Memorias sensoriales de la violencia en San Fernando, México

Sensory memories of violence in San Fernando, México

Oscar Misael Hernández-Hernández
ohernandez@colef.mx, México

Memorias sensoriales de la violencia en San Fernando, México

Espacio Abierto, vol. 30, núm. 4, pp. 107-128, 2021

Universidad del Zulia

Recepción: 18 Marzo 2021

Aprobación: 17 Agosto 2021

Resumen: Este artículo tiene como objetivo reconstruir las memorias sensoriales de la violencia en San Fernando: un municipio del noreste de México, cerca de la frontera con Estados Unidos, donde en el año 2010 un grupo criminal asesinó a 72 migrantes de Centro y Sudamérica y posteriormente desaparecieron, secuestraron y asesinaron a cientos de personas ante la negligencia del Estado mexicano. Con base en la denominada antropología entre familia, se realiza trabajo de campo con familiares del etnógrafo y amigos de la familia. Se identifica que en este contexto la violencia es evocada y significada por algunos residentes a través de sensaciones y sentimientos, que remiten a eventos o situaciones traumáticas temporal y espacialmente situadas, pero significadas en y desde el presente. Se concluye que el estudio de caso contribuye a la literatura sobre memorias de la violencia y al conocimiento de un proceso sociohistórico de inseguridad que en México se conoció como guerra contra el narcotráfico, pero también aporta a reflexiones teórico-etnográficas en torno a las memorias clandestinas/no oficiales y a las políticas institucionales de las memorias, en especial sobre hechos traumáticos.

Palabras clave: Memorias, sentidos, violencia, antropología, familia, migrantes.

Abstract: This article aims to reconstruct the sensory memories of the violence in San Fernando: a municipality in northeastern Mexico, near the border with the United States, where in 2010 a criminal group murdered 72 migrants from Central and South America and subsequently disappeared, kidnapped and murdered hundreds of people due to the negligence of the Mexican State. Based on the so-called anthropology among family, fieldwork is carried out with members of ethnographer´s family and family friends. It is identified that in this context violence is evoked and signified by some residents through sensations and feelings, which refer to temporally and spatially situated traumatic events or situations, but signified in and from the present. It is concluded that the case study contributes to literature on memories of violence and the knowledge of a socio-historical process of insecurity that in Mexico was known as the war against drug trafficking, but it also contributes to theoretical-ethnographic reflections on clandestine/unofficial memories and institutional policies of the memories, especially on traumatic events.

Keywords: Memories, Senses, Violence, Anthropology, Family, Migrants.

Introducción

A fines de 2019 visité a mis familiares en San Fernando. Había pasado un par de años sin verlos, así que en cuanto llegué me reclamaron. Mi respuesta fue que, ante la situación de violencia, había decidido no ir. Ese mismo año, por ejemplo, veintidós migrantes que viajaban en un autobús fueron secuestrados por hombres armados en una carretera que va de San Fernando a una ciudad fronteriza (El Sol de México, 2019). Mis excusas de nada sirvieron. De inmediato Everardo, uno de mis primos, expresó: “Esto no es nada. Antes uno veía a los mañosos pasar en sus camionetas, o escuchabas los helicópteros de los militares, pero ya no es así”. Su respuesta me hizo pensar en las categorías que construye la gente cotidianamente sobre la violencia vivida antes y después, pero a la vez, en los mecanismos de la memoria para recordar episodios de violencia.

San Fernando es un municipio del estado de Tamaulipas, al noreste de México, que a fines del año 2010 se hizo visible en la cartografía nacional e internacional por el asesinato de 72 migrantes de Centro y Sudamérica, por parte del grupo criminal Los Zetas (Aranda, 2010). También es el municipio donde, un año después, organizaciones no gubernamentales y autoridades federales encontraron cerca de 200 cuerpos en fosas clandestinas, presuntamente de personas secuestradas mientras viajan en sus vehículos o en autobuses; aunque algunos colectivos de familiares de desaparecidos han denunciado que la cifra de cuerpos es mayor (Heraldo de México, 2019).

Casos como los de San Fernando atrajeron la atención de analistas sociales. Algunos estudios cuestionaron al Estado mexicano y la política de seguridad (Aguayo, 2016); señalaron la gestión migratoria como administración de la vida y la muerte (Varela Huerta, 2017); vincularon el asesinato de los migrantes con un proceso de desplazamiento forzado (Durín, 2018); o bien consideraron a este poblado como una marca –o territorio- en la historia de violencia en México (Ovalle y Díaz Tovar, 2019). Los debates conceptuales, así como los hallazgos y reflexiones de estudios como los citados sin duda fueron enriquecedores, sin embargo, como señala Long (2007), también es importante centrar la atención en los actores para comprender el papel del Estado o el traslape de un fenómeno con procesos sociales más amplios.

Actualmente, en San Fernando la violencia no ha menguado, incluso, parafraseando a Schedler (2015:66), la violencia puede ser indistintamente selectiva, indiscriminada o aleatoria, desdibujándose las fronteras entre víctimas y victimarios. No obstante, para algunos residentes como mi primo Everardo, la violencia de hoy en día no se compara con la de hace unos años. Su expresión “esto no es nada”, puede ser considerada una categoría que clasifica y sopesa la violencia del pasado en la región: la desplegada por los mañosos (etiqueta usada por la gente para los criminales) o aquella emanada de los militares, pero sobre todo, como una categoría que da significado a la violencia del pasado desde el presente al usar los sentidos (como ver o escuchar) para reconstruir eventos o situaciones traumáticas que marcaron la vida en la comunidad.

El objetivo de este artículo es captar las memorias sensoriales construidas por algunos residentes de San Fernando a partir de un proceso de reelaboración de la violencia vivida. Se trata de una reflexión y análisis preliminar que intenta forjar un puente entre planteamientos sociológicos sobre la memoria (Halbwachs, 2004 y 2011) y antropológicos sobre los sentidos (Le Breton, 2007) para aproximarse a la rememoración y significación de episodios de violencia, específicamente de una violencia criminal que vulneró cuerpos, emociones y vidas de innumerables personas residentes o en tránsito por esta región del noreste de México.

Para mis propósitos, considero las memorias sensoriales como un proceso de reconstrucción de un pasado, evocado por sensaciones y sentimientos colectivos, que remiten a eventos temporal y espacialmente situados, pero significados en y desde el presente. Captar dichas memorias requiere realizar trabajo de campo sensible en dos dimensiones: por un lado, sensible a los recuerdos de la gente en sí, y por otro, sensible a los riesgos de campo en contextos de violencia. Ante esto, el trabajo se llevó a cabo con base en la denominada antropología entre familia (Guerra, 2011), una propuesta para hacer trabajo de campo etnográfico en territorios marcados por la violencia pasada o presente.

El presente artículo se divide en cuatro secciones. En la primera se hace una revisión de la literatura en torno a las memorias de la violencia en América Latina y, derivado de ello, se toma un posicionamiento teórico-conceptual sobre memorias colectivas y sensoriales de la violencia. En la segunda se expone la propuesta metodológica llamada antropología entre familia, la cual es útil para captar fenómenos de riesgo como la violencia echando mano de relaciones familiares y de amistad. En la tercera se desentrañan las memorias sensoriales reelaboradas y dotadas de significado por algunos de mis familiares y amigos de San Fernando en torno a la violencia: se exponen diferenciando entre sentidos, aunque conforman un todo relacionado entre sí. Finalmente, se esbozan algunas conclusiones preliminares.

