazgo visionario de los administradores y política educativa).

Sin perjuicio de exponer un sincretismo desmesurado, la recopilación bibliográfica sobre educación inclusiva realizada por Moriña Díez no deja de manifestar y enfatizar el cambio que tuvo lugar desde la perspectiva integradora hacia a la perspectiva inclusiva. El pasaje es fundamentado mediante los siguientes argumentos, que serán abordados simultánea o sucesivamente por los autores involucrados en la producción académica de la educación inclusiva según el énfasis y dirección que pretendieron dar a sus respectivas investigaciones:

1. Cambio de óptica: del paradigma normalizador al enfoque de derechos humanos

2. Nivel de alcance: de la atención a los alumnos con necesidades educativas especiales a la visibilidad de todos los alumnos, independientemente de sus capacidades o discapacidades

3. El principio de equidad en lugar del de igualdad: en tanto el trato igualitario no resulta suficiente, se insta a que cada alumno reciba el apoyo adecuado para desarrollar su potencial

4. Desplazamiento del foco de atención: de una respuesta individual centrada en los déficits de los discentes a un marco amplio de reestructuración de la institución y la comunidad

5. La transmutación de los modelos exclusivamente educativos y médicos de la discapacidad a modelos sociológicos de la interpretación de la discapacidad

6. Nueva conceptualización de la propuesta pedagógica ofrecida: de la diferenciación curricular -vía adaptación curricular- al curriculum común, comprensivo y diverso

7. Ampliación de los ámbitos de compromiso: de la responsabilidad única de los profesionales de apoyo a la respuesta compartida de todos los profesionales de la educación

8. Resultado esperado: de la integración como innovación educativa a la inclusión como reforma educativa

Por otra parte, resulta pertinente destacar una similitud estructural que la mayoría de estos trabajos no deja de soslayar: una nueva forma de conceptualizar la práctica educativa se desliza con una retórica similar a la esbozada en los instrumentos internacionales de Derechos Humanos. Es decir, estas elaboraciones teóricas parecerían teñirse de un léxico y una gramática peculiar y muy cercana a la propuesta por dichos instrumentos internacionales como modo de fundamentar sus propuestas pedagógicas, su ética educativa y su posicionamiento filosófico. Se establece así un discurso que no solo toma prestado términos y definiciones del Derecho sino que también incorpora sus proposiciones y premisas para consolidar el nuevo enfoque educativo y legitimar y ratificar, de ese modo, su actuación a través del diseño e implementación de diversas políticas educativas. Por ejemplo, Anijovich establece que “la enseñanza es la que debe adaptarse a la diversidad de los sujetos a los que pretende educar -y no pretender la conocida dinámica inversa- para poder, de este modo, garantizar la igualdad de oportunidades para todos, reconociendo las diferencias iniciales” (Anijovich, 2014: 40). Por su parte, López Melero afirma que “la educación de las personas excepcionales en la escuela común es el camino más corto para que la escuela pública cumpla su compromiso público de ser una institución el servicio de la Cultura de la Diversidad y donde se garantiza el cumplimiento de los Derechos Humanos” (López Melero, 2004: 273). Asimismo, Falvey sostiene que “la educación inclusiva trata de acoger a todo el mundo, comprometiéndose a hacer cualquier cosa que sea necesaria para proporcionar a cada estudiante y a cada ciudadano de una democracia el derecho inalienable de pertenencia a un grupo, a no ser excluido” (Falvey et al, 1995: 10).

Estas puntualizaciones aisladas ilustran este desplazamiento de la forma de argumentación jurídica al razonamiento pedagógico que, por su parte, permitiría explicar la abundancia de elaboraciones y concepciones prescriptivas sobre lo que la educación inclusiva debería ser y modificar a fin de garantizar un alcance masivo y equitativo a todos los alumnos. En definitiva, se reconoce la singularidad humana solo mediante la atención a la diversidad y como forma de garantizar el respeto y ejercicio de los derechos humanos.

