xmlns:xi="http://www.w3.org/2003/XInclude" xmlns:qti="http://www.imsglobal.org/xsd/imsqti_v2p1" Psicología del desarrollo I Psicología del desarrollo I

Desarrollo socioafectivo en niños y niñas de 2 a 11 años

  • Adolfo Perinat

     Adolfo Perinat

    Catedrático de Psicología Evolutiva en la Universidad Autónoma de Barcelona. Licenciado en Ciencias Físicas. Doctor en Sociología por la Universidad de París-Sorbonne.

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Índice

Introducción

La segunda infancia en su primera etapa (de los dos a los seis años) y la que continúa hasta la adolescencia (denominada, por algunos autores, tercera infancia) son los años del desarrollo social por excelencia. La preocupación por el éxito escolar ha llevado al hecho de que gran parte de las investigaciones se centraran en las conquistas cognitivas de esta fase. Mucho más trascendentales son, no obstante, los aspectos que hacen referencia a la sexualidad, a la capacidad de expresión lingüística, a los inicios de su responsabilidad moral, al auge y trascendencia de las amistades. En este módulo se tratan aspectos del desarrollo que, estrictamente, ni tienen comienzo ahora ni siquiera tienen ahora su momento culminante. (En realidad, ninguna dimensión del desarrollo –social, cognoscitiva– tiene un "punto cero" localizado y preciso.) El objetivo de este módulo es familiarizarnos con los progresos en el desarrollo psicosocial que se llevan a cabo en la segunda infancia.
En torno a los seis o siete años, los niños y niñas empiezan a tomar distancias con sus padres, madres y familia inmediata. La modalidad de sus juegos tiende a cambiar. Las ideas que reciben de los compañeros, las relaciones de amistad y los primeros chapoteos sexuales les abren horizontes nuevos. Su sentido del yo (identidad) sufre un impulso notable. Las comparaciones y competiciones que, con una ligereza notable, utilizan los educadores y de las que abusan contribuyen a ello. Cada vez los chicos y chicas se dan más cuenta de que el mundo es un espectáculo y que, consiguientemente, ellos deben ser "espectaculares"... No obstante, los padres, los maestros, los amigos y ellos mismos conciben este hacerse notar, cada uno, a su manera. La idea de que "hay que hacerse un hueco" en el mundo social (preocupación que será dominante en la adolescencia) toma más fuerza. Los padres sienten que a estas edades los chicos (de los dos sexos) se les empiezan a escapar de las manos... El hecho de no dedicarles una atención y comprensión exquisitas sería no sólo trágico, sino irracional. Hay que cultivar en ellos el sentido de responsabilidad personal (hacia uno mismo y hacia los otros); que la manera como chicos y chicas organizan su propia vida (si eso se puede llamar organización...) pase de la voluntad de los adultos a la suya. Todo eso tiene bastante que ver con la responsabilidad moral y el sentido de identidad, temas que exponemos en este módulo. Y, por supuesto, repercute en su desarrollo cognitivo en la medida en que éste es impulsado por el trabajo escolar.
Los apartados 1 y 2 tratan extensamente del tema de la socialización: la familiar, la escolar, la que llevan a cabo las amistades y los medios de comunicación (particularmente, la televisión). Si se tuviera que resumir el proceso de socialización en pocas palabras, se debería decir que es "aprender a ver el mundo" del modo como lo ve la sociedad donde se nace. Los niños y niñas se socializan no tanto por inculcarles determinadas normas, sino por lo que aquellas normas dicen sobre cómo es (y debe ser) el mundo que se abre delante de ellos. Cuando muchas normas se imponen como "lo mejor que se puede hacer (frente a otras alternativas), suponen una carga de valores; por el hecho de que se justifican por razones que no son, estrictamente hablando, racionales, sino meras creencias, la socialización se traduce en acceder a un mundo de significaciones (compartidas) que no tiene otro fundamento que el consenso social. El mundo social es un mundo cuyo sentido es puramente simbólico.
Un aspecto crucial dentro del mundo social es el trato con las personas. Exige un conocimiento práctico de cómo es cada persona particular y cómo "funcionan" las personas en general. La psicología científica ha abierto aquí un tema de indagación interesante: el del conocimiento social. Desde muy pequeños, los niños y niñas actúan según las personas con quienes tratan, con las que tienen intenciones, deseos, voluntades, ideas, etc. Lo hacen sin reflexionar. Más tarde se dan cuenta de ello y piensan que existe aquello que los adultos denominan "mente": una instancia de donde "brotan" las intenciones, los deseos, las voluntades e ideas. La psicología ha dado a este proceso el título pomposo de adquisición de una "teoría de la mente". Este proceso se estudia detalladamente en el apartado 3.
El siguiente, el apartado 4, es una delicada elaboración del conocimiento de uno mismo o identidad personal. Aunque se recurre al término conocimiento, se ha de afirmar desde el principio que el sentido del yo es más que conocimiento: es una vivencia y una valoración (estima de uno mismo). La identidad se construye en un proceso dialéctico: cada persona se ve a ella misma por medio de cómo la ven los otros. La identidad se hace, sobre todo a partir de la adolescencia, en una tensión que se origina en la necesidad de autonomía (con el distanciamiento que provoca) y, simultáneamente, la necesidad de mantener los vínculos afectivos primordiales.
El apartado 5 trata sobre el desarrollo emocional. Aunque los tratados de psicología consideran el mundo emocional y afectivo como un dominio sui generis, aparte y distinto de los otros en los que parcelamos la mente, ni en los adultos, ni mucho menos en los niños, es legítima esta separación. El dominio de los sentimientos y afectos constituye el telón de fondo del desarrollo humano. Decir esto equivale a reconocer que se construye en el trato con las personas, es decir, de acuerdo con la comunicación intersubjetiva. Las emociones que se experimentan se revisten poco a poco de matices cognoscitivos ("qué siento y qué sienten los otros") y sociales ("por qué se despiertan determinados sentimientos y cuándo").
El apartado 6 es una prolongación del anterior. Trata el desarrollo de una dimensión crucial de la vida emocional de los humanos: la sexualidad. Una introducción breve plantea sus fundamentos biológicos, que, aunque son de interés relativo, se deben conocer. El énfasis se desplaza seguidamente al desarrollo de la sexualidad a lo largo de la segunda infancia, hasta la pubertad. El conocimiento que tenemos de todo ello es, curiosamente, casi todo anecdótico, es decir, poco sistematizado. Aparte está la dificultad, sobre todo ética, de estudiar la sexualidad infantil directamente, quizá porque la sexualidad desborda con mucho el ámbito sexual propiamente dicho. Alguna cosa al respecto queda esbozada al explorar la identidad sexual o de género con la que concluye el apartado.
El último apartado, el 7, trata del desarrollo moral. La moral trata de los valores y, tanto si se quiere como si no, la socialización inculca los valores que tienen vigencia en la sociedad. Otra cosa es qué valores preconiza tal sociedad o tal otra, y eso lleva a reflexionar sobre el eje de ordenamiento de estos valores. El siglo XX ha visto demasiadas catástrofes que han hecho añicos los valores de convivencia humana para que las ciencias del hombre no tomen posiciones aquí. En psicología del desarrollo, la oportunidad de mencionar los valores es el desarrollo moral. La moral son sentimientos y son también criterios (conocimiento). Analizar de qué manera convergen aquí estas dos grandes "avenidas" del desarrollo es el objetivo de este módulo.

Objetivos

Los objetivos que tiene que alcanzar el estudiante al acabar este módulo didáctico son los siguientes:
  1. Conocer y comprender los procesos de desarrollo psicosocial en la segunda y tercera infancia.

  2. Comprender el desarrollo afectivo, social y comunicativo de los niños y niñas como resultado de la acción de diferentes factores, así como su vinculación con otros procesos.

  3. Analizar las implicaciones de los procesos y mecanismos de socialización en el desarrollo.

  4. Conocer el papel modulador de algunos procesos en el desarrollo de los niños y niñas.

  5. Hacer una lectura sistémica de los temas que se tratan en el módulo.

1.La socialización en la familia

1.1.Introducción: los ámbitos de socialización

En el apartado 1 del módulo "Desarrollo socioafectivo y comunicativo en los dos primeros años", marcamos el panorama general de la socialización. Ahora profundizaremos en los detalles de este proceso y lo haremos bajo la perspectiva ecológica de Bronfenbrenner. Su noción de ámbitos de desarrollo nos depara el "hilo conductor" para analizar cómo se introduce el niño en el tejido social poco a poco. Resumimos esta noción en el cuadro siguiente:
El desarrollo humano se encuentra ubicado por ámbitos. Un ámbito constituye una delimitación del espacio caracterizada por actividades, relaciones interpersonales y roles.
El ámbito primordial del niño es la familia. A continuación, en la cultura occidental, encontramos la escuela. También existen otros ámbitos adultos: el trabajo, las asociaciones, etc. Cada uno de éstos es un microsistema.
El paso de un microsistema a otro constituye una transición ecológica. Las transiciones ecológicas son potencialmente positivas.
Los ámbitos (microsistemas) en los que el niño participa de manera simultánea están vinculados entre sí y constituyen el mesosistema.
Existen ámbitos en los que el niño no participa pero que influyen en su desarrollo, éstos constituyen el exosistema.
Finalmente, las instituciones económicas y políticas en la esfera nacional, y también las grandes orientaciones ideológicas de la sociedad (sistema de valores) inciden poderosamente en el desarrollo del niño. Estas instituciones constituyen el macrosistema.
La perspectiva ecológica concibe un ámbito no sólo como un espacio material sino que, además, incluye las actividades que en éste realizan las personas, las relaciones que tejen entre sí y los roles que representan. Estos tres aspectos –actividades, relaciones y roles– interfieren entre sí constantemente. En efecto, los ámbitos están "diseñados" según las actividades o tareas que se llevan a cabo en ellos. Esto es lo que se denomina organización funcional del espacio.