Memorias y violencia: una indagación

Durante las últimas dos décadas, en América Latina se ha incrementado el estudio de la violencia perpetrada por agentes del Estado, o bien aquella que vincula tanto a “estructuras legales como ilegales para el desarrollo de economías criminales” (Cruz, 2010:80). El interés no es para menos, pues se trata de persecuciones políticas, conflictos armados, desapariciones forzadas o masacres, entre otros eventos atroces, que han marcado la historia de diferentes países en la región, pero sobre todo las vidas de personas y comunidades durante el último medio siglo.

El corpus literario abarca trabajos que van desde el análisis de la violencia política suscitada durante la dictadura en Chile (Piper Shafir, 2015) o en Uruguay (Sapriza, 2009), sobre el conflicto armado interno en el Perú (Barrantes Segura y Peña Romero, 2006), pasando por las masacres en Colombia (Cancimance López, 2011;Bonilla Eusse, Herrera Suárez y Vásquez Campos, 2016), El Salvador (Gaborit, 2006 y Yáñez, 2020) y Guatemala (Zhur, 2001), hasta los asesinatos y masacres de la última década en México (Ovalle y Díaz Tovar, 2019), entre ellas la de San Fernando, Tamaulipas.

Las y los analistas sociales coinciden en que dicha violencia no sólo se traduce en crímenes de lesa humanidad, sino también en traumas personales y colectivos debido a las pérdidas sufridas de parientes y formas de vida (Jimeno, 2011:45); traumas y perdidas que aun cuando acaecieron en el pasado, se reconstruyen en el presente e involucran anhelos, esperanzas, deseos e incluso odios (Jelin, 2003). Precisamente, el proceso reconstructivo de dicha violencia ha sido explorado a través de la indagación de las memorias como concepto y enfoque útil para entender el pasado desde el presente.

Estudios como el de Piper Shafir (2015:180), por ejemplo, sobre las memorias de la violencia política en Chile, entienden la memoria como “una práctica social que construye sentidos sobre el pasado y el presente. Sus acciones conforman un escenario de conflicto en el cual se negocian y construyen significados tanto sobre nuestros pasados como sobre los presentes y los futuros que estos hacen posibles”. Incluso para la autora, la memoria tiene una fuerza simbólica capaz de producir sujetos, relaciones e imaginarios sociales que puede ser fuente de resistencias o transformaciones, aunque ello “depende de la capacidad de sus prácticas de tensionar las versiones hegemónicas imperantes en un determinado orden social” (2015:181).

Otros estudios como el de Cancimance López (2011:8), acerca de los recuerdos, olvidos y silencios en las memorias de las masacres en Colombia, plantean que la memoria tiene una primera función de marco colectivo, el cual “permite la cohesión social y la reconstrucción del tejido social en contextos de guerra”, mientras que una segunda enfatiza el “carácter político de la memoria, desde una aproximación a la función y usos políticos del recuerdo y del olvido dentro de un campo social de luchas en donde el objeto de disputa es el significado del pasado”. Específicamente, el autor concibe la memoria “no como el recuerdo de un evento pasado, sino una construcción que se elabora desde el presente y permite reconfigurar el sentido de ese pasado” (2011:34).

Finalmente, otros trabajos como el de Yáñez (2020:20), quien indagó los recuerdos del trauma y el dolor durante una masacre en El Salvador, más bien afirman que “La memoria del dolor causado por la acción humana no es solo una memoria autobiográfica, sino una memoria compartida; tampoco es tan solo la memoria de hechos históricos pasados, sino el recuerdo vivo que han dejado en las personas que los protagonizaron o los sufrieron”. Con base en planteamientos de Halbwachs (2004), la autora señala que esta es precisamente la diferencia entre historia y memoria, pues es esta última la que permite que el pasado se extienda hasta el presente, en especial cuando el pasado está repleto de eventos traumáticos como las masacres.

Es evidente que la producción citada se inscribe dentro de la escuela o enfoque francés sobre la memoria, el cual plantea, por un lado, que ésta es un proceso socialmente construido, donde el reto es reconocer la forma en que se construyen los recuerdos e identificar los marcos sociales que les dan lugar (Halbwachs 2004 a y 2004b); por otro, que la memoria no sólo es el recuerdo de un evento pasado, sino también una construcción elaborada desde el presente que reconfigura el sentido de ese pasado (Ricoeur, 2003); y finalmente, que el espacio es relevante para abordar y entender el proceso de la memoria (Le Goff, 1977), pues es ahí donde se inscribe el acontecimiento y el tiempo que posibilita los recuerdos, incluso los silencios y olvidos.

La apropiación de dicha escuela o enfoque sobre la memoria como proceso de construcción social, con marcos específicos, que reconfigura el sentido del pasado desde el presente, sin duda ha dotado de un andamiaje epistemológico importante, pero también ha derivado en una propuesta metodológica para explorar la violencia en América Latina, en particular al considerarse el espacio, el tiempo y la narración como “tres ejes que estructuran la construcción social de la memoria”, ejes que si bien no son los únicos, “permiten desarrollar ejercicios de memorias en y con poblaciones sitiadas por la guerra” (Blair Trujillo, 2005:10), o cualquier otro evento traumático.

Sin duda el enfoque epistemológico en cuestión ha sido útil para indagar la violencia, y prueba de ello son estudios como los descritos. No obstante, como ha señalado Piper Shafir (2015:185), hasta cierto punto el énfasis de los estudios en las víctimas directas de la violencia, en sus familiares, incluso en los perpetradores “ha opacado las memorias de otros grupos que recuerdan desde otros lugares sociales”, lo que en opinión de la autora se traduce en una limitación teórica, incluso metodológica, al dejar fuera otras memorias para comprender de forma relacional eventos traumáticos que algunas personas vivieron de forma indirecta, incluso privada.

Siguiendo parte de la tendencia latinoamericana, en este trabajo apropiaré un enfoque de la memoria basado en los postulados de Halbwachs (2004a y 2004b). Por supuesto, la francesa no es la única escuela o enfoque sobre la memoria, incluso Halbwachs no es el único autor inscrito en esta, pero al menos para mis propósitos es importante debido a sus planteamientos en torno a la memoria colectiva y los marcos sociales donde esta se construye y dota de significado. Mi interés no es hacer una exégesis de su obra, sino algo más modesto: retomar algunas de sus ideas para, posteriormente, explorar la violencia desde una perspectiva sensorial.

En primer lugar, hay que destacar que para Halbwachs (2004a) la memoria colectiva es un proceso de reconstrucción, desde el presente, de un pasado vivido y experimentado por un grupo, comunidad o sociedad. La reconstrucción se basa o sustenta en el pensamiento y la comunicación, dada la necesidad constante de reconstruir recuerdos, aunque los eventos recordados no necesariamente existieron. El propósito de la memoria colectiva es garantizar la permanencia del tiempo; una forma de mostrar que el pasado permanece y, con este, la identidad y proyectos del grupo, comunidad o sociedad.

En segundo lugar, para Halbwachs (2004b) la memoria colectiva está encuadrada en marcos sociales: temporales y espaciales. Los primeros consisten en referentes socialmente significativos de algunos recuerdos relevantes en la vida de las personas, comunidad o sociedad (para usar ejemplos ad hoc, cuando asesinaron a los 72 migrantes en San Fernando, el día de una balacera, etc.). Los segundos refieren a los lugares, las construcciones, los objetos donde se deposita la memoria (p. e. la bodega donde dejaron a los migrantes muertos, la casa balaceada, etc.). Dichos marcos son importantes para la memoria colectiva, pues “mantienen por algún tiempo el recuerdo de acontecimientos que sólo tienen importancia para ellas [las personas]” (Halbwachs, 2004b:212).