La normativa nacional y los procesos de internacionalización del Derecho

La reiterada mención en los apartados anteriores tanto a la normativa internacional como a diversas declaraciones organizadas por organismos de índole supranacional no debe ser considerada resultado de un hecho azaroso ni fortuito. Su obligada mención responde no sólo a las relaciones ínsitas establecidas entre el derecho y la educación inclusiva sino también a un fenómeno con creciente expresión durante las últimas décadas: los procesos de internalización del derecho. En este sentido, Gordillo afirma que las relaciones entre derecho interno y derecho internacional han tomado un sorprendente y nuevo rumbo que torna frecuente que “el estudioso del derecho local encuentre dificultades para aceptar el fundamento de la supremacía aquí postulada del derecho supranacional convencional sobre el derecho constitucional interno” (Gordillo, 2007: II-1). A su vez, sostiene que “la materia de los derechos humanos es la primera y más importante manifestación de la internacionalización del derecho” (Gordillo, 2007: II-1). En tal sentido, es posible verificar cómo la Constitución Nacional, con su reforma en 1994, fortalece mecanismos de protección de los derechos humanos (artículo 43) y otorga, según artículo 75 inciso 22, jerarquía constitucional a diversos instrumentos internacionales de derechos humanos.

Al mismo tiempo, este proceso de internacionalización del derecho ha contribuido a ubicar a la educación de las personas con discapacidades en una posición privilegiada dentro de las agendas estatales (Muñoz Villalobos, 2012). En concordancia con ello, el inciso 23 del artículo 75 de nuestra Carta Magna dispone que el Congreso debe “legislar y promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por la Constitución y por los tratados internaciones vigentes sobre derechos humanos, en particular respecto de los niños, […] y las personas con discapacidad”.

Es decir, este avance de la regulación internacional ha irradiado sus alcances y consecuencias a la mayoría de los países occidentales tanto como ha favorecido la instalación de un creciente debate sobre el derecho a la educación en el marco antes perfilado. Consecuentemente, los Estados han adecuado sus políticas públicas con los principios internacionales vigentes so pena de incurrir en responsabilidad internacional. Debido al carácter vinculante de la normativa, procuran hacer propios sus postulados para desarrollar y acompañar las transformaciones mencionadas. Nuestro país no ha quedado al margen de este proceso por lo que ha debido promover una serie de prerrogativas y garantías para hacer efectivos los derechos de las personas a la educación.

Si bien excede los propósitos de este trabajo realizar un análisis exhaustivo de la amplia legislación y regulación en materia de educación inclusiva, un repaso por las principales leyes evidenciará la tendencia que, al menos desde un plano formal, adquirió en nuestro país el paradigma pedagógico presentado en este escrito.

La Ley de Educación Nacional N° 26.206, sancionada en 2006, dispone en su capítulo II (Fines y objetivos de la política educativa nacional) la necesidad de asegurar condiciones de igualdad respetando las diferencias entre las personas sin admitir discriminación de ningún tipo (artí-culo 11, inciso f). Por su parte, el artículo 42 define a la Educación Especial como la modalidad del Sistema Educativo destinada a asegurar el derecho a la educación de las personas con discapacidades, temporales o permanentes, en todos los niveles y modalidades del sistema. Brinda atención educativa en todos aquellos problemas específicos que no puedan ser abordados por la educación común y se rige por el principio de inclusión educativa.

En la misma línea, la Ley de Protección Integral de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes N° 26.061 declara el derecho a la educación como garante del ejercicio de la ciudadanía y demás derechos, y especifica que las niñas, niños y adolescentes con capacidades especiales tienen todos los derechos y garantías consagrados y reconocidos en su texto, además de los inherentes a su condición específica (artículo 15).

Por su parte, la Ley Nacional de Salud Mental N° 26.657 no deja de remarcar las posibilidades de trabajo conjunto entre salud y educación. De acuerdo con su artículo 36, el Ministerio de Salud, en tanto Autoridad de Aplicación, deberá desarrollar en coordinación con el Ministerio de Educación planes de prevención en salud mental y planes específicos de inserción socio-laboral para personas con padecimiento mental.