La cultura occidental (urbana) ha llevado el fraccionamiento del espacio físico a extremos notables: hábitats familiares, instituciones escolares, hospitales, oficinas, fábricas, comercios, bares, teatros, campos de deportes, parques, etc. Al mismo tiempo que estos ámbitos diferentes o escenarios están diseñados para un determinado tipo de tareas, también inducen al hecho de que las personas se relacionen de manera adecuada a éstas. Una discoteca, un aula escolar, una sala de operaciones son ejemplos distintivos. Una gran parte del esfuerzo socializador de los padres se invierte en conseguir que sus pequeños adecuen el comportamiento a la estancia o escenario de la acción.

Las relaciones interpersonales, incluso las más naturales (como la de la madre y los hijos o las sexuales entre el hombre y la mujer), se encuentran, desde siempre y en todos los pueblos, profundamente penetradas por reglas de tratamiento. Éstas nacen de las distinciones entre las personas (por edad, sexo, nivel social, etc.) y al mismo tiempo, las refuerzan. Aquí aparece la noción de rol social. Esta circularidad o retroalimentación constante que se establece entre actividades, relaciones y roles es la que define los ámbitos, y su diseño es, en cierta manera, una consecuencia.
Los conceptos que integran la noción de ámbito, las actividades, roles y relaciones, están entretejidos, es decir, se implican mutuamente. Esto es un ejemplo de causalidad circular.
El enfoque ecológico de Bronfenbrenner describe la socialización como el paso del niño (de la persona) por medio de varios ámbitos, que empiezan por la familia y la escuela. Dedicaremos este apartado y el siguiente al estudio de ambos.

1.2.La socialización en el ámbito de la familia

En el apartado 1 del módulo "Desarrollo socioafectivo y comunicativo en los dos primeros años" comentábamos la analogía de los marcos (frames) que K. Kaye (1982) utilizó para describir cómo los padres regulan, en cada cultura, la vida infantil. Nos centraremos en tres de estos marcos: el marco de aprendizaje, el de control y el de conversación. La manera que tienen los padres de modelar y guiar el comportamiento de sus hijos, qué cosas refuerzan o prohíben, cuánto tiempo dedican a estar con sus hijos "conversando" depende, incluso en nuestra área cultural, de numerosos factores. Si nos desplazamos a otras culturas, descubriremos una dispersión aún más grande y casi desconcertante. Sin embargo, existe un denominador común. Lo que globalmente orienta la actividad socializadora de los padres son las creencias, valores y objetivos que imperen en su comunidad cultural. Son aspectos inherentes al macrosistema. Una faceta importante de esta impregnación ideológica es la representación de la infancia que hay en una cultura. Tenemos que añadir que todo este aparato de creencias, valores y objetivos no se ha configurado al azar sino que casi siempre ha sido constreñido por la manera en que los miembros de cada cultura se relacionan con la naturaleza, particularmente cómo extraen los medios de subsistencia de ésta.
Los padres enseñan a sus hijos. Les instruyen y persuaden sobre muchos aspectos de la vida cotidiana, por ejemplo, las reglas elementales de tratamiento y convivencia en familia. Judy Dunn (1988) ofrece detalles preciosos de cómo los padres (particularmente la madre) modelan el comportamiento de los hijos y también cómo éstos son participantes activos en el proceso de socialización. Dunn alude a un "discurso familiar articulado al alcance de la comprensión de los niños", sobre la ordenación del entorno casero (la suciedad/la limpieza, la ubicación adecuada de los objetos, el ritmo del día, etc.) A medida que los niños crecen y adquieren las habilidades motrices, les enseñan a manejar utensilios, a vestirse o desnudarse, a asearse, etc. Dependiendo de su nivel de desarrollo cognitivo, les inculcan reglas de comportamiento con las personas desconocidas (saludos, posturas, uso de la palabra, etc.), y muchas otras cosas.

En las culturas centroafricanas, como parece obvio, la cuestión de la ordenación de los bienes y la del tiempo no son objeto de preocupación primordial para las madres. En cambio, desde que los niños tienen tres y cuatro años se les incita a participar en las tareas de la casa: llevar agua, limpiar el grano, recoger fruta, hacer encargos al vecindario. En estas regiones, la mujer trabaja duramente en el campo (sobre todo si los hombres están fuera por motivos de trabajo asalariado) y requiere la ayuda que le puedan proporcionar los hijos desde muy pequeños, no sólo se les enseña por esta razón a utilizar herramientas de cultivo sino también porque el trabajo del campo continúa estando vinculado a la subsistencia. Lo mismo se puede decir de los pueblos que viven de la ganadería. La antropóloga Beatrice Whiting (1988) ha constatado que cuanto más grande es la faena de las mujeres en este tipo de trabajos, más tiempo dedican a enseñar su práctica a sus hijos sin distinción de sexo. En nuestra cultura, la incorporación de la mujer al trabajo no comporta las mismas consecuencias por lo que respecta a las primeras enseñanzas prácticas. Es a partir de aquí cuando muchas de las "cosas" que se enseñan a nuestros niños de manera precoz tienen, en cambio, relación directa con el ámbito escolar: juegos denominados educativos, rudimentos de numeración o del alfabeto, utilización de cuentos ilustrados, etc. Tanto aquí como en la situación de África central, vemos que otros ámbitos influyen en el primario familiar. Es una ilustración de cómo actúa el exosistema.

Los padres también controlan a los hijos. Es decir, además de inculcarles las conductas socialmente aceptables, les vigilan, les corrigen y, finalmente, les castigan. Los niños son traviesos, tienen caprichos, hacen enfadar a los adultos, interrumpen sus lecturas o conversaciones, etc. Ahora bien, no os penséis que sólo se debe al hecho de que "son niños", al hecho de que desconocen las pautas de comportamiento. Muchas veces exploran con bastante clarividencia los límites de lo permitido y explotan las debilidades de los adultos. En nuestra cultura, el control de los niños empieza muy pronto, mucho antes de que comprendan los inconvenientes que causan.

Esto no pasa en otras culturas. Por ejemplo, en las islas de Indonesia, se supone que los niños (aproximadamente hasta los tres o cuatro años) no poseen conocimiento ni consciencia de las reglas sociales, por lo tanto, no son responsables de lo que hacen ni se les puede exigir nada (se les considera literalmente "estúpidos"). Los padres no se enfadan, ni les corrigen directamente, ni les hacen razonar; si tienen una rabieta les tranquilizan, si causan un desperfecto, lo arreglan directamente (Broch, 1990). Las observaciones directas de nuestro equipo en comunidades gitanas nos hacen creer que también aquí se tiene una idea similar respecto a los niños menores de tres años. Se trata de un caso ilustrativo de cómo una cierta representación social de la segunda infancia inhibe el enojo hacia los pequeños y no evoca actitudes de castigo.

La socialización se realiza mediante una conversación intensa. La Psicología del desarrollo ha considerado tradicionalmente a las madres como las interlocutoras privilegiadas de los hijos pequeños. Por un lado, una razón obvia es que en el prototipo de familia occidental las madres no trabajaban y pasaban mucho más tiempo en casa a solas con ellos. No está suficientemente claro hasta qué punto la incorporación de la mujer en el trabajo modifica este cuadro. Por un lado, una gran parte de los momentos de comunicación hijos-padres se da durante las comidas, el baño, la hora de llevarlos a dormir, y estas actividades continúan siendo diarias. Los juegos a dos, cuya importancia ya hemos señalado, son maneras de conversación que acompañan a las narraciones infantiles, ya sean puramente verbales, ya sean ilustradas, la conversación surge de las preguntas y observaciones de los pequeños en la calle, etc.

Es interesante constatar las diferencias culturales que aparecen en el contenido de estas conversaciones. En nuestro hemisferio, los padres las rellenan de información de manera espontánea: nombres de animales, dónde viven, cómo son; nombres de cosas, para qué sirven, cómo se utilizan, etc. En este aspecto, las prácticas socializadoras de la conversación están encubiertas por las del aprendizaje. De hecho, de manera inconsciente, con estas conversaciones los padres señalan el mundo escolar de los niños, les instruyen con anterioridad y les fomenta una buena expresión verbal. Las madres japonesas estudiadas han sido descritas como menos preocupadas para instruir y como más atentas en canalizar suavemente la interacción, también mediante objetos, pero remarcando las fórmulas de cortesía que acompañan a los intercambios entre personas (Fernald y Morikawa, 1983). Otras investigaciones con madres afroamericanas han demostrado que centran los temas de conversación en la familia (Blake, 1993). Parece que esto da pie a canalizar las relaciones en su seno: se habla de los parientes, cómo se llaman, qué hacen, cuándo vendrán, etc. No es necesario decir que estos centros de interés no son excluyentes y son las tendencias que predominan. Al hacer un esquema diremos que la conversación padre-hijos en la cultura occidental (blancos, clase media, urbana, etc.) posee un enfoque más socioemocional.

La comunicación entre padres e hijos es un ingrediente necesario de su socialización en todas sus dimensiones: cognitiva, emocional y de ajuste social. Es necesario que se prolongue durante la primera y la segunda infancia y la adolescencia, ¿y por qué no durante toda la vida?. Es normal que esta conversación evolucione con la edad. La comunicación que los padres mantienen con los bebés es enormemente deliciosa y recompensable; sería de necios que estos registros expresivos continuaran con niños de tres años o más. En esta edad ya se les hace razonar y se les da explicaciones, pero también es necesario aprender a escucharles. Muchos padres descubren desilusionados que los hijos adolescentes son unos perfectos desconocidos. Tendríamos que preguntarnos si durante los años de infancia y preadolescencia estos padres han adaptado sus formas de comunicación con ellos. Esta exigencia flexibilizadora de las relaciones entre padres e hijos a lo largo de la infancia hacia la adolescencia es un medio extraordinario de socialización de los mismos padres. El hecho de acompañar el crecimiento de los hijos es, para ellos, vivir en un estado de transición ecológica permanente.
Una nota de cautela final. En la exposición anterior hemos tenido por referencia implícita la familia nuclear tradicional, o sea, aquélla en la que el marido y la mujer conviven cooperando en la socialización de los hijos. Los sociólogos de la familia nos avisan de que este tipo de institución familiar actualmente convive con muchos otros. Más de una de las consideraciones que se traten en este apartado, es necesario que se vuelva a contextualizar si la socialización y educación de los niños del siglo XXI se ubica en hogares monoparentales, principalmente.

