miércoles. 24.04.2024
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Tachas 492 • La edad de siempre • Patricia Requiz Castro

Patricia Requiz Castro

Imagen creada con IA
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Tachas 492 • La edad de siempre • Patricia Requiz Castro

Sobre mi cabeza hay un letrero de madera que dice: Bienvenidos al campamento Kewiña. No puedo mirarlo sin dejar de sentir rabia. Me parece que todavía puedo escuchar las instrucciones de mi abuela a lo lejos[1].

Qué rara me siento. Las piernas me tiemblan. Mi cuerpo no se mueve. No importa cuántas ordenes envíe mi cerebro. No lo consigo. Parezco Michael Jackson haciendo el paso de Smooth Criminal a 45 grados del suelo. Me paro y me siento en la hierba, meto la cabeza entre las rodillas. Quise ponerme de pie, pero no pude. Me sentía débil y dócil. El cuerpo seguía sin responder a mi deseo de moverme.

Escucho que alguien se aproxima arrastrando los pies sobre las piedras. Se detiene a unos metros cerca de la puerta y mira el letrero. Desde aquí puedo oír el eco de su bombombun sabor uva chocando entre sus dientes. Lo muerde. Hace pedazos el caramelo. Se traga las esquirlas. Se queda con el chicle. Arroja el palito hacia unos arbustos.

−¡Pero qué basura de lugar!, ¿entramos o qué?[2], −dice.

No la conocía. Entrecerré los ojos y esforcé mi memoria para recordar su rostro, pero no tenía idea de quién era. No la había visto antes en la congregación. Ni en los domingos en el culto, ni en la célula de jóvenes los días martes, tampoco en la noche de los viernes de evangelismo. Era una completa extraña.

−Hola, me llamo...

−Patricia, ya lo sé, −se adelantó en responder.

−¿Cómo lo sabes?, −pregunté sin salir del asombro.

−Lo dice tu mochila. También pierdo mis cosas. Mi mamá tiene la costumbre de bordar mi nombre con mechilla roja en el reverso de toda mi ropa. Mira...

Efectivamente su chaqueta tenía bordado el nombre de Sofía.

−Ven conmigo, −dijo y tomó mi mano. Me llevó con ella hacía el punto de concentración donde se encontraba el resto.

Yo miré hacia atrás por última vez solo para asegurarme que los buses amarillos ya habían partido. Un vacío se abría dentro de mí al saber que no volverían hasta la mañana del lunes.

Volví a dirigir la mirada hacia la niña que tiraba de mi cuerpo colina arriba. No ha dejado de hablar desde que nos vimos en la entrada. Me habla sobre el Everest y los doscientos cuerpos congelados que hay en la cima, me habla también sobre cuarenta y nueve bombas nucleares perdidas en diferentes partes del mundo, me habla sobre la importancia del dedo meñique.

−Aunque parezca insignificante, no lo es, sin él tu mano perdería el cincuenta por ciento de su fuerza, −dice. La Sofi habla con tanta pasión que parece va a estallar en cualquier momento.

Así pude enterarme que venía de otra ciudad y que este era su tercer encuentro en el año.

−Eso no es posible, −le dije.

−Sí, si tienes padres que no te quieren en casa. Y ni si quiera en la misma ciudad, −respondió divertida.

Noté que ambas somos de la misma estatura, solo que ella es delgada. Lleva puesto un canguro rojo que le cubre las rodillas y usa unos pantalones negros estilo baggy. Siempre quise tener uno. Una lástima que mamá siga eligiendo mi ropa. Parece que he usado jean azul de corte recto toda mi vida.

Nos incorporamos al grupo que ya se encontraba orando. En un acto reflejo agaché la cabeza y cerré los ojos para hacerme pasar por una de ellas. Para no levantar sospechas y evitar miradas. Fingir que todo va bien.

Algunas de las chicas alzan sus brazos y se mecen suavemente de lado a lado. Otras cantan y gritan Amén. Se agitan como peces diminutos, esperando a Dios. No soportarían la ventisca por más leve que sea, no aceptarían un no por respuesta, llegarían a mentir si es necesario, decir que lo han visto, que han sentido su aliento soplando sus nucas antes de admitir que todo es una gran farsa, o que Cristo bajó y les dijo: no me toquen.

Miré a la Sofi de reojo. Ella hacía de todo un poco. Saltaba con movimientos exagerados, gritaba aleluya y bailaba sacudiéndose hasta caer al suelo. Un espectáculo bochornoso y único. Un verdadero circo.

Cuando la Sofi se dio cuenta de que yo la observaba, me guiñó un ojo. Vi por primera vez esa sonrisa de francotirador desatándose en sus labios. Estaba claro que nada de lo que hacía iba en serio. Eso extrañamente me devolvió la tranquilidad. Se veía linda y salvaje, igual que las flores amarillas que crecen a lado de la carretera.