Sin embargo, ¿qué es lo que permite que la memoria, en tanto un proceso de reconstrucción de un pasado vivido y experimentado, sea dotada de significado desde el presente? Parafraseando a Serematakis (1996), son los sentidos los que se vuelven el vehículo corporal y cultural que da sustancia a la experiencia y sentido al pasado reconstruido. El giro sensorial sin duda ha sido importante en los estudios antropológicos de la cultura (Howes, 2014), en particular al aludirse a las memorias sensoriales. Aunque este último campo de estudios es amplio, aquí solamente me interesa retomar algunas ideas de Le Breton (2017) sobre los sentidos para vincularla con la noción de memoria.

Para este autor (2017:12) “Los sentidos son una materia destinada a producir sentido […] Uno se detiene ante una sensación que tiene más sentido que las demás y abre los arcanos del recuerdo o del presente”. Le Breton es claro al señalar que todo lo que percibimos a través de los sentidos se vuelve un registro de anamnesis que aviva la conciencia. Después de todo, añade el autor (2017:12), “El mundo en el que nos movemos existe mediante la carne que va a su encuentro”. Visto así, una noción de memoria colectiva como la planteada, no se contrapone a pensar en memorias sensoriales.

Desde esta perspectiva, “La antropología de los sentidos implica dejarse sumergir en el mundo, estar dentro de él, no ante él”,considerando que “El individuo sólo toma conciencia de sí a través del sentir, experimenta su existencia mediante las resonancias sensoriales y perceptivas que no dejan de atravesarlo (Le Breton, 2007:11). Es decir, para la antropología de los sentidos “las percepciones sensoriales no surgen sólo de una fisiología, sino ante todo de una orientación cultural que deja un margen a la sensibilidad individual”, pues éstas constituyen significados sobre el mundo, se articulan con la historia personal y, aunque pueden tener variaciones, coinciden con lo esencial al evocar “las relaciones que los hombres de las múltiples sociedades humanas mantienen con el hecho de ver, de oler, de tocar, de escuchar o de gustar” (Le Breton, 2007:13).

Los sentidos, entonces, son el vehículo que nutre la memoria a través de la experiencia, de lo percibido o lo vivido; y esta última es narrada a través del relato personal o colectivo. Ante esto, la sociología de la memoria y la antropología de los sentidos se encuentran traslapadas. Al respecto, Candau (2006:24) reflexiona sobre la localización de la memoria en el cuerpo de los sujetos y afirma que si “las sensaciones tenían una función de memoria, el cuerpo tenía que integrase en todo modelo explicativo de la memoria”. En otras palabras: no sólo se trata del proceso bioquímico de la memoria, sino también del proceso social de memorización; los sentidos son la fuente esencial para registrar recuerdos y dotarles de significados culturales e históricos.

Con base en este andamiaje teórico sustentado en Halbwachs (2004a) y Le Breton (2007), argumento que las memorias sensoriales no son las experiencias sensoriales en sí mismas, sino más bien un proceso de reconstrucción de un pasado, evocado por sensaciones y sentimientos colectivos, que remiten a eventos temporal y espacialmente situados, pero significados en y desde el presente. La rememoración –incluso los olvidos y silencios- de eventos o situaciones traumáticas, como los hechos criminales que tuvieron lugar en San Fernando, sin duda marcaron los pensamientos y vidas de muchas personas, pero también sus cuerpos, asociando y significando hoy en día lugares, momentos y personas con la violencia vivida.

Antropología entre familia

Las ciencias sociales nos ofrecen metodologías y técnicas para hacer investigación social, más no apéndices sobre cómo utilizarlas en tiempos y/o contextos de violencia. Más allá de percepciones o exageraciones culturales, dicha carencia afecta mayormente el trabajo de campo etnográfico al ponerse en riesgo la seguridad del antropólogo. Aunque por otro lado, como ha señalado Maldonado Aranda (2014), la producción etnográfica también se ve perjudicada en términos de cómo construimos, representamos o narramos la violencia, o bien, las estrategias antropológicas que seguimos para analizarla.

San Fernando, como se dijo al principio, es un municipio del estado de Tamaulipas, situado al noreste de México, a escasos 140 km de la frontera con Estados Unidos. Se trata de un municipio que, en el año 2010, cuando Los Zetas asesinaron a los 72 migrantes, tenía un total de 57,220 habitantes; mientras que en el año 2015 alcanzó un total de 55,981 pobladores. En otras palabras, en tan solo un lustro, la población municipal se redujo en un 2.1%. Durante el mismo lustro, el desplazamiento forzado debido a la violencia también fue evidente. Alfonso, un escritor y amigo de mi familia en San Fernando, afirmaba que en el 2011 sólo en la cabecera municipal había 11,300 contratos de servicios de agua potable en hogares, pero para el año 2014 los contratos disminuyeron a 8,000: “la gente se fue por miedo, a mí me decían, uno los veía dejar sus casas y ahí siguen abandonadas hasta ahora”, narraba Alfonso.

Más allá de lo demográfico y sociológico, y a una década del apogeo de la violencia, en San Fernando aún se vive la violencia. A fines de 2019, como dije en la introducción, regresé al poblado o cabecera municipal, viajando de norte a sur por la carretera federal 101, también conocida como “carretera de la muerte” (Torres, 2011). Fue cuando mis familiares me reclamaron por no visitarlos y mi primo Everardo comparó la violencia del pasado con la del presente (recién había desaparecido una persona y los pasajeros de un autobús fueron secuestrados por gente civil armada (El Sol de México, 2019). También fue entonces cuando surgió mi interés en hacer un estudio que sirviera como un in memoriam de los 72 migrantes asesinados y de ahí el interés no sólo conceptual, sino también humanista, de hacer un estudio sobre las memorias sensoriales de la violencia entre habitantes de San Fernando.

Pero, ¿cómo hacer trabajo de campo en un contexto de violencia sin arriesgarnos tanto? Las metodologías y técnicas de investigación social sin duda son útiles, pero no de la forma tradicional, al menos en San Fernando: aquí no se debe entrevistar a quien sea, en cualquier lugar, sobre temas de violencia, so pena de exponer la seguridad personal y ajena. Después de revisar algunas experiencias antropológicas (un inicio fue el volumen coordinado por Nordstrom y Robben, 1995), encontré una propuesta sobre hacer antropología entre familia, elaborada por Guerra (2011): un etnógrafo que estudió el tráfico de drogas y la violencia en la frontera México-Texas.

Guerra (2011:208-228) plantea que la antropología entre familia consiste en echar mano de relaciones de vida como fuentes de información para conducir investigaciones sobre temas sensibles, específicamente hablar y entrevistar a familiares o parientes con la meta de escribir una historia enmarcada en procesos más amplios. El autor, además, enfatiza que la esencia de la antropología entre familia es la práctica etnográfica, pero usada de forma reflexiva y autocrítica.

Hacer antropología entre familia en San Fernando, entonces, fue una de mis alternativas menos riesgosas, comparada con recurrir a un método tradicional consistente en hablar con gente desconocida en lugares públicos. Mi visita a fines de 2019 sirvió como incursión etnográfica preliminar. Durante aquél momento, me limité a escuchar narrativas sobre violencia como la de mi primo Everardo u otros parientes, a preguntarles de forma discreta sobre sucesos específicos y a hacer recorridos de campo en lugares frecuentados por mis familiares (la plaza, el panteón, el tianguis, etc.). Sin embargo, fue al iniciar el año 2020, previo a la pandemia por Covid-19, cuando comencé el trabajo de campo en forma, realizando varias visitas los fines de semana durante el transcurso de dos meses.