1.3.La socialización como transmisión/adquisición de significados culturales

La socialización se lleva a cabo en el entramado de la vida cotidiana. Muchas de estas pautas socializadoras paternas son explícitas, es decir, son objeto de un discurso. Pero gran parte de la socialización se hace de manera implícita. Una versión simplista de la psicología de los años cincuenta identificaba socialización y aprendizaje, y proponía que son las recompensas y los castigos los que consiguen inculcar las normas y que, por tanto, éstas se aprenden (en el sentido conductista del término). La socialización de los niños es mucho más que un mero adiestramiento. Los niños no cumplen las normas de manera mecánica, ni siquiera para conseguir una recompensa o evitar un castigo (aunque éstos intervengan), sino entendiendo finalmente que "las cosas son así": es necesario comer sin poner las manos en el plato, no se tienen que dejar los juguetes tirados por la habitación, se debe tratar a las personas mayores con respeto, etc. La socialización no es, por tanto, simplemente "aprender a comportarse" sino aportar una forma de vivir.
Más allá, por lo tanto, de la prescripción material que dicta una norma, lo que justifica su existencia y que se mantenga, es que define una ordenación del mundo. Cada norma se reposa sobre la convicción (implícita) de que, al cumplirla, contribuimos no sólo al hecho de que "todo continúe en orden" sino a que aquél sea el mejor orden posible. Todas las normas tienen significado en la cultura que les ha dado luz; recíprocamente, el conjunto de las normas conceden significación a esta cultura.
El hecho de ser socializado en una cultura constituye entrar en el sistema de significaciones.
Ahora bien, en la medida en que las normas ordenan las relaciones sociales y las relaciones con la naturaleza, se revisten de un valor. El hecho de inculcar normas lleva aparejado el cultivar disposiciones para que se cumplan. Éstas, que no son directamente inculcadas, orientan inconscientemente el comportamiento y constituyen hábitos de orden superior (Bateson, 1972).

Por ejemplo, aunque sea evidente que en el tratamiento social existen muchos conflictos de interés y de poder, ¿es necesario considerar todo "encuentro" casi únicamente desde este ángulo? ¿Cómo se tiene que tratar la relación con el otro, sobre la base de la confianza o la de la suspicacia? ¿En qué medida aplicamos la visión maniquea en el mundo de relaciones interpersonales (el mundo se divide en "buenos" y "malos", o en "nosotros" y "el resto")? El hecho de extender inmediatamente estas consideraciones al trato con personas de otras razas.

Bateson, en alusión a las experiencias de laboratorio, comenta que los sujetos (animales o humanos) "lo hacen mejor" si aquéllas se reiteran. En realidad aprenden a aprender, no producen conductas sino que ponen a punto el proceso para generarlas. De la misma manera, los niños en socialización se ven expuestos a experiencias y tienen vivencias repetidas que se decantan en unos módulos de pensamiento y de actuación que aplicarán "naturalmente" más tarde: aprenden a aprender. Modernamente expresaríamos lo mismo, no en términos de aprendizaje sino en aquéllos que dan sentido. De este modo, consideramos que la socialización no se reduce a interiorizar significados sino que consiste, esencialmente, en crear marcos interpretativos. Gracias a éstos, todo "lo que pasa" se reviste de significado. Entonces, el mundo aparece presidido por un orden y todo "lo que ocurre en éste" tiene sentido. Es un sentido construido a lo largo de generaciones en una "conversación" día a día entre los miembros del grupo (Berger y Luckmann, 1968). Sus fundamentos son, por tanto, el consenso y la negociación, aunque los individuos piensen que son dioses o antepasados míticos los que crearon aquella ordenación. En definitiva, cada pueblo (y los civilizados occidentales constituyen uno más a este respecto) vive una realidad mundana sui generis, "justificada" por mitos, creencias, de cuyos valores surgen las normas fruto de una gigantesca representación social. Por todas estas razones, se trata de un orden simbólico.
Aunque la socialización se extiende durante toda la vida, en la época de la segunda infancia es más intensa y penetrante. Berger y Luckmann (1968) consideran que, psicológicamente, se caracteriza porque el niño interioriza la significación de las normas. La interiorización es posible, dicen los mismos autores, porque estas significaciones se van conformando en el seno de una relación familiar intensamente cargada de afecto y de sentimientos recíprocos. Los niños no adquieren un conocimiento distante de esto o aquello sino que viven experiencias interpersonales. Son sus protagonistas o bien, estando presentes, se involucran afectivamente ante todo aquello que sucede. Los niños se identifican con los padres, lo que significa penetrar por los sentimientos y por el tono emocional que impregnan las acciones y reacciones de aquéllos. La interiorización de los significados, por tanto, es posible gracias al vínculo afectivo que funciona como vía de paso para la comprensión y la motivación. Como última consecuencia, los niños asumen las normas, creencias, valores de los padres como una "cosa natural". La visión del mundo con la que el niño empieza a caminar es de una solidez y coherencia rotundas. El pequeño tarda en darse cuenta de que existen otros mundos y otras maneras de vivir, de vestir, de estar limpio, de aprender, de ganarse la vida, etc. De la mano de los adultos, el niño entra –sin posibilidad de alternativas– en un mundo donde todo está bien y en su lugar. Berger y Luckmann denominan este período de interiorización de las normas sociales socialización primaria.

Ya sean, por ejemplo, las normas de orden: "No se pueden dejar las cosas por el suelo, cada cosa debe estar en su lugar"; algunos objetos "se deben tratar con mucho cuidado", etc. El niño interioriza –es decir, entiende y asume como obvio e indiscutible– que existe lo que su madre/su maestra denomina "orden" y que va desde los objetos de uso hasta la sucesión de las tareas que llenan el día. Lo acepta como ingrediente "natural" de la vida.

Sin embargo, los padres son sólo el campo de elevamiento, los que abastecen un "esbozo", ubicado en la familia, sobre formas de actuar que se tienen que extender poco a poco a todo el entorno social. Los niños reconocerán que muchas de las propuestas o imposiciones de los padres rigen más allá del ámbito familiar. Es lo que Berger y Luckmann denominan la fase de generalización. Esto les lleva a entender que la conducta adecuada a cada circunstancia no es algo que emane del padre o de la madre, sino que se debe obrar así porque todos están de acuerdo en el hecho de que se haga de este modo. Esta especie de "entidad suprema" que encarna una actitud general y concorde de las personas para con las normas y valores es lo que George H. Mead (1934/1972) denominó the generalized other, expresión que se ha traducido literalmente por "el otro generalizado", cuyo sentido queda de esta manera bien especificado.

1.4.La socialización en los valores

Los humanos tenemos valores. Investir algo de valor es emitir un juicio (comparativo) adoptando una actitud positiva hacia esta cosa. Lo valorable se reviste de tonalidades emocionales: admiración, deseo, emulación, respeto, etc. Los entes a los que concedemos valor pertenecen al dominio de las relaciones sociales o bien se refractan en ésta.

Por ejemplo, la honradez, la integridad (la antítesis de la corrupción), es un valor; la integridad es una abstracción sobre la manera de proceder de una persona en sus relaciones sociales; elevarla a la categoría de valor representa una apreciación colectiva implícitamente consensuada. La integridad se proyecta sobre un telón de fondo de otras maneras de proceder en transacciones sociales. La persona íntegra provoca admiración y respeto más que emulación...

Los grupos sociales cultivan valores y los proponen a sus miembros como maneras idealizadas de comportamiento u objetivos a alcanzar. Los objetivos muchas veces no se pueden distinguir de los valores, ya que están impregnados de éstos. En este sentido, las normas, que custodian los objetivos sociales y potencian su alcance, también esconden valor. Lo que interesa remarcar, de acuerdo con la imbricación entre objetivos y valores, es que unos y otros dan sentido a la vida (sentido con la doble acepción de orientación y significado). Una existencia sin sentido ni orientación es psicológicamente imposible de vivir. Éstos son los estados patológicos de la esquizofrenia o de la descomposición de la persona.
Los valores son una dimensión esencial de los sistemas de significación cultural. Los valores orientan las actividades de los miembros de una sociedad. Impregnan sus objetivos sociales. El hecho de pertenecer a un determinado grupo social implica forzosamente asumir sus valores.
Los valores y los objetivos culturales no son objeto de inculcación directa por parte de los padres y otros agentes de socialización aunque constituyan su núcleo. Los valores son un "producto de destilación" de las normas: la insistencia o gravedad con la que los padres las imponen/proponen ofrece a sus hijos una medida del valor que vehiculan. Sin embargo, muy particularmente, los niños extraen los valores de las maneras de comportarse de actores sociales, se apropian de éstos en el juego de relaciones interpersonales en el que participan. Finalmente, los valores guardan una conexión profunda con la moralidad. Una conclusión, aunque sea cargada de valor, es la siguiente: todas las personas poseen valores, ya que de éstos se extrae su vida, orientación y sentido. Por lo tanto, una cuestión ineludible es: qué valores adoptarán nuestros hijos que den un horizonte en su vida. La respuesta, o parte de ésta, se encuentra en la socialización familiar.