Asimismo, la Ley Nacional N° 27.306, sancionada en 2016, declara de interés nacional el abordaje integral e interdisciplinario de los sujetos que presentan dificultades específicas del aprendizaje a fin de garantizar su derecho a la educación. Con fuerte sesgo de las neurociencias, entiende por dificultades específicas del aprendizaje “a las alteraciones de base neurobiológica, que afectan a los procesos cognitivos relacionados con el lenguaje, la lectura, la escritura y/o el cálculo matemático, con implicaciones significativas, leves, moderadas o graves en el ámbito escolar” (artículo 3).

En el nivel federal, la resolución del Consejo Federal de Educación N° 155/11 aprueba el documento de la Modalidad Educación Especial que indica que la inclusión consiste en trasformar los sistemas educativos y otros entornos de aprendizaje para responder a las diferentes necesidades de los alumnos. Más precisamente, entiende a la inclusión como definición política para garantizar el derecho a la educación y establece una serie de compromisos progresivos tendientes a dar cumplimiento a la Ley N° 26.206 en lo referido a las personas con discapacidad.

En el ámbito de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el artículo 11 de su Constitución establece que “todas las personas tienen idéntica dignidad y son iguales ante la ley” y “reconoce y garantiza el derecho a ser diferente, no admitiéndose discriminaciones que tiendan a la segregación por razones o con pretexto de raza, etnia, género, orientación sexual, edad, religión, ideología, opinión, nacionalidad, caracteres físicos, condición psicofísica, social, económica o cualquier circunstancia que implique distinción, exclusión, restricción o menoscabo”. Asimismo, en su artículo 23 dispone que la Ciudad “asegura la igualdad de oportunidades y posibilidades para el acceso, permanencia, reinserción y egreso del sistema educativo” y “promueve el más alto nivel de calidad de la enseñanza y asegura políticas sociales complementarias que posibiliten el efectivo ejercicio de aquellos derechos”. Finalmente, en el artículo 24 del mismo texto normativo determina que la Ciudad “garantiza el derecho de las personas con necesidades especiales a educarse y ejercer tareas docentes, promoviendo su integración en todos los niveles y modalidades del sistema”.

En concordancia con lo citado previamente, la Ley de Políticas Públicas para la Inclusión Educativa Plena N° 3.331 de la Ciudad de Buenos Aires plantea un horizonte prometedor para la protección del derecho a la educación. Sancionada en 2009, esta ley tiene como objeto propiciar la creación, monitoreo y evaluación de las políticas públicas para una inclusión educativa plena (artículo 1). Asimismo, define calidad educativa como el acceso y permanencia de toda la población a los mejores aprendizajes, oportunidades y servicios educativos, atendiendo a su cultura de origen, condición personal o social, de modo tal de facilitar su desarrollo como personas y como ciudadanos (artículo 3).

Por otra parte, la Resolución N° 3.773 del año 2011 del Ministerio de Educación de esta jurisdicción aprueba el Reglamento para el desempeño de acompañantes personales no docentes para los alumnos diagnosticados con Trastorno Generalizado del Desarrollo en los términos definidos por el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM IV-TR). Esta resolución, de injerencia directa para los profesiones de la Psicología (en tanto reconocía su habilitación para el desempeño como acompañante a la par de los Profesores en Educación Especial y los psicopedagogos o licenciados en Psicopedagogía), fue actualizada por la Resolución N° 3.034/13 del mismo Ministerio. A través de ella, se aprobó el Reglamento para el desempeño de Acompañantes Personales No Docentes (APND) de alumnos/as con discapacidad incluidos en escuelas de modalidad común de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Así también, la Resolución N° 6 de la Comisión para la Plena Participación e Inclusión de las Personas con Discapacidad (COPIDIS) crea el Registro de Acompañantes Personales No Docentes (APND), Maestras/os y Profesoras/es de Apoyo a través del cual amplía los títulos habilitantes al convocar a todos los Docentes, Docentes de Educación Especial, Docentes de Educación Especial con conocimiento de la Lengua de Señas Argentina, Psicopedagogos, Psicólogos, Terapistas Ocupacionales y Fonoaudiólogos a inscribirse en el citado Registro.