La hermana Ruth llegó y nos dio la orden de dejar nuestro equipaje en el “salón rojo”, (que no es rojo), y que nos dirigiéramos al comedor para disfrutar del desayuno buffet.

La hermana Ruth es la hija menor de los pastores, por lo tanto, la mejor en casi todo lo que hace. Abanderada del colegio, primera voz del coro de la iglesia, campeona en atletismo y natación, sonrisa de estrella de cine, sumando su capacidad para hablar en lenguas, don que adquirió en un encuentro como este, hace dos años atrás.

−¿Quién es la jirafona insípida?, −preguntó la Sofi mientras se relamía el pudin de los dedos.

Reí tanto que por mi nariz salió todo el yogurt que estaba bebiendo. No me reía así desde aquella vez que papá llego ebrio y entró en su habitación pisando los bloques que dejó Carlitos a propósito. La Sofi era graciosa, eso para mí era una buena señal. Mi abuelo dice que para sobrevivir en este mundo se necesita tener sentido del humor. Y a la Sofi le sobraba encanto. Es difícil no darse cuenta.

Cuando terminamos de desayunar, la pastora María Estela pidió que en orden y silencio revisáramos en que cabaña nos tocaría dormir. Lo hizo señalando la hoja de “Cabañas asignadas”, una lista minuciosamente organizada, escrita en una hoja Din-A4 y pegado en el frontis de la capilla.

−¡Hey! ¡estamos en la misma cabaña!, −llegó corriendo a decirme la Sofi.

Fui a revisar la lista una vez más para asegurarme que no había ningún error. Y es verdad. Las dos dormiríamos en la cabaña treinta y tres, la más pequeña de todas y la que más lejos estaba. Para llegar puntuales a la capilla cada mañana debíamos cruzar sobre un pequeño puente de madera, bajar por los salones de arquería y palestra, y atravesar dos campos de futbol.

−Donde nadie pueda escuchar nuestros gritos, −decía la Sofi muerta de risa.

No parecía tener intenciones de alejarse de mí. Algo le atraía. Me doy cuenta. Temía decepcionarla. No encontrará nada. No hay nada fuera de este mundo en mí.

−Pido arriba, −gritó la Sofi y arrojó su bolso sobre mi cabeza.

La cabaña tenía una litera y a lado una cama de plaza y media. Faltaba alguien más. Nosotras nos pusimos a desempacar antes de que ella llegará. La Sofi sacó de su mochila un estuche de Los Simpsons y lo colocó sobre la mesa.

−Plan dental, −dije sin poder contenerme.

−Lisa necesita frenos, −respondió la Sofi casi al instante sin dejar de mirarme.

Antes de que pudiera terminar de sentir un leve escalofrío recorrer mi espalda, escuchamos unas voces aproximándose a la puerta. Llegó nuestra compañera-hermana de cabaña. Seguro llegó en el último bus. La pastora la detuvo en la entrada para pedirle sus datos y entregarle el itinerario del encuentro. Con la Sofí corrimos a la ventana para ver cómo era ella.

No podía creer lo que estaba viendo. Su voz, sus facciones, su pelo, la cicatriz en su cara. Era ella. Pamela Gomes Soria. 

Vamos juntas en el mismo curso, aunque ella es dos años mayor que yo. Reprobó segundo de secundaria y en menos de dos años se ha cambiado de colegio varias veces. Sus hermanos son los famosos gemelos Gomes. Todas las chicas estamos enamoradas de ellos. Una que otra maestra también lo está. 

Los dos salieron con mi prima Gabriela. A Gabriela, el Juan Pablo ya le ha metido un dedo. Me lo contó en el taxi de camino al funeral del tío Javier. No sé muy bien qué significa eso de “meter el dedo”. Pero mi cuerpo también quiere algo así.

–¿Qué hace ella aquí? –Dije en voz alta.

–¿La conoces? –Preguntó la Sofi.

Está en mi colegio. No entiendo que hace aquí. Odia a los evangélicos, respondí.

¿Y quién no? Otra cosa es que no lo dice porque tiene vergüenza, igual que nosotras, me grita.

La Sofí no tiene idea de quién es la Pamela. Bueno, yo tampoco. Pero se ha dicho tanto de ella que no sé por dónde empezar.

La expulsaron a ella y a sus hermanos porque incendiaron los pupitres de su anterior colegio. En la excursión del año pasado encontraron botellas de vino dentro de su mochila. Ha invocado más de una vez a Hypatia usando el Baldor original de la biblioteca. A la salida del cole ella y sus hermanos se reúnen en casa del Randolph para ver porno.

−Parece que es una chica problema, ¿no?, −dijo la Sofi restándole importancia.