1.5.Hermanos y hermanas

Se trata de un axioma en ciencias humanas que la instancia primaria y básica de socialización del ser humano es la familia. Sin embargo, al hablar de la familia, tendemos a centrarnos en las relaciones "verticales" padres-hijos. Dentro de nuestro sistema de significaciones culturales se les considera no sólo como el sustrato del vínculo fundamental, sino también como la vía de influencia socializadora privilegiada. La perspectiva sistémica amplía este panorama y nos incita a considerar las relaciones entre los hermanos como importantes para el desarrollo. El hecho de que en una familia convivan varios hijos implica, para cada uno, verse inmerso en otra línea de socialización "horizontal", diferente (aunque no independiente) de la paterna.
La idea de que el nacimiento es una transición ecológica típica para el niño y para los padres es también extensible para los otros hijos de la familia (sus hermanos). Comporta un reajuste de roles, actividades y relaciones entre hermanos dentro de la rúbrica de los celos (rivalidad). El problema de las regresiones que sufre el niño primogénito (niño o niña) cuando llega un hermanito y, según el primero, acapara las atenciones de la madre es clásico y de experiencia cotidiana. No se ha encontrado ninguna fórmula general para evitar esta situación conflictiva y cada pareja de padres trata de olvidarla con las intuiciones anticipadoras, con los razonamientos sobre la importancia de "ser el más grande", etc. Aprender a ser hermano es una pieza básica del proceso de socialización.
A medida que los pequeños crecen, y según su diferencia de edad y sexos, las relaciones entre ellos adoptan perfiles más estables: se "suelen" entender bien, "tienden a" pelearse con más frecuencia, cada uno "va por su lado", etc. No se puede hablar de patrones generales en el mundo de las relaciones fraternales infantiles porque éstas están condicionadas por el temperamento y personalidad de cada hermano (y la experiencia nos dice que los hijos de los mismos padres son muy diferentes), por la manera en que los padres y otros miembros de la familia los tratan, y por otros condicionantes como pueden ser el espacio del hogar, objetos y juegos que tienen que compartir, etc. Todo esto son detalles concretos de nuestro contexto familiar ecológico cultural, es decir, de niños que viven en un entorno urbano o rural bien comunicado, de familia nuclear, clase social no necesitada, escolarizados, etc. En otros contextos (los niños de la calle, suburbios, bolsas de pobreza, familias de un solo padre o bien en culturas más exóticas) las relaciones entre hermanos tendrán tonos muy diferentes.
En cualquier caso, se debe resaltar que en las relaciones entre hermanos también existe mucha cooperación, una importante mutualidad de afecto y una gran influencia socializadora por parte de los más mayores hacia los pequeños. Se puede constatar que estos últimos imitan mucho a aquéllos. Los pequeños aprenden de sus hermanos mayores muchas de las pautas de comportamiento: unas pautas que la familia da como ejemplares y otras que afectan a la manera de eludir prohibiciones, hacer travesuras o, incluso, formar coaliciones para sacar provecho de los desacuerdos entre el padre y la madre. Los hermanos mayores acompañan a los más pequeños a la escuela, los defienden y los sacan de líos. Después, a medida que progresan en el desarrollo cognitivo, existe una socialización por medio de las conversaciones (explicaciones sobre el mundo, respuestas a preguntas del más pequeño, inculcación verbal de pautas, comentarios sobre conductas adultas, narraciones, etc.); también se da una socialización mediante el juego simbólico (recreación de escenas típicas en las que se inician en roles propios). Este último aspecto lo desarrollaremos en el apartado siguiente, dentro del marco más amplio de las amistades infantiles. Otros aspectos como el progreso en el conocimiento social, el aprendizaje de modalidades de relacionarse o de resolución de conflictos también serán tratados más adelante.
Todo esto no quiere decir que nosotros tengamos una visión equivocada de la relación entre nuestros hijos o que los padres no la trabajen debidamente. Significa más bien que los hermanos y las hermanas se comportan mutuamente de la manera habitual que conocemos no porque son así, sino más bien porque los hacemos así. Es decir, los criamos en un entorno de vida en el que, por ejemplo, tienen que compartir un espacio material escaso (las viviendas urbanas), adquieren de manera acelerada un sentido de la posesión de "sus cosas", bajo el pretexto de emulación continuamente establecemos comparaciones, les proponemos objetivos a conseguir en competición implacable, etc. Aparte de esto, existen las preferencias paternas o del resto de la familia, está el temperamento de cada niño y, sobre todo, las expectativas que los padres alimentan sobre el futuro de cada uno de sus hijos. A medida que el ámbito familiar se abre al escolar, el sistema de valores que este último cultiva (y con el que los padres acostumbran a estar básicamente de acuerdo) añade ingredientes nuevos a las relaciones de los padres con los hijos y a la de los dos hermanos entre sí. El sistema del niño se abre, por lo tanto, a la vida y trata de integrar en su personalidad todo este abanico de propuestas, exigencias, objetivos y actividades "propias de la edad". La perspectiva ecológica del desarrollo, en el que se inspira esta exposición, sostiene que el entorno de vida en el que crecen los niños –los microsistemas de familia, escuela, etc., con las actividades, relaciones y roles– se encuentra intensamente articulado con el macrosistema de creencias, valores y objetivos sociales. Si nos abrimos a la dimensión intercultural, en esta figura que las formas de subsistencia, la organización familiar, el tipo de hábitat y, en el fondo, el clima y la explotación de los recursos naturales, contribuyen a crear entornos de desarrollo peculiares. El hecho de establecer comparaciones está fuera de lugar. En cambio, sí que tenemos la posibilidad de establecer un marco amplio para estudiar y entender el proceso de socialización, por ejemplo, el marco siguiente extraído de Weisner (1989):
El estudio de la socialización en el ámbito de la familia tiene que incluir en su análisis:
  • Qué personas están presentes en el entorno de los niños (hermanos) en su desarrollo.

  • Qué tipo de actividades, tareas son "propias" de los niños a cada edad.

  • Qué prescripciones implícitas (taken for granted) existen para realizar estas actividades, tareas.

  • Qué objetivos hay en la cultura que las justifican.

2.La socialización mediante la escuela, las amistades y los medios de comunicación

2.1.La socialización en el ámbito escolar

Hasta hace pocos años el hogar familiar era, en nuestro entorno sociocultural, el único contexto de desarrollo infantil. Hoy en día y en edad muy temprana, los niños pasan a manos de personas diferentes de los padres y generalmente en ámbitos fuera de la familia: guarderías, la casa de algún pariente, etc. En los Estados Unidos existen los day-care centers: casas particulares que se ocupan de grupos de entre seis y doce años, en general del vecindario. Después, entre los cuatro y los seis años, el niño inicia su periodo de parvulario y, a partir de los siete años, entra de lleno en el sistema escolar.
Esta serie de ámbitos, excesivamente organizados con su objetivo en el currículum escolar, se constituyen en instancias de socialización de los niños y niñas de nuestro tiempo. A pesar de todo, este proceso se ejerce en dos direcciones: una "vertical", la de las relaciones educativas jerárquicas (profesores-niños); otra "horizontal": la de las relaciones entre iguales (grupos de compañeros y amistades). Las primeras direcciones son una prolongación especializada de la socialización familiar y poseen un carácter formal: el que proviene de la autoridad del adulto, de las actividades específicas y de los roles que se proponen al niño; mientras que las segundas constituyen un típico "experimento de la naturaleza" y son informales en la espontaneidad que les caracteriza. La familia escoge el centro preescolar o escolar al que confía el niño, pero no puede escoger las compañías y, prácticamente, no puede intervenir en las relaciones que los pequeños tejen en los días de su convivencia infantil.
La Psicología del desarrollo está repleta de estudios sobre el periodo escolar de la primera y la segunda infancia, y de la adolescencia. Una inmensa mayoría de éstos se ha centrado en la repercusión que para el desarrollo cognitivo (es decir, rendimiento escolar) tiene el paso por la guardería y, sin duda, a los varios grados de la escolarización. Pocos estudios tratan directamente del tema de la socialización. Quizá se podría decir, no sin razón, que en la guardería y en la escuela todo lleva a la socialización. Además, por el hecho de que este dominio es muy vasto, es difícil definir y controlar variables y evaluar los efectos de algunas de éstas si no es a largo plazo. Con todo esto, esbozaremos algunas ideas sobre el mundo escolar y su repercusión en la socialización de los niños.
Muchos autores señalan que uno de los efectos más interesantes de la socialización escolar es que el niño se inicia en nuevos roles sociales; nuevos para él respecto a los familiares. Los roles son maneras típicas de actuar y también incluyen expectativas sobre pautas de actuación. Por tanto, el crío se inicia en los roles cuando actúa tal y "como se espera" de él: cumple las normas, se le hace caer en la cuenta de sus equivocaciones, se ve obligado a justificarse, etc. Las expectativas de los adultos con respecto a los niños están dictadas por la cultura, es decir, remiten en definitiva al orden simbólico: una ordenación o regulación convencional de las relaciones y de la formalidad impregnada de valores arbitrarios y vigentes por convenio.
El sistema preescolar, y mucho más el escolar, son un flujo intenso de significaciones culturales, que lo son sin que los actores (los profesores en particular) sean conscientes de ello. La organización del tiempo dentro del ámbito escolar, la disposición de los espacios (incluso el mobiliario) remite de entrada al significado que posee el trabajo y sus requisitos de orden y disciplina. El recreo (el juego y la desregularización que comporta) se ubica "en el exterior", en el patio. La escuela cultiva una gama de aptitudes mentales: las que considera útiles en vistas a un rendimiento socioprofesional. De la misma manera, fomenta actitudes entre los niños. La competitividad es una de las actitudes que suele presentarse como prototípica. La sociología de la cultura ha señalado que estos hábitos y actitudes son aquellos que típicamente alimentan nuestra cultura occidental guiada por principios de racionalidad y eficiencia productiva, en otras palabras, por principios fuertemente dictados por el macrosistema.