Mi punto de arranque fue echar mano de mi relación de vida con Eréndira, una tía que reside en San Fernando desde los años 80´s, quien es el nodo de la familia y ha tejido una red de amistad en el municipio. Con ella conversé sobre mi profesión y mi trabajo, pero sobre todo, le hablé de mi interés en conocer lo que recordaba sobre el asesinato de los 72 migrantes en 2010, o bien de otros sucesos de violencia. Eréndira compartió sus experiencias y recuerdos conmigo. También fue a través de ella que logré conversar con otros familiares, así como con amigos cercanos a la familia, todos mayores de edad y residentes de antaño en el municipio.

Al final logré tejer una red importante de familiares y amigos de familiares (8 personas en total), quienes, desde un presente etnográfico, comenzaron a reconstruir un pasado de violencia que hasta la fecha se reproduce y es significado a través de los sentidos. Como se observa en el siguiente cuadro, al final logré conversar con cinco miembros de mi familia y tres amigos de la familia. Se trata de personas que en su mayoría nacieron en San Fernando o, en casos como el de mi tía Eréndira, llegaron a residir años antes de masacres como la de los 72 migrantes. Incluso, son personas que a pesar de sus diferencias demográficas, reelaboran la violencia vivida con significados traslapados.

Cuadro 1
Datos de la red de familiares y amigos de la familia
Seudónimo Datos
EréndiraMadre de familia, 55 años de edad, educación secundaria, empleada por cuenta propia. Residente en San Fernando desde los años 80´s. Tía del etnógrafo.
EverardoSobrino de Eréndira, padre de familia, 50 años de edad, bachillerato, empleado en comercio local. Residente en San Fernando desde los años 80´s.
DavidHijo de Eréndira, 25 años de edad, bachillerato, empleado en tienda de conveniencia. Oriundo de San Fernando.
ValeriaHija de Eréndira. 30 años de edad, bachillerato concluido, ama de casa. Oriunda de San Fernando.
MarcosYerno de Eréndira, esposo de Valeria, 35 años de edad, educación secundaria, camionero. Oriundo de San Fernando.
IgnacioAmigo de la familia, 40 años de edad, universitario, empleado en empresa agrícola. Vivió en San Fernando entre 2007 y 2010.
AlfonsoAmigo de la familia, 60 años de edad, universitario, escritor. Oriundo de San Fernando.
LorenaAmiga de la familia. 65 años de edad, preparatoria, empresaria local. Oriunda de San Fernando.

Las conversaciones que entablé tanto con mis familiares como con sus amigos fueron totalmente íntimas y flexibles. Se realizaron en sus domicilios o donde se sintieran cómodos; a veces en un café, otras en un parque. No usé ningún guión de entrevista para no forzar las conversaciones, aunque sí utilicé peguntas clave para hablar de eventos o situaciones traumáticas, aunque al final, fueron ellas y ellos quienes marcaron la pauta y yo me limité a tomar notas en libreta y, a veces, con su permiso, a grabar. Me interesé en registrar los temas que definieran, respetando sus silencios o evasiones y compartiendo mis puntos de vista o experiencias de riesgo. Las conversaciones con algunos, se dieron en más de una ocasión y fueron desde quince minutos hasta dos horas.

Por supuesto, el denominador común de las conversaciones con mis familiares o sus amigos fue la violencia, específicamente recuerdos –y a veces olvidos u omisiones- sobre sucesos que marcaron la vida del pueblo, de sus vecinos o de ellos mismos. Más concretamente, se trató de narrativas sobre situaciones criminales y traumáticas que habían visto, escuchado, incluso olido, o en ocasiones, situaciones que atestiguaron a través de más de un sentido y que, en la actualidad, rememoran y significan al conjugar sus vivencias con las de otras personas para situarlas temporal y espacialmente.

En síntesis, como señala el propio Guerra (2011), la antropología entre familia es un método apropiado para incursionar en lugares y temas sensibles. Las observaciones, conversaciones y recuerdos que logré recopilar y reconstruir durante mi breve temporada de trabajo de campo etnográfico en San Fernando, las comencé a ordenar en archivos digitales y, posteriormente, a organizar en matrices cualitativas, es decir, en esquemas donde definí algunas categorías que complementé con testimonios o narrativas relacionadas con la misma. Esta fue la base que utilicé para analizar la información, pero sobre todo, para reflexionar el fenómeno de la violencia en San Fernando: las inscripciones que se marcaron en los sentidos y se archivaron en rememoraciones colectivas.

Para finalizar, vale decir que por ética y seguridad los nombres de mis familiares y sus amigos fueron cambiados. En su lugar uso seudónimos como referentes para citar sus narrativas. También han sido cambiados los nombres específicos de algunos lugares o personas a las que mis familiares o sus amigos hicieron alusión durante las conversaciones, pues no hacerlo significaría ponerlos en riesgo, aun cuando ellos sabían del trabajo que hacía y admitieron compartir sus vivencias.

Memorias de la violencia

La violencia observada

La violencia en San Fernando no tiene origen en el asesinato de los 72 migrantes en 2010: le precede y marcó los cuerpos y sentidos de los habitantes del pueblo, incluso de otros pueblos y regiones fronterizas de Tamaulipas. Al respecto, Ignacio, el amigo de la familia, narraba: “Ya estaba [la violencia] antes de eso, ya había empezado; lo de los migrantes ya fue ahí cuando se dio cuenta a las autoridades”. El antes tiene un claro registro visual, como Alfonso, otro amigo de la familia, también narraba: “Aquí antes veías gente en el hospital, que venía de los ejidos, pesqueros que venían a consultar, al mandado; pero después, para las doce del mediodía, no veías ningún carro aquí porque andaban esos señores rondando y paseando con sus armas”.

Atestiguar cómo la cotidianidad de la gente se fracturó con la puesta en escena de personas armadas en el pueblo, fue una experiencia que marcó las vidas y prácticas de los habitantes. Algunas calles del pueblo, los caminos y brechas de comunidades rurales, se volvieron la coordenada espacial de una violencia que germinaba al asentarse miembros de la organización criminal Los Zetas, quienes al iniciar el año 2010 sea habían fracturado del Cártel del Golfo (Nájar, 2010), lo que propició ataques armados, secuestros y el pánico entre la población ante la inercia de las autoridades.

Sin embargo, con el asesinato de los 72 migrantes en agosto de 2010, observar la violencia se hizo más frecuente en San Fernando. Después de comer en su casa, le pregunté a mi tía Eréndira cómo se enteró del asesinato de los migrantes. Ella me respondió: “Aquí nos enteramos porque la gente empezó a decir. Sí, que habían matado a 72 migrantes y que era allá por X, así se llama la brecha que va para allá, X, y que la bodega de quién sabe de quién”. Mi tía me narró que durante “aquellos años” hubo muchos muertos, a veces sin distinguirse las fronteras entre víctimas y victimarios. Su recuerdo no estaba errado, pues según datos del gobierno federal, en Tamaulipas entre el 2006 y el 2010 se registraron 890 homicidios vinculados al crimen organizado (Expansión, 2010). Al respecto, ella me contó dos casos que rememoró:

Ese día llegaron los viejos a esa casa. Entonces el pelado vio y salió por una puerta de atrás y se fue al otro lado donde vive la tía. Donde la señora abre la puerta y la matan a ella, no, se la llevan a ella. -¿Tú viste eso?, le pregunté-. Sí pues aquí vivía cerca. Se la llevaron porque iban a buscar al hombre, se la llevan a ella. ¿Sabes qué le hicieron? Le mocharon la cabeza. Y ese muchacho vivía aquí de esta calle a la otra. Esa cabeza yo la vi en la carretera tirada. Haz de cuenta que agarran la cabeza así y la pusieron así, estaba toda greñuda la cabeza, el cuerpo, quién sabe… (Mi tía hace una pausa prolongada). -Ha de haber sido horrible ver eso, ¿verdad?, le dije- ¡Ay, sí! Nomás de acordarme se me enchina la piel. Está también la señora X, antes de eso y mucho antes de las primeras balaceras, su hijo sí andaba metido, el hijo de la señora. A ese lo mataron allá por los puentes. Por ahí lo mataron, pero desde el helicóptero lo balacearon. No sé cómo inician los muchachos, no sé cómo le decían al muchacho. -¿Quiénes fueron los que mataron al muchacho?, pregunté de nuevo-. Los helicópteros que andaban arriba, pero muy feo, también había como cuatro cabezas; una cabeza por allá, por acá y dos por allá.