En resumen, mediante esta enumeración es posible ilustrar la profusa normativa que en la última década tuvo lugar en el nivel nacional cuanto jurisdiccional. La inclusión educativa cuenta con un marco normativo robusto surgido tanto de declaraciones y convenciones internacionales a las que Argentina suscribió como así también de leyes y normativas locales de diversa jerarquía.

Al mismo tiempo, esta relación entre educación y derecho podría verse beneficiada y enriquecida por la mirada de otras disciplinas que logren poner en juego diversos puntos de observación. Sin dejar de mencionar las innumerables adversidades que aún se presentan en la práctica para hacer efectivos los derechos destacados, algunos cuestionamientos provenientes de la psicología invitarían no solo a interrogar este comensalismo establecido en beneficio del discurso educativo -principalmente cuando se realiza en términos acotados y no rigurosos- sino también a evaluar las consecuencias en la salud mental de los alumnos incluidos en el sistema educativo normal a raíz de las políticas educativas implementadas. Invocar la argumentación de los Derechos Humanos conlleva el desafío de no priorizar algunos derechos en detrimento de otros a fin de garantizar su interdependencia, integralidad e indivisibilidad. Es decir, el diseño de las políticas educativas de educación inclusiva, a pesar de su loable fin de ampliar el derecho a la educación, no debería violentar o amenazar, por ejemplo, el derecho a la salud. El campo de la Salud Mental ha tenido gran influencia y responsabilidad en el cambio descripto en los apartados anteriores, especialmente con la aparición en escena de alumnos diagnosticados con discapacidad mental. Por este motivo, su palabra es demandada para indagar y ampliar los avances producidos en este movimiento. Durante su testimonio será oportuno verificar si ofrece sus pruebas también en clave jurídica o si es capaz de sostener su independencia en el análisis del fenómeno.

Aportes plausibles de la Psicología al debate sobre Educación Inclusiva

El estrecho parentesco establecido entre el discurso pedagógico y el enfoque de derechos en la elaboración conceptual sobre educación inclusiva ha permitido un desarrollo considerable de enmiendas al sistema educativo para recibir alumnos antes estigmatizados y excluidos. Novedosas políticas públicas irrumpieron en el aula y modificaron tanto el escenario tradicional de desempeño docente como la composición de su repertorio de acuerdo a las características de los nuevos destinatarios. La relación entre ambos campos del saber consolidó la puesta en marcha de un movimiento que, merced al principio de no regresividad, ha logrado beneficios inconcebibles tiempo atrás.

Así también, en su paroxismo este vínculo ha llevado a que dicha propuesta pedagógica incorpore recursos jurídicos como vía de consolidación y legitimación argumental. Esta estrategia, que permitió un gran progreso en el tratamiento del tema, trajo consigo también la irrupción de una plétora de términos y eufemismos legales ahora utilizados en sentido educativo. En tal sentido, cabría indagar si la ausencia de una previa redefinición y adaptación conceptual no correría el riesgo de desvirtuar dicha nomenclatura legal como así también de contrariar el compás de la educación inclusiva. A su vez, y como fue mencionado previamente, esta alianza habría provocado que los aportes provenientes de otras disciplinas se vean relegados a un segundo plano al momento de diseñar políticas inclusivas. Consecuentemente, el diseño de algunos requisitos impuestos por dichas políticas para introducir la educación inclusiva no solo develaría la subsistencia de concepciones perimidas en torno a la integración educativa sino que también soslayaría el ejercicio y cuidado de otro derecho humano fundamental: el derecho a la salud. A modo de ejemplo, la resolución del Ministerio de Educación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires Nº 3.034/ 2013 establece, como condición necesaria para que el alumno pueda ser acompañado por una maestra de apoyo, la presentación del Certificado Único de Discapacidad. Este hecho, que habilita el acceso a una prerrogativa invaluable en términos pedagógicos, no solo aparejaría un retroceso del modelo social de la discapacidad sino que, además, podría generar efectos adversos en estos alumnos. Es decir, los esfuerzos realizados en nuestro país por gestionar aulas inclusivas parecerían conllevar la aparición de una pandemia de diagnósticos clínicos -psicológicos y psiquiátricos, en nuestro caso de análisis- al interior del aula común a pesar de las advertencias realizadas por numerosos autores sobre la transferencia de conceptos clínicos al ámbito escolar.