La antropóloga Nancy Graves (Rubin, 1981) contrasta la orientación diferente que transmiten las culturas europea y polinesia en los niños de Nueva Zelanda. El estilo polinesio es "inclusivo"; a la gente le gusta interactuar en grupo, sin demasiada selectividad ni interferencia de los celos. El estilo europeo es "exclusivo": se valora más la vida privada y la independencia; la interacción intensa se da con parejas íntimamente vinculadas. Estas orientaciones se trasmiten ya en la vida preescolar. En un centro de juego polinesio todas las actividades están canalizadas hacia el juego común y cooperativo. La monitora hace que un niño empiece una actividad y después convida a los otros a participar en ésta hasta que se establezca una actividad de grupo. A la hora de merendar toman leche, galletas, manzanas mientras cantan y bailan colectivamente. En los centros europeos, la monitora deja que los niños escojan las actividades y que pidan ayuda cuando la necesiten. El trabajo individual se elogia y los esfuerzos de acción colectiva se ignoran. El individualismo y el esfuerzo solitario que nuestro sistema escolar cultiva refleja una concepción, profundamente arraigada en la cultura occidental moderna, sobre la persona como unidad autónoma de proyectos que se deben llevar a cabo en una ardua competición con los otros. No todos los pueblos cultivan y promueven esta concepción de la persona-en-el-mundo; los ámbitos de socialización en cada cultura asumen la suya y se organizan consecuentemente.

El sistema escolar no solamente socializa las costumbres y maneras de actuar, sino que también socializa la mente, esto es, da forma y contenido a todo el dominio de los conocimientos útiles y aplica rigurosamente las formas (sociales) de la ciencia y del saber. Sucesivamente, impone artificios de representación, como mapas, diagramas, tablas, figuras, anotaciones, cuadros de entrada doble o múltiple, etc. En la perspectiva vygotskiana, todos aquellos procedimientos constituyen instrumentos de mediación semiótica, es decir, son los que permiten dar significado a los fenómenos del mundo natural: físicos, químicos, biológicos y también aquellos de las ciencias humanas como la historia, la sociología y la psicología.
Sin embargo, existe otra dimensión de la socialización a la mente en la que contribuye decisivamente el sistema escolar y que pertenece al dominio de los valores. Jacqueline Goodnow (1990) lo ha comentado brillantemente en un artículo titulado "Qué es lo que hay involucrado en la socialización del conocimiento". Su tesis es que en la escuela no sólo aprendemos a resolver ciertos problemas, sino que, por debajo, aprendemos qué problemas vale la pena que resolvamos y qué pasa si hacemos una buena solución de éstos. Una solución "elegante" frente a una "chapucera". Se hace eco de los valores que impregnan el macrosistema, la escuela informa y convence de que algunas materias son importantes y básicas, otras son "de paso"; hay temas "tirados" y otros muy fáciles, existen parcelas del saber reservadas para algunas personas (los más inteligentes "suelen ser" hombres) y poco aconsejables a otras (mujeres, niños de otras razas, etc.). El currículum escolar no es más que la expresión socialmente acordada de que ciertos conocimientos tienen que ser adquiridos en ciertas fases del desarrollo y que, si no es así, el niño/adolescente será sancionado. (Una prueba de esto es la dificultad que tienen los adultos para reemprender los estudios.) La escuela se atribuye el privilegio de ser el único lugar donde el niño puede aprender lo que es de provecho para la vida, difunde la idea de que los fracasos en el aprendizaje se deben única y exclusivamente al usuario (inadaptación, insuficiencia, desinterés,...). La escuela, a pesar de que pretende formar para un conocimiento abierto a nuevos horizontes, devalúa, a efectos prácticos, el pensamiento propio y creativo de los escolares. Como máximo, lo cultiva como una actividad marginal. Todas estas facetas que Jacqueline Goodnow enumera ponen claramente en evidencia cómo el sistema escolar, desde el parvulario hasta la universidad, exhibe e impone un sistema de valores que tienen una repercusión enorme en la sociedad. De nuevo, no se trata de denunciar todos estos valores por erróneos y de propugnar que sea necesario suprimirlos definitivamente de las aulas escolares; se trata, más bien, de que nos demos cuenta hasta qué punto el mundo escolar académico está imbuido de patrones de valoración que aceptamos como "obvios" e "indiscutibles" (taken for granted), pero que son una elaboración sutil y un consenso social.

2.2.Las amistades y su papel socializador

En la dimensión "horizontal" de las relaciones entre compañeros, la socialización escolar sigue otras direcciones. La guardería, el parvulario y la escuela, en todos sus grados, ofrecen unas posibilidades de relación social de naturaleza cualitativamente distinta a la que el niño encuentra en el hogar familiar, aunque la comparta con algún hermano. Los investigadores han puesto de relieve muchas de las dimensiones relacionales en las que se inician los pequeños: negociación, compromisos, conformidad; se han estudiado las habilidades sociales para la relación amistosa (social skills); el liderazgo, la popularidad, el rechazo que sufren algunos críos; se ha sopesado el juego de fantasía como un grado medio para iniciarse en roles adultos: la concepción que tienen los niños de las amistades también ha despertado la curiosidad de los investigadores, etc. Sin embargo, de nuevo, casi no existen alusiones a cómo los amigos y compañeros son también "ventanas" en el mundo de las significaciones culturales: Un par de anécdotas divertidas ilustran muy bien la idea que comentamos:

Al volver del trabajo, un padre es abordado por su hijo de cuatro años.

Papá, ¿es verdad que Dios es una mujer con muchos brazos?.

El padre: ¿Anda! Nada de eso. Dios no existe. ¿Quién te ha explicado esta historia?.

El niño: Sí que existe Dios. Me lo ha dicho Linda. (Es la vecina y amiga inseparable desde hace un par de años.)

El padre: Linda se equivoca.

El niño: Pero ella es mayor que yo y sabe más....

El padre: Y yo soy mayor que Linda, ¿no?...

El niño: No importa. Me lo ha dicho ella....

(Lewis, Young, Brooks y Michalson, 1975).

Victoria, una niña de cinco años muy charlatana y movida se encuentra con Toni, de cuatro años, más pacífico, que dibuja una bicicleta.

T: El sábado fui a dar una vuelta y vi la bicicleta. Es azul y no tiene ruedecitas. Yo quería la bicicleta, pero mi padre me dijo que no...

V: ¿Por qué?

T: Porque dice que me caería... pero yo no me caigo. Rogelio tiene una bicicleta sin ruedecitas.

V: ¿Sabes qué tienes que hacer? Tienes que llorar mucho, tirarte al suelo y chillar. Se enfadarán mucho pero te la comprarán. Yo siempre lo hago. Quería una muñeca que habla y no me la querían comprar. Me enfadé mucho, lloré y dije que quería la muñeca y me la compraron.

En un libro de Psicología del desarrollo, los autores del apartado sobre relaciones entre amigos en la infancia (Rubin y Coplan 1992) se dedican a completar una lista de las funciones que, hace cuarenta años, Sullivan había atribuido a las amistades. Una de las funciones que el autor había omitido y que ellos incluyen es la de "servir de foro para la transmisión de las normas y del conocimiento social". Sin embargo, no entran en detalles. Por otro lado, es obvio que esta influencia varíe gradualmente con la edad, y llegue al clímax durante la adolescencia. Antes de cumplir los tres años, dice Hartup, los compañeros ejercen, en comparación con los adultos, un papel escaso en el desarrollo de los niños (Hartup, 1970). Sin embargo, ya a partir de los años de preescolar, los niños empiezan a darse cuenta de muchas de las cosas que pasan en las familias de sus amigos (en las versiones de éstos) y que los hábitos de vida y los criterios y normas que rigen las relaciones intrafamiliares poseen una variedad sorprendente.
Una de las características de las investigaciones sobre socializaciones cuyo trasfondo son los ámbitos extrafamiliares es que, implícitamente, consideren el mundo infantil proyectado sobre el mundo adulto. El primer mundo constituye el dominio de la "informalidad" frente al segundo, que es el paradigma de la "formalidad" (contraposiciones que se prolongan en la seriedad y la diversión, la realidad frente a la fantasía, etc.). Se debe reconocer, a pesar de todo, que los dos mundos se encuentran sutilmente imbricados: cualquiera de los ámbitos de la segunda infancia constituye un micromundo que reproduce, en otra escala, pautas culturales en vigor dentro del mundo adulto "de verdad" y cómo la socialización familiar las propone y las impone como "lo más natural". Al mismo tiempo, los compañeros, al comunicar de manera ingenua sus experiencias personales, revelan aspectos del mundo inaccesibles quizá al niño interlocutor; en sus comentarios –curiosos, picantes, reservados...– también dejan al descubierto valores sociales. El caso más habitual (no por ello menos notable) es el de la iniciación en los "secretos del sexo", pero no es el único. Los educadores de barrio describen comportamientos de grupos de niños y niñas preadolescentes en los que, de manera preocupante, se capta la tremenda imbricación de la subcultura marginal (violencia física, tráfico de drogas, por ejemplo) en la relación dentro del grupo de camaradas. En definitiva, por caminos diferentes convergen las significaciones y los valores de los grupos culturales (burguesía contra obreros, mundo urbano contra mundo rural) en la socialización formal e informal que se lleva a cabo en los ámbitos extrafamiliares en los que crecen los niños.
Todas estas consideraciones son sumamente generales pero es que la investigación sobre la influencia de las amistades en las diferentes edades de la segunda infancia es muy pobre. La investigación existente se concentra en temas más bien psicosociales: las manifestaciones de agresividad, de liderazgo y de popularidad en los grupos de niños, el rechazo social que sufren algunos y sus consecuencias (ved Dunn y McGuire, 1992, para una revisión de estos temas). En pocas palabras, los investigadores se interesan por la competencia y la competición. Los componentes afectivos y emocionales de la relación entre amigos, la manera como conducen las relaciones mutuas, las diferencias entre niños y niñas en su recurso a las amistades, las conversaciones y los temas que tratan, las fantasías e ilusiones que comparten, las intrigas y complicidades frente a los adultos, las "proezas secretas", las bromas y el despliegue de la propia personalidad en el seno de un grupo son aspectos que exigen bastante más dedicación investigadora que una visita fugaz o una serie de observaciones desde el exterior.
Implícitamente, en nuestra cultura situamos en la escuela el escenario de esta socialización. Sin embargo, como es fácil de ver, no toda la socialización se desarrolla entre sus paredes. Este hecho es totalmente obvio en aquellas culturas en las que los niños no se encuentran escolarizados. Debemos hacer un esfuerzo de imaginación para representarnos la vida diaria de grupos de niños indígenas que se mueven por el entorno de su naturaleza, juegan, descansan a su aire, comen lo que tienen a mano (si pueden...) cuando tienen hambre, observan a los mayores en cualquier momento, sin ser arrinconados por indiscretos, se ayudan mutuamente desde muy pronto, aprenden de sus compañeros las habilidades necesarias para sobrevivir, etc. La tónica general es que el grupo de compañeros de edad similar posee un papel sumamente importante en la iniciación de la vida social. Lo analizamos en uno de los dominios más típicos de la segunda infancia: el juego.