La narración construida por mi tía Eréndira como recuerdo de la violencia tuvo un disparador sensorial: observar a distancia el secuestro de una mujer, su cabeza en la calle, disparos desde helicópteros, muertos en un puente, etc. Se trata de un retrato “pornográfico” de la violencia que hace énfasis un tanto morboso en los “detalles de derramamiento de sangre, agresiones y heridas” (Bourgois, 2007:17). Sin embargo, lo narrado por Eréndira también se inscribe en un proceso de violencia recrudecida en Tamaulipas no sólo antes del 2010, sino también después: entre los años 2010 y 2015, cuando no sólo se hizo visible el asesinato de los 72 migrantes, sino también una alza en los homicidios, las desapariciones, los secuestros y los enfrentamientos entre grupos criminales y entre éstos y las fuerzas de seguridad federales (Salinas Balboa, 2016).

Lo anterior derivó en víctimas selectivas o aleatorias (Schedler, 2015:66), pero además en una línea borrosa entre víctimas y victimarios, como describe Eréndira al recordar a los viejos –adjetivo que alude a miembros de un grupo delictivo en la región- que decapitaron a una mujer, así como a los soldados en helicópteros que dispararon a muchachos. Paralelamente, la violencia observada y rememorada por Eréndira adquiere el matiz de un recuerdo colectivo, dotado de significado una década después, no sólo porque es compartido por otros residentes de San Fernando, sino también porque se trata de recuerdos que se inscriben en marcos temporales (en aquellos años, cuando los migrantes, etc.), espaciales (San Fernando, calles con cabezas, muertos en puentes, etc.), incluso lingüísticos (los viejos, los muchachos, etc.) (Halbwachs, 2004) de la violencia vivida y, particularmente observada, por la gente en la región.

Durante una visita que hice a mi familia un fin de semana, después de manejar por calles empolvadas a la orilla del poblado de San Fernando, David, el hijo menor de mi tía Eréndira, recordó que un día su hermana Valeria, su madre y a él les “tocó ver que estaban los soldados y así en el piso estaba una cabeza tirada, cerca de los soldados, ahí en la carretera tirada. Allá en aquellos tiempos, cuando recién empezó el desmadre”. Los recuerdos de David coinciden con los de su madre Eréndira, no sólo en el centro de la narrativa de violencia, sino también en marcos espaciales (el piso/calle, la carretera) y temporales (en aquellos tiempos) y lingüísticos (el desmadre) en los que sitúa la misma.

Incluso, otros residentes como Marcos, yerno de Eréndira y esposo de Valeria, recordaban: “Hubieras visto el desmadre de todo después de los migrantes, descuartizados aquí donde me levantaste, estaba el descuarticerío… (Marcos se toca la boca, como queriendo callar)… enredados en colchas y todos descuartizados aquí en la orilla”. En los recuerdos es evidente el atestiguamiento de la violencia y la crueldad de la misma, la cual se sitúa espacialmente en San Fernando en una temporalidad cronológica tanto antes como después del año 2010, pero también en un marco lingüístico que destaca el “desmadre” como anabolismo del desorden o anomia social y la mutilación corporal como marca visible y observada de la violencia.

En la rememoración de la violencia observada, además, hay un elemento que sirve como analogía histórica: la vida antes y después del asesinato de los 72 migrantes en San Fernando. Durante un desayuno, Alfonso, el amigo de la familia, me dijo: “Antes había vida social, se hacían las fiestas, tu ibas, pero después no porque la inseguridad era el pan de cada día, el temor era angustiante; se acabó la vida social. Si alguien hacía una fiesta enfrente de tu casa veías que luego llegaba esa gente y se llevaban a alguien, o en la calle que levantaban gente”. Incluso, se construye una analogía sobre la intensidad de la violencia en sí misma: recordemos la categoría del “esto no es nada” de mi primo Everardo y su alusión al “Antes uno veía a los mañosos pasar en sus camionetas”.

Mirar, presenciar hechos de violencia, aunque sea de forma esporádica, casual, entre algunos residentes de San Fernando marcó un registro cortical, cognitivo, pero también un registro social y colectivo inscrito en un proceso de violencia estructural o sistémica que se vivió en México con algidez a partir del 2006 cuando el expresidente Felipe Calderón declaró una guerra contra el narcotráfico (Rosen y Zepeda Martínez, 2015). La violencia observada en el pasado, como se aprecia, es evocada desde el presente a partir de recuerdos, silencios, temores y añoranzas que dan sentido a la crueldad atestiguada. No obstante, como se mostrara enseguida, la reelaboración de la violencia observada se traslapa con otras violencias captadas por los sentidos y significadas por la gente.

La violencia escuchada

Regresemos con mi primo Everardo: en San Fernando antes .uno veía a los mañosos pasar en sus camionetas”, pero también antes “escuchabas los helicópteros de los militares”. El recuerdo de mi primo sin duda es una rememoración individual sobre la violencia que articula dos sentidos: ver y escuchar. También es un recuerdo que devela los bandos aparentes que participan en la violencia criminal –los mañosos y los militares- y las formas en que su visibilidad quedó grabada en los sentidos de las personas, y posteriormente se registró como una memoria que marcó los cuerpos, las experiencias y los traumas de quienes habitan el territorio.

En este apartado me interesa destacar la violencia escuchada: esa dimensión particular de las memorias sensoriales de la violencia que las personas reconstruyen en San Fernando. Como he resaltado, se trata de una dimensión que vivencialmente es difícil separar de la violencia observada, incluso de otras formas de percepción, pero que para fines analíticos es menester enfatizar. Después de todo, como afirma Riaño Alcalá (2006:67) en su estudio sobre memoria y violencia en una ciudad colombiana, “la sonorización del paisaje” es un detonante especial que pone en escena hechos de violencia integrados a los recuerdos. Se trata de un paisaje que puede derivar de los sonidos del entorno natural, pero también de la escucha de conversaciones, la música, etc., que tienen marcan un significado especial para las personas en situaciones relevantes.

En San Fernando, los recuerdos sobre la violencia registrados mediante la escucha, al igual que aquellos registrados mediante lo observado, preceden al asesinato de los 72 migrantes en el 2010. Al respecto, Marcos, el yerno de Eréndira, narraba: “Era raro, pero de repente sí oías balaceras y la gente decía que mataron a fulano o a zutano”. Las balaceras eran parte del paisaje sonoro en la región y a la distancia temporal conforman descriptores esenciales de las formas en que se sintió y vivió el espacio. Sin embargo, la violencia y los recuerdos de la misma cobran intensidad con el caso de los migrantes.