Yo en cambio estaba aterrada. No imagine nunca encontrarla en un lugar como este. Sentía vergüenza. Vergüenza de verla hacer este tipo de cosas, y que ella sepa que yo la estoy viendo hacer ese tipo de cosas que nunca ha hecho y que ahora tiene que hacer delante de mí. Desde ya su vergüenza me incomodaba tanto.

Afronté la situación con todos los mecanismos que tenía a mi alcance (correr a esconderme en el baño, era una de ellas). Durante unos instantes horribles, sé, con absoluta certeza, que yo, una simple chica que no sabe cómo decirles a las amigas de su abuela que cierren la boca, no será capaz de manejar esta situación. No sé qué voy a decirle a la Pame cuando salga de este baño.

Me golpeo la cabeza contra la pared repitiéndome una y otra vez: tonta, tonta, tonta. Abro la llave y bebo un poco de agua. Me mojo la cara, el pelo y las manos. Tengo calor. Mucho. Voy a arder. Quiero arder. Me está dando un ataque de pánico, como los que sufre mi madre a media noche.

Voy a necesitar un barco más grande, pienso. 

Las escuche hablar a través de la puerta. La Sofi y la Pamela tenían una conversación normal. Se presentaban. Se desenvolvían con naturalidad. Sin voces impostadas, ni risas falsas. Yo nunca pude hablar así con la Pamela. Era difícil. Todavía lo es. Su presencia es aplastante. Me siento intimidada cada vez que nuestras miradas se cruzan por el salón. La Pamela ejerce un poder sobre mí que, hasta donde yo sé, ella desconoce.

A los pocos minutos escuche sonar la manija de la puerta. La Pamela quería entrar. Golpeó la puerta, esta vez con más fuerza.

−¿Te puedes apurar? Necesito entrar. −Ordenó desde el otro lado.

Me puse nerviosa. Histérica. Como si estuviera escondiendo un cadáver. Recién pude darme cuenta que el estúpido baño no tiene ventanas. Es imposible escapar. No puedo pensar en un plan b. Vómito. Lo siento. Ya viene. Empieza a subir por mi garganta. Allá afuera la Pamela se impacienta. Se enoja y llama a la pastora.

−¿Qué está pasando ahí adentro? ¿Por qué no abres la puerta?, −grita María Estela, la pastora.

Puedo escuchar cómo van ingresando más personas a la cabaña. Alguien le alcanza las llaves. Empieza probando cada una hasta dar con la correcta. Otra vez el vómito. Sube. No puedo detenerlo. Miré a izquierda, luego a derecha y vi oscuridad.

Náusea y silencio. Ya no puedo controlar las arcadas. Ahí vienen.

La pastora logró abrir la puerta. Vomité sobre ella. Carne, hamburguesas, y trozos de pollo sobre su traje gris. Todos esos olores juntos, mezclados unos con otros. Todos purificados por el frío. Un sueño hecho realidad. Una fantasía cumplida en un mal momento. A mi alrededor solo hay rostros asqueados. Soy repugnante para todas, menos para la Sofi. Ella luce feliz. Parece que va aplaudir en cualquier momento. Lo hace. Ahí está de nuevo, esa sonrisa de francotirador.

***

Patricia Requiz Castro (Cochabamba/Bolivia 1989) Narradora. Actualmente dirige la editorial Electrodependiente. Parte de su trabajo aparece publicado en antologías “Las batallas del pan cuentos desde la masa” (2009), “Heroínas sin Coronilla” (2010), “Torre de Ideas” (2012), “Erótica: antología de cuentos” (Plural 2017), “Escritoras cochabambinas” (2018), “Antología sub-35” (2021). El 2014 publica la colección de cuentos “Los lunares de Crawford” (Yerbamala cartonera 2014) y Edén #1631 (Editorial Electrodependiente ediciones 2017). El 2016 ganó el Premio Municipal de Cuento Adela Zamudio con su relato “Edén #1631”. El 2019 obtiene el primer lugar del premio Franz Tamayo con su cuento “miércoles de cancha”. 




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[1] Una voz en off que va subiendo de intensidad como si de una película se tratara. Todavía puedo verme sentada en el comedor con el pijama puesto, mordiéndome con furia las uñas mientras doy mis razones para no venir a este campamento. Una sombra cubre mi rostro. La cámara con un zoom out se aleja hasta convertirse en un plano con referencia al hombro de mi abuela. Ella finge escucharme mientras el gato recostado en su falda juega con sus manos.

[2] Es curioso lo que una chica recuerda. Yo no recuerdo mi primer cumpleaños, no recuerdo lo que me regalaron para mi primera navidad y tampoco recuerdo cómo fue mi primer día en el kinder. Pero estoy segura que siempre voy a recordar la primera vez que escuché su voz. La más dulce de todo el mundo.