2.3.El juego

El juego es, desde el ángulo de la psicología, un enigma real. ¿En virtud de qué criterios decidimos que un comportamiento es juego? ¿Por qué razones ha surgido este comportamiento en la evolución? ¿Qué funciones cumplen el desarrollo? Éstas son algunas de las preguntas que nos hacemos. El juego se manifiesta en los mamíferos superiores en su versión más primitiva de "juego movido": saltos, persecuciones, hacer volteretas, etc. y es típico de los cachorros y las crías. El juego, ya en este estadio, imita comportamientos "serios", como son los agresivos y los sexuales.
El juego en los humanos se despliega en otras modalidades, además de la motora. Entre nosotros, el juego está relacionado con la broma, la creatividad, la exploración. Cualquier comportamiento de juego, incluso animal, exige además un vaivén comunicativo intenso y sutil entre los jugadores. Éste es, pues, una especie de "plaza mayor" donde convergen muchas capacidades psicológicas; no tiene nada de extraño que los psicólogos piensen que tiene gran importancia en el proceso de desarrollo infantil y juvenil. Aquí expondremos algunas ideas sobre esto pero nos ceñiremos a su incidencia en la socialización.
En los seres humanos, el juego tiene sus primeras manifestaciones muy pronto. Piaget ya encuentra indicios en las reacciones circulares secundarias y terciarias. Las madres y los niños juegan, como todos sabemos, de muchas maneras: el "cachorreo", los pequeños rituales (el "cucu-tras") y los primeros juegos manipulativos, de los que ya se ha hablado, son ejemplos de esto. Nos centraremos en el juego de los niños entre sí, cuyos escenarios son el patio de la escuela u otros lugares apropiados ya sea un espacio casero, los parques, la playa, los alrededores del pueblo, etc. La psicología distingue tres modalidades en el juego infantil. La primera nos es común con todos los mamíferos y ya la hemos aludido: es el juego movido. La segunda y tercera nos son privativas: se trata del juego que reproduce situaciones sociales (reales o fantásticas) y de los juegos sociales sometidos a reglas (desde el parchís o el ajedrez hasta el fútbol). Se suele seguir a Piaget (1946) cuando se propone una progresión entre las modalidades del juego en la segunda infancia y la preadolescencia: de esta manera, el juego movido en la versión más espontánea (al margen de toda regla) predominaría en la fase infantil de la guardería, el juego de fantasía entre los cuatro y siete años, y continuaría con el juego de reglas a partir de esa edad. Esta progresión se puede aceptar grosso modo, pero no se trata de estadios en la evolución del juego, propiamente hablando.
El juego movido consiste, como bien sabe quien ha pasado unas horas en el patio de un parvulario, en perseguirse, luchar, tirarse por el suelo, etc. Es la manera de jugar más primitiva y espontánea, que se da predominantemente cuando la edad de los niños o la cultura no da pábulo a otras maneras más elaboradas, como son el juego de la fantasía y de las reglas.

Margaret Mead (Humphreys y Smith, 1984) considera que el juego de los niños de Nueva Guinea (alrededor de 1930) era como el de los cachorros o gatitos: "Brincan y corren riendo y chillando hasta que quedan exhaustos; se dejan caer al suelo sin respiración y enseguida vuelven a comenzar". Entre los bosquimanos (Konner, 1972), este tipo de juego es estimulado por los adultos que incitan a la persecución y, cuando se dejan atrapar, levantan al niño al aire y le ovacionan entre risas. Más tarde, a partir de los 4-5 años el juego movido de los niños bosquimanos "consiste en revolcarse por el suelo simulando que se es un animal y que los demás le atacan, o bien sucede en una forma suave de abrazarse y dar volteretas por el suelo todos juntos. Además, cuando cinco o seis niños de la misma edad tienen la oportunidad de jugar juntos (por ejemplo, al unirse dos campamentos), se revuelcan y ruedan por el suelo de la misma manera que ocurre en Inglaterra"(Ibid.). Entre nuestros niños, muchos de los juegos en que hay persecuciones y luchas ya están en el terreno del juego de fantasía cuando los participantes se reencarnan en personajes de la televisión o de tebeos que, como comentaremos más tarde, protagonizan episodios en los que el uso de la fuerza es habitual.

Por lo que se refiere a las funciones que cumple el juego movido en el desarrollo, los psicólogos no tienen respuestas terminantes. Dado que es una modalidad que compartimos ampliamente con los animales, se tiende a razonar acerca de sus "ventajas" en términos etológicos. De este modo, se dice que muy probablemente sirve para practicar las habilidades motoras que entran en la lucha y la caza, también se dice que a los niños les sirve para "medirse entre sí" y por aquí se establece entre ellos una incipiente jerarquía social. Por ejemplo, es frecuente que una "lucha" se dé por acabada cuando uno de los adversarios queda en posición inerme o inmovilizado por el otro, y el ganador se coloca encima, lo que es la manera ritualizada de proclamar la superioridad. Los profesores y los adultos suelen, en nuestra cultura, reprimir este tipo de juego: los niños –se dice– pueden hacerse daño; en este juego, además, existe una cierta dosis de agresividad que, aunque se controla, puede conducir a la lucha abierta. En cambio, actualmente ha surgido la tendencia a iniciar a los niños en la práctica de las artes marciales, que son maneras sumamente ritualizadas de agresión. Si lo que se pretende es que los niños aprendan a controlar y, al mismo tiempo, que se sientan seguros de ellos mismos en circunstancias amenazadoras, el ejercicio de "agresión regulada" puede ser socialmente beneficioso (al menos en las intenciones de los que lo promueven).
El niño estrena la modalidad del juego de hacer como si cuando ya ha cumplido los dos años. En sus primeras manifestaciones, generalmente en compañía del adulto, el niño se limita a "hacer como si" merendara (disponiendo las tazas, platos, cubiertos y otros), "como si" mantuviera una conversación telefónica con un interlocutor familiar no presente, "como si" fuera la madre de una muñeca y la acicalase o la llevara a dormir, etc. El crío recrea en la escena situaciones típicas de su vida cotidiana.

El antropólogo Lancy describe así a los niños nigerianos kpelle que hacen de herreros y se inician en el oficio mediante el juego: "A los 3 años el niño pasa horas observando al herrero realizando su trabajo. A los 4 ya golpea una y otra vez, con el palo sobre la roca, diciendo que es un herrero. A los 8 años produce una elaborada reconstrucción del arte de la herrería con sus amigos. Todo esto en registro "como si". A los 12 años se inicia en el aprendizaje de las habilidades típicas de la forja. A los 18 es un herrero incipiente" (Sutton-Smith y Roberts, 1981). Otros antropólogos, al describir la segunda infancia de pueblos más primitivos (niños no escolarizados) llaman la atención sobre el hecho de que, desde muy pronto, los niños "juegan" con instrumentos de adultos o sus reproducciones a escala infantil. Personalmente, tuve la oportunidad de contemplar en un viaje por la cuenca amazónica, a niños indios jugando a la orilla del gran río, cada uno dentro de una pequeña canoa. Muchos niños de culturas agrícolas "juegan" cavando la tierra en compañía de sus padres. Barbara Rogff, casi en el inicio de su libro Aprendices del pensamiento (1990), describe a una madre keniana en el campo con su pequeño de 6 años, ambos trabajando la tierra. La madre hace como si se dejara aventajar por el hijo y le estimula mediante una interacción amable en registro lúdico. Nos podemos preguntar si esto es jugar o es una ocupación seria, un aprendizaje de la vida. Son ambas cosas al mismo tiempo. En los niños de estos pueblos existe una transición gradual entre la actividad "como si" y la actividad adulta; en nuestra cultura esto se perdió hace siglos y nos cuesta reconocerla en otras.

A partir de los 4 años, los niños se convierten en actores de situaciones imaginarias, es lo que se denomina juego de fantasía. Vale la pena que se comente este concepto. Cuando los niños y las niñas juegan a "preparar la cena" o "van a comprar" o "se acicalan" para asistir a un "baile de palacio" o protagonizan "Blancanieves", etc. se imaginan otra realidad diferente de la que los adultos denominan la realidad. Es interesante considerar que estas "otras realidades" las construyen sobre la base de su experiencia o con las piezas de las narraciones que escuchan o de los episodios televisivos que ven. Al manejar estas piezas a su aire, producen excelentes guiones, personajes, papeles (teatrales); enseguida se lanzan a cumplirlo y en eso consiste el juego. Nosotros, de forma indulgente, sonreímos de sus fantasías (de paso nos olvidamos de las nuestras...) y contraponemos este mundo infantil al adulto, y decretamos que el nuestro es aquel mundo auténticamente real mientras que su mundo es el de la imaginación. La capacidad de ficción, en el sentido que comentamos, es extensiva a todos los humanos: es la esencia de la novela, del teatro, de los rituales religiosos y muchas otras manifestaciones culturales. No es algo que se oponga a la realidad, sino otra realidad diferente a la que nos rodea cotidianamente. No se debe infravalorar con adjetivos como "falsa", "distorsionadora", etc. como hace más de un psicólogo. Es más, la propuesta que establecemos aquí es que el niño construye la realidad "real" (la de los adultos) a partir de la realidad "imaginada" en sus juegos. Quizá esto se hace más palpable en los niños de los pueblos tecnológicamente menos avanzados. En éstos, los juegos de fantasía casi no están presentes o son mucho menos elaborados. Una razón es que, a diferencia de nosotros, no la cultivan en los niños con cuentos y narraciones que tengan al alcance. En cambio, en los juegos estos niños reproducen rituales reservados a los adultos.