Cuando le pregunté a David, el hijo de Eréndira, cómo se enteraron de la masacre de los 72 migrantes en el 2010, me respondió: “Por las noticias que salían en la tele. Nos cancelaron clases, ni íbamos a la escuela, sí, cuándo empezó que se escuchaba en las balaceras y todo eso. Nos mandaban a decir que no iba a haber clases que estaba cerrada la escuela”. Al igual que las balaceras, las noticias en los medios no eran un rumor: se trataba de una narrativa audiovisual sobre la masacre que se hizo pública y, al menos en San Fernando, formó parte del paisaje sonoro (y visual) de la violencia al conformar un descriptor esencial de la forma en que se sintió y vivió el espacio, ya fuera en los hogares, en las escuelas, o en la comunidad.

Sin embargo, el paisaje sonoro de la violencia adquirió diferentes matices y fue registrado como recuerdo dependiendo de la posición social (estudiantes, amas de casa, empleados en oficios, etc.) de los habitantes en San Fernando, así como del lugar en el que se encontraban. Un ejemplo de ello es lo narrado por Lorena, una amiga de la familia, propietaria de una funeraria, quien recordó: “Yo me enteré de los muertos porque mijo me dijo por teléfono: hay cuerpo amá, pero luego como él trabaja en X dependencia, le dicen: hay más cuerpos, que son como setenta que mataron, y van para allá”. Para Lorena, escuchar de la existencia de muertos no le era ajeno, pero reconoció que oír sobre una cantidad enorme de personas asesinadas le causó escozor: “Mire, ahora que recuerdo cuando mijo me llamó, hasta se me enchina la piel”.

Para David, el hijo de Eréndira, quien en el 2010 apenas tenía 14 años de edad e iniciaba el bachillerato, escuchar balaceras cuando iba de camino a la escuela era motivo de miedo mezclado con risas entre algunos de sus compañeros: “Ya empezaron los putazos, agáchense, decían unos”. Para su madre, por supuesto, escuchar las balaceras no le causaba gracia, sino preocupación extrema por su hijo. Mientras que para personas como Alfonso, el escritor, cuando iba a su trabajo y escuchaba que un vehículo se acercaba con música de narco-corridos o géneros similares, prefería girar en la primera cuadra de la calle ante el temor de ser “levantado” o secuestrado.

Como se observa, la violencia escuchada no se restringe a las noticias sobre los 72 migrantes asesinados o las balaceras, también engloba lo oído acerca de las fosas clandestinas encontradas en el 2011 y la desaparición de personas que transitaban en autobuses, en particular los rumores acerca de dónde y cómo murieron. La historia oficial tejida por una institución de justicia en México reportó el hallazgo de 193 víctimas de organizaciones criminales en más de 40 fosas clandestinas (Zócalo, 2011), aunque organizaciones civiles contradijeron dicho reporte afirmando que la cantidad de víctimas era mayor, al igual que la de fosas (Excélsior, 2011), cuestionado la narrativa institucional, incluso hasta la fecha.

En San Fernando, más bien se evoca lo escuchado, los rumores tejidos y reproducidos entre las personas para reconstruir el pasado violento que vivieron los transeúntes en otros espacios y en distintas situaciones de crueldad. Marcos, el yerno de Eréndira, me confiaba que la gente decía que en un área de San Fernando, conocida como El Arenal (donde literalmente hay minas de arena que es excavada, transportada y vendida para la construcción), ahí “comentan que llevaban a la gente [de los autobuses] y los que no querían jalar con ellos, ahí mismo los mataban y los enterraban, porque encontraron fosas grandes allí”. Sobre el mismo caso, el primo Everardo agregaba:

Es lo que no se sabe [donde hay más fosas], nomás lo que se contaba que sí, se los llevaban para extorsionarlos o para que jalaran con ellos, pero que les decían: “No pos te voy a dar chance de que vivas pero dense en la madre a ver quién queda vivo”. Y puro pedo, güey, a todos los mataban, uno mataba al otro y luego ya el otro mataba al otro. “¿Los ponían a competir, a matarse entre ellos?” le pregunté. ¡Sí, estaba gacho güey!, por pura diversión.

Como se puede notar, entre algunos habitantes de San Fernando la violencia quedó registrada a través de lo escuchado. Su rememoración se inscribe en un paisaje sonoro que marcó la región antes y después del año 2010: desde oír balaceras, escuchar noticias, conversar entre familiares o amigos, hacer llamadas emergentes, hasta los rumores entre vecinos o en la comunidad en general. Se trata, por supuesto, de una violencia registrada a través de lo oído, íntimamente vinculada con lo observado; pero también de una violencia que a más de una década ha adquirido significado al ser revivida. No obstante, como se mostrará enseguida, no es la única violencia reelaborada: otras vivenciadas a través del olfato también son recordadas, aunque de una forma nauseabunda y traumatizante.

La violencia olfateada

Aquella vez que Eréndira me invitó a su casa, precisamente después de terminar de comer y de contarme sobre cómo fue que se enteró sobre el asesinato de los 72 migrantes, incluso de narrarme que observó algunos episodios de violencia criminal, ella se quedó pensativa. Después enfatizó el miedo que le causó todo lo vivido, aunque en su experiencia antes no sólo había que tener miedo de los viejos, como ella denominaba a los criminales independientemente del grupo al que pertenecieran, sino también de los soldados. Incluso, brevemente me contó que estos últimos una ocasión llegaron a su casa en la madrugada para hacer una inspección, aclarando que ellos eran “los buenos”.

Eréndira no fue la única persona en San Fernando que vivió una intromisión de fuerzas federales a su hogar: Lorena, su amiga, también narraba algo muy parecido, aunque en la funeraria, el negocio familiar, donde “una vez los soldados llegaron buscando a unos malos”. Lo relevante en ambos casos es cómo recuerdan otro rostro de la violencia: la derivada de las fuerzas de seguridad del Estado, pero también cómo ellas construyen marcos colectivos para situar dicha violencia espacialmente (la casa o el negocio), temporalmente (antes, una vez) y lingüísticamente (los buenos, los malos); incluso emocionalmente: tener miedo.

No obstante, la coparticipación del Estado en la producción de la violencia pasada y vivida por la gente de San Fernando no se limita a intromisiones de soldados en casas o negocios, como tampoco la de criminales a “levantones” o “enfrentamientos”. El Estado también se hizo presente para controlar los cuerpos muertos en espacios públicos, lo cual no sólo fue observado o escuchado por la gente, sino también olido. Eréndira, por ejemplo, me dijo que escuchar acerca del asesinato de los 72 migrantes fue sólo el inicio, pues después sus cuerpos fueron llevados en trailers con frigoríficos al centro del pueblo, como lo atestiguó mucha gente, pero no sólo eso: los habitantes de la cabecera municipal fueron copartícipes del olor que expedían los cuerpos en descomposición a pesar de estar en refrigeración; olor que marcó un registro repugnante en los recuerdos colectivos sobre la violencia. El caso, por supuesto, fue documentado por algunos medios de comunicación, adjetivando a San Fernando como un pueblo que literalmente olía a muerte (Vanguardia, 2015). Al respecto, Eréndira narró:

Donde estuvimos, en el otro extremo dónde está la empresa X cruzas la calle y te vas así a la vueltecita está la funeraria de X. Otra, ahí había un termo de esos grandotes, una caja cerrada, caja de camión, de ahí salía el olor muy feo, porque si pasabas por la carretera, por esta bajabas del mercado y olía bien feo, olía horrible a perro muerto, no sé qué hasta en la empresa X, toda la cuadra toda la redonda, olía, a eso muy feo. ¿Tú crees? Ahí, olía, súper feo.