Lus (1995), por ejemplo, sostiene que los diagnósticos podrían constituirse en veredictos aplastantes, que legitiman el empleo de reeducación y que traen aparejado el riesgo de fijar al niño a su enfermedad. Baquero (2003) afirma que el proceso de etiquetamiento, marginación y exclusión del sistema, o la transformación de diferencias de ritmos, procesos y productos de aprendizaje de los sujetos en constructos acerca de patologías individuales, se vincula tanto con la hegemonía del modelo clínico-médico en la constitución de la disciplina y la profesión psicológica como con la incapacidad del pensamiento moderno para construir categorías explicativas-comprensivas de la subjetividad más allá del individuo, que abarquen la acción intersubjetiva mediada por instrumentos históricos culturales. De esta manera, las sospechas sobre la educabilidad seguirían recayendo en el ámbito personal, sin problematizar la incapacidad del sistema educativo y/o de enseñanza para contener y producir herramientas que favorezcan los aprendizajes de todos los niños. Adicionalmente, extrapolar acríticamente el modelo clínico, sin contextualizarlo en relación con la especificidad educativa, derivaría en una versión “devaluada” (Erausquin et al, 2006).

En razón de ello, la Comisión Nacional Interministerial en Políticas de Salud Mental y Adicciones (CONISMA) se ha visto obligada a expedir las Pautas para evitar el uso inapropiado de diagnósticos, medicamentos u otros tratamientos a partir de problemáticas del ámbito escolar, donde observa con preocupación la existencia de una “tendencia creciente a abordar problemáticas que surgen del ámbito escolar a partir de la realización de diagnósticos de salud mental en base a meros indicadores comportamentales, prescripción inadecuada de medicamentos e indicación inoportuna de certificación de discapacidad” (CONISMA, 2014: 3).

Por este motivo, los aportes provenientes del campo de la Salud Mental adquieren transcendencia a los fines de calibrar el enfoque de derechos humanos, en tanto uno de los efectos no previstos de la implementación de la educación inclusiva en nuestro país ha sido la proliferación de alumnos con diagnósticos clínicos en las aulas escolares. Si bien el innegable avance en garantía y ejercicio de derechos por parte de los niños y adolescentes con discapacidad mental en el terreno educativo conforma uno de los logros más importantes en la consecución de la igualdad de oportunidades, resulta necesario indagar y analizar las consecuencias que el modo diseñado de ejercicio del derecho a la educación acarrea para estos alumnos.

De esta manera, surge la necesidad de establecer un diálogo interdisciplinario entre Educación, Salud Mental y Derechos Humanos a los fines de planificar novedosas formas de garantizar el ejercicio del derecho a la educación de las personas con discapacidad mental sin violentar ni comprometer colateralmente su derecho a la salud. Los interrogantes sobre la necesidad de transpolar consideraciones de diagnósticos clínicos (introducidos a partir del Certificado Único de Discapacidad) para establecer propuestas educativas y habilitar el acceso a sistemas de apoyo, como así también el análisis sobre la (in)existencia de pedagogías particulares para cada trastorno mental, deben ser puestos en cuestión conjuntamente por la Pedagogía y la Salud Mental con el ánimo de proponer mejores condiciones de ejercicio de ambos derechos, como así también para no soslayar aspectos de Salud Mental en el enfoque de derechos humanos.