Durante la Semana Santa en Málaga a finales de los setenta, tuvimos en una ocasión la oportunidad de presenciar una "procesión", improvisada en plena calle por unos chicos de barrio: con gran seriedad llevaban el "paso" en las espaldas con el sonido de unos tambores y el rítmico desfilar del grupo. Un médico que hizo prácticas en Las Hurdes (Cáceres), durante los años cincuenta, comentaba que uno de los juegos al que se entregaban los niños allí era el entierro, que reproducían con un gran realismo. En una de las islas de Polinesia, un antropólogo describe el juego de unas niñas, entre 4 y 7 años, representando un ritual de "tránsito y posesión" (reservado a las mujeres): la danza que lo acompaña, la actuación que requiere cada personaje, la danza sobre las brasas del fuego, etc. Observad que en cada uno de estos casos se trata de hechos relevantes en la vida social.

Al vivir intensamente esta "otra realidad", la de los juegos, los niños y niñas practican relaciones sociales muy básicas. Fundamentalmente, aquellas que están en vigor en su medio. Deben negociar con sus compañeros el argumento y los papeles que cada uno quiere representar; y esto, como comenta Catherine Garvey (1974), implica que los niños comprendan y practiquen algo tan elemental como que toda actuación en sociedad descansa sobre "reglas de procedimiento". La edad de los juegos de fantasía (de 3 a 7 años) es la que corresponde, según Piaget, al período del egocentrismo. El juego demuestra bastante bien que éste no impregna la vida y actividad de los pequeños de estas edades como sugiere Piaget. En cualquier caso, es evidente que el juego de fantasía exige que los participantes se descentren y coordinen las acciones ajustando los turnos de intervención dentro de una trama que se despliegue con cierta flexibilidad e improvisación. También se tiene que ajustar a los perfiles de actuación de los personajes que representan: son jefes de pedido, la "novia" del jefe, personajes de cuentos infantiles, etc. Esto implica que poseen mucho conocimiento sobre los roles adultos (si cometen errores, ya están los otros para señalárselos) y que, al practicarlos, los asimilan. El hecho de mantener la consistencia del personaje y la continuidad de la trama son aspectos no triviales de su desarrollo sociocognitivo.
El juego de "hacer como si" y su extensión al de la fantasía son el prototipo de lo que se denomina juego simbólico que, según Piaget, viene acompañado de la aparición de la función simbólica. Ya dijimos que existe un equívoco en la utilización de este término. Para Piaget "simbólico" implica simplemente representativo. Evidentemente el juego de la fantasía lo es en el doble sentido que implica representación mental y se plasma en una representación teatral. Ahora bien, si por simbólico entendemos que este juego utiliza los símbolos que constituyen la esencia de la vida social u orden simbólico, no es seguro (y menos en su inicio) que la carga simbólica que poseen los personajes como Blancanieves, el lobo feroz de Caperucita o los televisivos que personifican los niños en sus representaciones se encuentre presente en la mente de los niños actores. Este carácter simbólico del juego y de los personajes, más allá de la pura acción, se hará accesible para los niños poco a poco.
La última modalidad es la del juego sometido a reglas: las cartas, el ajedrez, los deportes, etc., son algunos de los ejemplos múltiples. Los niños entran realmente en esta modalidad cuando su conocimiento se abre a la noción de regla, a la edad aproximada de ocho años. Cualquier persona que observe a niños de párvulos jugando a fútbol, por ejemplo, verá que todos van a por la pelota, no hay faltas (quizá la única es tocar la pelota con las manos), el "campo" no tiene límites, no saben qué es un gol, etc. Se encuentran en la fase del juego motor casi en estado puro; se juntan para golpear un balón, como gráficamente comentan Linaza y Maldonado (1987). Estos autores han estudiado cómo en los escolares se desarrolla la noción de regla del juego (de fútbol); éste es el motivo por el que han participado en "partidos" con niños de todas las edades y han aprovechado para preguntarles sobre esto. Aproximadamente a los 6 años, los niños empiezan a coordinar y a competir, para hacerlo, necesitan jugar de acuerdo con algunas reglas, aunque su aplicación y su alcance sean muy borrosos. Hacia los 9 años, los niños "llegan a una formulación común y compartida de las reglas básicas del fútbol". Un poco más tarde, no sólo conocerán bien las reglas, sino que las utilizan (o las infringen) para sacar provecho de ellas y ganar.
El análisis sobre cómo emerge la noción de regla en los niños suele seguir la pauta que propuso Piaget en el libro El desarrollo del criterio moral en el niño, escrito en 1932. Puede parecer curioso que el estudio del desarrollo de los principios morales se encuentre vinculado al de los juegos. Sin embargo, la razón es, según Piaget, que "toda moral consiste en un sistema de reglas". El esbozo del criterio moral le vincula a la adquisición de la noción de regla y del respeto a ésta. Pero esto no es todo, Piaget pregunta dónde se encuentra, para los niños, el origen de la regla, cuya autoridad emana toda regulación. La investigación de este segundo aspecto la realizó Piaget (y la hacen todos aquellos que siguen sus ideas) preguntando a los niños qué pasaría si se modificaran las reglas o si se inventaran reglas nuevas en los juegos que ellos conocen y practican. Para los pequeños, las reglas son intocables. El hecho de cambiarlas equivale a violar una ley absoluta y que está por encima de los jugadores. Al avanzar en la edad, hacia los 7 u 8 años, los niños empiezan a aceptar que algunas reglas poco importantes se puedan modificar, pero no las fundamentales. Sin embargo, ahora empiezan a captar que tienen que tener en cuenta a los otros jugadores aunque sea en aquellas alteraciones pequeñas que se les sugiere introducir en el juego. Un ejemplo sería jugar a fútbol con una pelota de rugby. Finalmente, a partir de los 11 años aproximadamente, los niños comprenden que las reglas de los juegos se establecen por consenso (o se modifican por votación) y que su cumplimiento se basa en la "voluntad popular".
Los juegos de este tipo incorporan en general una gran dosis de actitud competitiva. Es decir, no sólo se juega por diversión sino que, sobre todo, se trata de ganar y de ser el campeón según el modelo de las prácticas deportivas (que no se denominan competiciones por casualidad). Entre los adultos, la excelencia física ha sido siempre muy valorada en todas las culturas. Las pruebas deportivas, desde la antigüedad grecorromana, lo demuestran ampliamente. Es más, se reconoce que los juegos de reglas (adultos) son maneras ritualizadas de lucha y consecución de prestigio social. Se puede debatir el punto hasta el cual la misma actitud competitiva tiene que impregnar cualquiera de los juegos de reglas a los que se entregan los niños. En otros términos, ¿los juegos entre niños son para ganar o para divertirse? La posición, muchas veces implícita, de los adultos aquí es decisiva.

No en todas las culturas los niños juegan con el objetivo de "ser el campeón". Los niños de Polinesia juegan a algo similar a las canicas y lo hacen con nueces de árboles propios de aquellas latitudes. Sin embargo, las piezas que tienen una forma bien redonda son difíciles de encontrar y por ello los participantes se las reparten cuando empieza el juego y, cuando se acaba, se devuelven a los propietarios (si alguno ganara todas las "canicas", se acabaría la posibilidad de jugar ...). El antropólogo que ahora narra estos episodios de juego (Broch, 1990) comenta, además, que aquellos niños practican variantes muy diferentes al juego de "canicas", algunas de ellas muy creativas. Se puede pensar si esta creatividad no está "liberada" por el espíritu de diversión pura que impregna estos juegos infantiles.

Como conclusión de este breve repaso al juego de reglas, debe quedar claro en qué contribuyen a la socialización de los niños. Las reglas de juego permiten las primeras formas de cooperación infantil y también de competición. La cooperación, una vez establecida, permite establecer nuevas reglas. No existe ninguna modificación de la ley que no comporte un procedimiento de consenso. La cooperación básica sobre la que descansa la vida consiste en eso. En la vida social también hay competición pero es mucho más discutible que, por influencia de los adultos, los juegos de reglas de la segunda infancia estén más orientados a ver quién gana que a un entretenimiento sano y despreocupado.
Las tres variedades de juego descritas no son modalidades puras: mucho de éstos de la segunda infancia ("policías y ladrones", fútbol, etc.) comportan un intenso ejercicio físico sometido a reglas; también existen juegos de fantasía en los que se siguen las reglas típicas de ceremonias sociales y comportan movimiento (jugar a hacer un desfile o una boda...). Otras formas de jugar y entretenerse, como la exploración del entorno (entrar en cuevas, merodear por ruinas, recorrer el litoral del mar, etc.) a que se entregan los adolescentes no entran en la clasificación que hemos propuesto.