Lorena, la amiga de Eréndira, rememoraba que el olor de los cuerpos descompuestos prevaleció a pesar de los métodos de limpieza posteriores a la necropsia. Ante esto, no era de extrañarse que el olor continuara e incluso se incrementara aunque usaron un método de refrigeración. Para Lorena, el recuerdo del olor de los cuerpos en descomposición aún le causa asco, aunque en su opinión es cuestionable si las autoridades forenses sabían sobre refrigeración de cuerpos o más bien la intención fue propagar el olor como estrategia de escarmiento entre la población:

Se sentía uno muy mal cuando pasaba por ahí, porque el olor era muy desagradable, los cuerpos ya estaban en descomposición, todos ya estaban en descomposición y era desagradable desde el momento que abrían las bolsas, los cuerpos ya estaban deshaciendo (Lorena hace una pausa y una expresión de asco). Yo los vi y olían mucho aunque estaban en refrigeración en un tráiler. No sé si esta gente sabía o no cuánta temperatura se necesitaba, del calor aquí, o si querían que oliéramos para que no pasáramos o nos fuéramos del pueblo.

¿Cómo entender el recuerdo de la violencia a partir del olor de la muerte, de cuerpos descompuestos aun con limpieza postnecropsia o refrigeración?, más específicamente, ¿de qué formas el olor de la muerte no sólo constituye un recuerdo en tanto narrativa personal o colectiva, sino también la construcción de una memoria en el marco de un proceso necropolítico (en un sentido llano) más amplio? Hace casi un par de décadas, Jöel Candau (2003) afirmó que la experiencia olfativa tiene varias dificultades. Una de ellas es que el lenguaje de los olores es impreciso e inestable. Otra es que los descriptores olfativos son más ricos que los estímulos que los individuos perciben. Y finalmente que lo olfativo a veces se piensa como una sensación aislada, cuando es multisensorial.

Los tráileres que refrigeraban cuerpos, las bolsas mortuorias, incluso el personal forense, se mezcló con el olor putrefacto de los cuerpos en descomposición formando parte de un pasaje de violencia revivido hasta la fecha. Los olores, sin duda alguna, están presentes en diferentes tiempos y espacios y, por lo tanto, se traslapan con la vida social. Desde esta perspectiva, no podemos negar su existencia aun cuando se trata de algo imperceptible a la vista, más no así al olfato. La captación de los olores a través de este último sentido no sólo marca un registro cortical, sino también una asociación cognitiva y psicosocial, en especial si se trata de olores repulsivos como los de cuerpos en descomposición que además fueron vistos o al menos imaginados.

Los recuerdos registrados entre habitantes de San Fernando por el olor de los cuerpos de los 72 migrantes asesinados tuvieron dicha asociación: el uso de descriptores olfativos como “feo”, “horrible”, “perro muerto” y “desagradable” hacen un vínculo innegable con la muerte en particular y con la violencia en general. Por supuesto, también se trata de marcos que sitúan dichos recuerdos o, al menos los adjetivan. Aunque por otro lado, también es evidente que aun cuando los recuerdos se registraron a partir de la percepción de olores repulsivos, también lo hicieron con base en otros sentidos, aunque algunos predominan más en situaciones específicas.

Visto así, como señaló Synnott (2003:436), el olfato es un sentido importante para la memoria, pero por otro lado, los olores no sólo dan pie al registro de recuerdos, sino también a “la construcción moral del yo [y] también a la construcción moral del grupo” (2003:446) en tanto ponen a prueba lo que las personas o la comunidad conciben como agradable o desagradable, lo bueno o lo malo para unos o para todos. Sin duda los olores, aunque deriven de cuerpos en descomposición, suscitan recuerdos que se inscriben en marcos temporales, espaciales y lingüísticos, a la vez que definen una moral.

Sin embargo, las memorias olfativas de los habitantes de San Fernando dicen algo más que rememorar un acontecimiento de violencia directa, física, sangrienta contra migrantes; también remiten a un pasado necropolítico caracterizado por un Estado adulterado en política de seguridad (Aguayo, 2016) que llevó a una gestión migratoria que osadamente se orientó a la administración de la vida y la muerte (Varela Huerta, 2017). El olor de los cuerpos de los migrantes en descomposición, olfateado y grabado en los recuerdos de la gente, en sí fue un miasma o contaminación que impuso un control del espacio habitado (Larrea Killinger, 1997: 81 y 167); miasma por supuesto tendido por el Estado a través de agentes militares, ministeriales y forenses.

La violencia del (dis)gusto

Hasta aquí he expuesto y analizado la reconstrucción de memorias sensoriales que, sobre situaciones de violencia, tejen y reviven algunos residentes de San Fernando, específicamente algunos de mis familiares y sus amigos. Se trata de memorias que son forjadas con base en recuerdos de lo visto, lo escuchado e incluso lo olfateado. También en silencios y añoranzas. Sin embargo, como se habrá observado, hay sentidos que no figuran en esta rememoración de la violencia: el gusto y el tacto. ¿Cómo degustar o tocar algo, por ejemplo, y rememorar el asesinato de los 72 migrantes, las personas desaparecidas, secuestradas, o en un caso extremo, personas mutiladas?

La pregunta parece ilógica, incluso repulsiva, al pensar en una supuesta asociación entre estos sentidos y el recuerdo de sucesos de violencia; pero no es así. He dejado para el final esta reflexión porque se trata de un tipo de violencia tabú que entre algunos residentes de San Fernando es mencionada de forma vedada porque tiene que ver con recuerdos desagradables al pensar en comidas u objetos específicos; es un tipo de violencia tabú que, por lo tanto, intenta ser olvidada debido al trauma emocional y la repulsión moral que representa el simple hecho de recordarla.

No obstante, como Candau (2006:7) ha afirmado, aproximarse a la memoria desde la antropología demanda tomar en cuenta el recuerdo, pero también “su zona umbría-, es decir, lo opaco, oscuro, olvidado (la amnesia) o lo que originalmente está ausente de la memoria (la amnemosinia) por razones que hay que explicitar”. Lo narrado por Ignacio, amigo de la familia, servirá de caso paradigmático para intentar explicar la asociación entre los sentidos mencionados y sucesos de violencia rememorados.

De forma tímida, un día el amigo me confesó que no le gustaban los tamales porque le recordaban unos que consumió en el 2015 durante una reunión de rancheros, en el Valle de San Fernando (una subregión del estado). Ignacio conocía el gremio porque se dedicaba a vender maquinaria agrícola. Ahí él observó que, además de algunos rancheros, llegó un hombre escoltado por gente armada. Éste llevó tamales y cervezas. Cuando todos degustaban, alguien preguntó de qué era la carne de los tamales y el hombre expresó: “Son de barbacoa humana”. La respuesta se tomó a broma, pero el hombre nunca sonrió. Después Ignacio supo que el hombre que llegó escoltado era el lugarteniente de un grupo criminal, quien tenía fama de practicar el canibalismo, al menos eso se rumoraba.

La anécdota ilustra la asociación entre degustar una comida en particular (los tamales) y el recuerdo de una experiencia traumática (conocer a un criminal y presuntamente consumir carne humana) vinculada con una situación de violencia indirecta (personas asesinadas y cocidas). El recuerdo de dicha asociación, al menos para Ignacio, quien fue el que me narró esta anécdota, intentaba ser olvidado por la repulsión que le causaba, pero también por las implicaciones religiosas y morales que significaba reconocer, o al menos considerar, haber consumido carne humana.