Reflexiones finales: desafíos interdisciplinarios en vistas al futuro

La puesta en práctica de la filosofía inclusiva como medio para hacer efectivos los marcos normativos nacionales e internacionales citados previamente ha conllevado un cuestionamiento de los límites tradicionalmente establecidos entre educación normal y especial. En este punto, resulta difícil desconocer la gran influencia que la Psicología imprimió en esta división mancomunadamente junto a otras disciplinas. Sin embargo, el paradigma de la educación inclusiva la obliga a repensar un nuevo enfoque: los aportes que sea capaz de ofrecer deben coadyuvar a la consolidación de una real igualdad de oportunidades sin dejar de reivindicar los resquicios de subjetividad de niños y adolescentes en pleno proceso de constitución y desarrollo. Como señala Corwin (1987), las leyes crean inevitablemente distinciones acerca del modo de tratar a diferentes personas. Por ello, es menester analizar cuáles de ellas realizan una discriminación intolerable y construyen clases sospechosas que, al no encontrar justificación suficiente, podrían originar una discriminación perversa. En un sentido similar, la ambivalencia del término “atención a la diversidad” lleva a Skliar a sostener que “bien podría ser considerado como un simple dato descriptivo y prescriptivo que consiste en ser cada vez más riguroso y obsesivo en la catalogación del otro” (Skliar, 2002: 19).

Al mismo tiempo, la aparición de alumnos con Certificados de Discapacidad precipitaría el despliegue de un fenómeno paradojal al enfoque de derechos humanos: mientras su posesión facilitaría ciertas garantías para el ejercicio del derecho a la educación, el efecto pandémico de nuevas categorías diagnósticas en las aulas escolares atentaría contra el derecho a la salud. Más aun, la presencia -acrítica- de categorías diagnósticas parecería incluso cuestionar la consecución del beneficio pedagógico esperado. Tal como resaltan Dussel y Southwell (s/d),

la capacidad del otro que está siendo educado se pone en juego en la relación educativa misma, no previamente en el sujeto de aprendizaje; es decir, esa capacidad es el resultado de una construcción en el marco de una relación pedagógica, que posee una historicidad y decisiones que la estructuran. Así, los desempeños subjetivos, aun cuando se expresen en un desempeño individual, constituyen el remate de un desarrollo que es cultural y singular, propio de cada uno. Esto es, el despliegue de las condiciones para el éxito o el fracaso no son una propiedad exclusiva de los sujetos sino, en todo caso, un efecto de la relación de las características subjetivas y su historia de desarrollo, junto con las propiedades de la situación que permite que ellas se desplieguen.

Consecuentemente, el campo de la Salud Mental se encuentra frente al deber ético de proporcionar novedosos análisis en torno a los mandatos enarbolados mediante la inclusión educativa. Su presencia no puede encontrarse ajena a los debates planteados en este ámbito por diversos motivos. En primer lugar, y en tanto se le adjudica a la educación el objetivo de lograr el pleno desarrollo de la personalidad humana (artículo 26, inciso 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos), su conocimiento debe analizar y evaluar las consecuencias de la implementación de las políticas educativas inclusivas, es decir, estudiar las implicaciones sobre las subjetividades de los niños y adolescentes alcanzados de modo directo por este cambio paradigmático. En segundo lugar, debido a la gran repercusión que significó el movimiento de la educación inclusiva para el ámbito laboral de los profesionales de la Salud Mental. No solo fomentó una nueva forma de inserción en la escuela a través de la figura del acompañante personal no docente, sino que también las consultas clínicas se han visto teñidas por causas iniciadas en el terreno educativo. En este punto, el planteamiento de reflexiones críticas rompería cualquier intento de complicidad contraria al normal desarrollo psíquico de la niñez y de la adolescencia. En tercer lugar, por los aportes que debe ofrecer para repensar la formación docente. La convivencia y (con)fusión de aspectos de integración con inclusión escolar debe precaver y alertar sobre los usos que pueden originarse a través de la introducción de categorías diagnósticas en el ámbito escolar para luego decantar en investigaciones sobre su provecho en aras de un mejor aprendizaje. Finalmente, debe adoptar una postura de compromiso para enriquecer las políticas públicas, en tanto la inclusión refiere no solo a un hecho educativo sino a un ideario para la sociedad en su totalidad.

En síntesis, la propedéutica esbozada en este trabajo perfila algunas de las plausibles propuestas que pueden ofrecerse al enfoque de la educación inclusiva por fuera de los límites establecidos en torno al monopolio ejercido por la educación y el derecho. En tanto la educación inclusiva ubica en el centro al aprendizaje y la pertenencia del alumnado, la Salud Mental adquiere legitimación activa tanto para plantear sus interrogantes como así también para presentar sus pruebas y descargos en defensa de la subjetividad de niñas, niños y adolescentes.

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