Aunque se trata de un recuerdo que parece inaudito, incluso fantasioso, la anécdota de Ignacio tiene muchos paralelismos con la narrativa que un antiguo lugarteniente de los Zetas le compartió al periodista Jesús Lemus mientras ambos estaban en la cárcel federal de Puente Grande. Heriberto Lazcano, uno de los jefes de la organización criminal, tenía tendencia al canibalismo, pues según contó el lugarteniente a Lemus: “Una vez estuvimos en una reunión en la que juntó a toda la gente […] y esa vez se mandó hacer pozole y tamales. Los que colaboraron con la carne fueron tres centroamericanos que se pasaron de listos. A mí me tocó ver cómo los prepararon para ponerlos en el pozole y los tamales” (Lemus, 2013:77).

No debemos tomar ligeramente anécdotas como la de Ignacio o la del lugarteniente de los Zetas preso en Puente Grande. Aunque se trate sólo de eso, de anécdotas, constituyen un relato breve de acontecimientos que pueden parecer extraños o curiosos pero tienen un dejo de verdad. Después de todo, Marvin Harris (1986) afirmó que el canibalismo azteca en México no sólo formaba parte de un ceremonial, sino también de un ritual de distribución proteica. Y por si eso no fuera suficiente, en la región fronteriza de Tamaulipas, a fines de la década de los ochenta, se hizo público un caso de canibalismo vinculado con el narcomundo (Souto, 2019).

Esta forma de violencia tabú en San Fernando también se resalta y recuerda a través de narrativas que asocian el consumo de barbacoa con las decapitaciones. Marcos, el yerno de Eréndira, por ejemplo, expresaba que durante los años de violencia álgida en la región, cabezas humanas eran tiradas como estrategia de terror (como aquella que Eréndira miró tirada en una calle), pero a pesar de la crueldad y el terror que significaban este tipo de actos criminales, algunos jóvenes bromeaban con ello diciendo que “harían tacos de cabeza”, lo que a Marcos le disgustaba mucho e intentaba olvidarlo porque él era fanático de la barbacoa los fines de semana.

A final de cuentas, como señaló Le Bretón (2007:28), “El gusto es siempre una puesta en sentido a través de un juego de comparaciones orientado a apreciar o no un alimento o un objeto”. Como evidencian las experiencias de algunos habitantes de San Fernando, el gusto en ocasiones se convierte en disgusto, en especial cuando los alimentos que conforman una tradición nacional (como los tamales) o regional (como la barbacoa) suscitan recuerdos relacionados con la violencia criminal; recuerdos en los que el sentido del gusto se sitúa en un “pensamiento de la repugnancia” al mirar, oler y desconfiar de “la carne” por asociarla con el “horror del otro”, como expresó el mismo Le Breton.

Conclusiones

Desde las ciencias sociales, los análisis y reflexiones sobre la violencia en San Fernando y otras regiones del norte de México han sido importantes (Rosen y Zepeda Martínez, 2015; Aguayo, 2016;Varela Huerta, 2017 y Durín, 2018). Además de evidenciar territorios y marcas de la violencia criminal al centrar la mirada en masacres como el asesinato de los 72 migrantes u otras atrocidades (Ovalle y Díaz Tovar, 2019), han hecho visibles violaciones graves a los derechos humanos (Morales Vega, 2018). El énfasis en el Estado y en poblaciones vulnerables como los migrantes o los desplazados, ha contribuido a develar la verticalidad de la violencia y sus matices.

No obstante, las formas en que dicha violencia marcó las experiencias de quienes habitan dichos territorios es un tema que poco se ha explorado, al menos desde enfoques sociológicos o etnográficos (Hernández, 2020). Ante esto, el presente trabajo se propuso captar las memorias sensoriales de algunos residentes de San Fernando en torno a la violencia que vivieron durante y después del asesinato de los 72 migrantes. Se trató de una primera incursión que, con base en postulados de la sociología de la memoria (Halbwachs, 2004 y 2011) y la antropología de los sentidos (Le Breton, 2007) se aproximó al recuerdo –y silencios- de episodios de violencia criminal.

A partir del trabajo de campo basado en la antropología entre familia, uno de los principales hallazgos fue que en contextos como San Fernando, las memorias sensoriales de la violencia se han construido a partir de registros visuales, auditivos, olfativos, incluso gustativos, los cuales permiten a las personas recordar hechos criminales y traumáticos de un pasado inmediato. Dicho hallazgo no sólo muestra la utilidad de fusionar campos disciplinares a priori diferentes como la sociología de la memoria y la antropología de los sentidos, sino también la relevancia de situar la violencia como “el péndulo endeble entre historia y memoria” (Rufer, 2019:8).

Por otro lado, el aporte central del trabajo es que si bien la violencia observada, la escuchada, la olfateada y la del (dis) gusto conforman experiencias sensoriales traumáticas y se analizan como categorías diferenciadas, éstas constituyen un conjunto articulado entre sí, son construidas de forma colectiva, pero sobre todo, se inscriben y dan significado a un proceso social que en México se adjetivó como guerra contra el narcotráfico (Rosen y Zepeda Martínez, 2015), el cual se hizo visible a nivel local y regional a través de la inseguridad y la violación de derechos de grupos vulnerables como los migrantes, los desplazados, pero también de residentes de pueblos norteños.

En síntesis, puede afirmarse que estudios de caso como el presentado, permiten comprender que las memorias sensoriales de la violencia emanan de actos de crueldad y epicentros traumáticos que vivieron las personas y reelaboran y significan a la distancia temporal. Al mismo tiempo, dichas memorias se inscriben en marcos temporales, espaciales y lingüísticos. En el caso del norte de México, estos últimos remiten a un periodo (2006-2012) de violencia criminal entre el Estado y grupos delictivos como Los Zetas y el Cártel del Golfo. En el caso de las personas, las memorias se inscriben en marcos cuyos referentes son la comunidad, las personas y las sensaciones que permiten referenciar y situar la violencia vivida.

El estudio de caso analizado también permite aportar algo más a la discusión teórico-etnográfica. Por un lado, invita a pensar las memorias sensoriales de la violencia en San Fernando como memorias clandestinas o no oficiales en tanto un proceso de reconstrucción que si bien se hace desde el presente para dar sentido a un pasado vivido o experimentado, adquieren tal adjetivación por lo siguiente: por una parte, por tratarse de narrativas ocultas ante la reproducción contemporánea de la violencia emanada de organizaciones criminales, incluso del propio Estado; y por otra, por ser narrativas subrepticias limitadas a mostrar la permanencia del pasado y los efectos traumáticos en el presente entre una comunidad específica.

Dicho planteamiento es similar al de autoras como Zhur (2001:131), para quien los familiares de las víctimas de guerra en Guatemala, “repasan en forma clandestina sus memorias secretas y convierten sus tragedias personales en una narración”. Por supuesto, tanto en uno como en otro caso, las memorias clandestinas o no oficiales adquieren significados particulares que dan un sentido de continuidad y de identificación colectiva. Se trata de memorias relevantes porque son recuperadas y reelaboradas a pesar de las fragmentaciones (los olvidos, temores o silencios), pero sobre todo, porque representan la antítesis de las memorias y discursos del Estado.

Finalmente, pensar las memorias sensoriales de la violencia en San Fernando como memorias clandestinas o no oficiales, también da pie para contribuir a una reflexión más amplia en torno a lo que Sapriza (2009:66) llamó políticas institucionales de la memoria: la forma en que las memorias están mediadas por “las circunstancia, [y] las coyunturas políticas”. Se trata de políticas que pueden surgir desde abajo (el grupo o la comunidad) cuando los olvidos se traslapan con el proceso de rememoración a pesar de que se eligió recordar; o bien de políticas que pueden emanar desde las instituciones del Estado al reintegrar fragmentos del pasado en una nueva estructura interpretativa, un discurso distinto, para decir/callar, revelar/omitir lo sucedido.

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