2.4.La socialización a través de los medios audiovisuales

Los psicólogos y sociólogos desde siempre han remarcado el papel decisivo del lenguaje en la socialización. En la actualidad hemos empezado a tomar conciencia de que los medios audiovisuales (que, como se suele decir, poseen un lenguaje propio) toman el relevo de la palabra para convertirse en inculcadores de patrones de conducta por medio de la imagen. Los "medios" (ya sea la palabra o la imagen) mediante los que se crean representaciones, se inculcan normas, se ofrecen modelos, se proclaman a sí mismos neutros, es decir, meros soportes o vehículos. No lo son cuando el mensaje se sirve del medio y éste sirve al mensaje. Tampoco se trata de establecer comparaciones sobre el impacto de la imagen frente al de la palabra: las dos, en la medida que ofrecen versiones y visiones del mundo, son medios de socialización. Lo que constatamos aquí es que la televisión (fuente de imágenes) está instalada en los hogares del mundo occidental, dejando de lado la conversación familiar y en dura competencia con ésta. Las palabras tienden a adecuarse al interlocutor infantil y esta adecuación se encuentra regida por valores reconocidos socialmente como tales. Las imágenes de la televisión, excepto en los programas infantiles (¡y no siempre!), están fuera de cualquier control social que no sea el nivel de audiencia, ya que ofrecen de todo y sus "valores" son comerciales. El discurso de la socialización tradicional familiar era progresivo y dosificado; el niño frente a la televisión lo ve todo, y es ésta, casi de manera indefectible, quien tiene que poner "orden en el caos". La televisión es accesible en cualquier momento, dentro de casa, mientras que los padres a veces no lo son tanto y, además, puede ser que ellos exploten esta facilidad de acceso para que los niños estén entretenidos y los padres queden libres de sus inoportunidades. Todo esto convierte la televisión en un agente de socialización autóctono dentro del mismo hogar.
Dado que la competencia socializadora de la televisión es inevitable, los padres la tienen que controlar. No sólo tienen que imponer una disciplina razonable de horarios y programas sino que también, como se recomienda hoy día, deben provocar la reflexión de los hijos (de todas las edades) frente a lo que ven. No se trata tanto de vetar programas como de fomentar actitudes sensatas sobre el contenido y sobre la forma de películas, anuncios publicitarios, noticias, concursos, etc. Los niños tienen que aprender a ver, es decir, a juzgar cualquier despliegue de imágenes. La credibilidad del mensaje televisivo no se impone por sí misma: son los adultos los que le confieren autoridad y credibilidad. En una palabra, los padres pueden utilizar la televisión para complementar la socialización de sus hijos en vez de ser todos socializados por la presencia invasora de ésta.
Si de la programación general televisiva pasamos a la infantil, el panorama no es mucho más consolador. En 1993 se estableció un acuerdo deontológico entre el Ministerio de Educación y las cadenas televisivas que funcionan en el Estado español: se trata de que las cadenas ofrezcan programas adecuados a los niños en las horas de audiencia infantil. Aparte de que esta adecuación se consiga (objetivo nada fácil mientras los criterios de confección de programas sean puramente comerciales), por debajo de este acuerdo se encuentra el reconocimiento oficial de que la televisión ocupa un espacio y un tiempo notables en la vida de los niños y que su influencia no es menospreciable. Ahora bien, ¿hasta dónde llega esta influencia con detalle? ¿Cómo se la tiene que evaluar objetivamente? ¿Por medio de qué mecanismos cognitivos y/o emocionales la ejercen?
La violencia es uno de los temas sobre los que más se ha discutido esta presunta influencia de la televisión. Es indiscutible que la programación infantil exhibe una gran cantidad de escenas y caracteres violentos. Donde no hay acuerdo es, de hecho, en si los niños de hoy son violentos (más que en otras épocas) y en que, si eso es verdad, surge de los espectáculos que ven en la televisión. En cualquier caso, parece ser que la imaginación infantil se encuentra muy impregnada de la acción violenta que predomina en las series infantiles. No existe una relación sencilla de causa-efecto entre observar modelos de comportamientos violentos en las pantallas y un aumento (difícil de demostrar con datos) de la agresividad infantil; y, menos aún, que esta agresividad se traduzca de inmediato en actos violentos. Este tipo de conclusiones, a los que la prensa se ha aficionado, relativizan la complejidad de la psique humana. Lo que sí podemos afirmar es que la expresión de la violencia mediante la acción es particularmente impactante para los niños porque el movimiento y la acción son preeminentes en un sistema motivacional aunque primitivo como es el del niño. El hecho de resolver un conflicto por medio de la acción agresiva o violenta es fácilmente aprehensible por la mente infantil. Las series de dibujos animados populares entre los niños utilizan este recurso constantemente. El lenguaje se encuentra lleno de numerosas onomatopeyas que refuerzan los efectos inmediatos de la acción ("¡Crac!", "¡Pum!, etc.). Sin embargo, los seres humanos disponemos de la alternativa de la negociación por medio del diálogo. Mediante el lenguaje, los personajes enfrentados en conflicto pueden llegar a acuerdos, a concesiones mutuas, y resolverlo sin violencia. La posibilidad de una eficiencia mayor en la cooperación es lo que justifica, según defienden algunos autores, la aparición del lenguaje en el ser. En 1927, Gracia de Laguna escribió a propósito de este tema: "¿Para qué sirve el lenguaje? ¿Qué función objetiva cumple en la existencia humana? La respuesta no es difícil de encontrar: el lenguaje es el gran medio gracias al que se lleva a cabo la cooperación humana. Los hombres no sólo hablan para expresar ideas y sentimientos, sino que también lo hacen para suscitar respuestas a sus semejantes y para influir en sus actitudes y acciones". Con el habla, comunicamos las intenciones y hacemos explícito a nuestro interlocutor los planes u objetivos. Por medio de los ritmos de la palabra y del gesto podemos convencer de que nuestras intenciones son sinceras. Si la palabra (y el diálogo) ya no cumplen ninguna función en la resolución de conflictos –lo que las narraciones televisivas nos dan a entender–, implícitamente se niega la fuerza persuasiva y la dinámica interpersonal que acompaña a su uso. Por aquí surge la tragedia de la devaluación del diálogo frente a la hipervaloración de la acción. Ésta debe ser potenciada por los instrumentos y de aquí ha nacido la carrera de armamentos.
Todo esto constituye el mensaje latente de las series de televisión de "acción", que no por ser conocido es menos sutil y nefasto. Junto a esto, encontramos el maniqueísmo de que el mundo se divide en "buenos" y "malos", y el desenlace ingenuo de que estos últimos siempre pierden... El hecho de tratar estos temas de manera menos vulgar requeriría una elaboración y sutileza mayor por parte de los guionistas. Por otro lado, también requiere que nos liberemos de la ideología de la competición como marco de las relaciones humanas, ésta cada vez se encuentra más arraigada en nuestra cultura. La televisión podría ser un recurso socializador más para presentar –sin moral barata– a nuestros hijos, junto con la realidad de los conflictos, formas de resolución que se dirijan a una reflexión sobre la inhumanidad de la violencia, sus costes y las consecuencias que de rechazo vuelven a quien recurre a ella. Y, al mismo tiempo, dejan entrever que existe un lugar para el diálogo y para un equilibrio de intereses que puede presentarse como satisfactorio.

3.El conocimiento social. La teoría de la mente

3.1.Introducción

En el pórtico de este apartado se plantea la pregunta: ¿por qué la Psicología estudia un conocimiento calificado de "social"? En la tradición occidental, el conocimiento por antonomasia es el que se denomina científico, o sea, el que comporta la comprensión de los fenómenos de la naturaleza (física, química) o de la vida (biología, medicina) mediante un discurso racional (la lógica, las matemáticas) que elabora la percepción fenoménica del mundo. A pesar de esto, no es éste el único tipo de conocimiento; existe el conocimiento filosófico, el religioso, el esotérico, el artístico, el artesanal, etc. Todos éstos poseen en común que se adquieren gracias al esfuerzo individual dentro de un sistema de transmisión cultural (la escuela, la universidad, el grupo de expertos). Recientemente, las ciencias humanas se han dado cuenta de que las personas poseen un conocimiento "natural" de cómo comportarse en la vida y en las relaciones sociales. Éste se adquiere por el mero hecho de pertenecer a un grupo, o sea, es inherente al proceso de socialización; los niños lo manejan, además, muy pronto, sin que les sea enseñado explícitamente y aparentemente sin gran esfuerzo. Es un conocimiento práctico y necesario: gracias a éste nos "las arreglamos en la vida". A este tipo de conocimiento se le ha reservado el título de conocimiento social (en inglés, social cognition). Su estudio es una reflexión sobre qué conocemos de los demás (para actuar adecuadamente) y cómo obtenemos este conocimiento (su desarrollo). Como toda reflexión, es un procedimiento de segundo orden: es conocer cómo conocemos.

3.2.El conocimiento de las personas: sus primeras manifestaciones

Debido a que la noción de conocimiento social ha ido abriéndose camino en un clima científico que mantenía que existe un único tronco de conocimiento, el lógico racional, no es extraño que muchos psicólogos aceptaran –inspirándose en Piaget– que el conocimiento que los niños adquieren del mundo social viene después del conocimiento sensoriomotor, preoperacional y otros. Sin embargo, hoy día se acepta que el conocimiento de naturaleza racional y el social poseen raíces diferentes. Ya desde el principio de la vida, constituyen dos categorías de conocimiento separadas.
Es difícil llegar a demostrar, mediante experiencias controladas o por observación, que los niños desde muy temprano consideran a las personas como seres distintos de los objetos materiales. El hecho de determinar si para ellos existe esta distinción primordial o no, es una inferencia del psicólogo a partir de cómo reacciona el crío ante la presencia de personas u objetos. Aunque el comportamiento de los niños es aún rudimentario, es mucho más elaborado por lo que respecta a las personas que por lo que se refiere a los objetos. Puestos frente a frente, los niños que hemos descrito comunicando preverbalmente y los niños en su desarrollo sensoriomotor, queda patente que las capacidades de tratamiento interpersonal poseen ventaja por encima de las de actividad instrumental. Y como las primeras capacidades comportan necesariamente un conocimiento primordial de las personas, se llega a la conclusión de que éste es sui generis.
Existen más argumentos que apoyan esta tesis de que los críos sitúan, ya inicialmente, a las personas en una categoría diferente a la de los seres inanimados. Gelman y Spelke (1981) señalan que mirar los objetos y mirar a las personas (cruce de miradas) posee, para los pequeños, consecuencias radicalmente diferentes: los objetos no reaccionan; las personas responden y se inicia la interacción. Otros psicólogos sostienen que los niños (y también los animales superiores) captan la coordinación entre movimiento y punto de mira visual y la interpretan como "perseguir un objetivo"; aquí aparece una conexión entre fenómenos perceptivos y sociocognitivos. Es el punto de partida, en la evolución, de la noción de comportamiento intencionado. En definitiva, todo conduce a postular que la distinción entre los seres animados (personas humanas) e inanimadas emerge en forma de una bifurcación primordial en los albores de la mente humana (Perinat, 1993).
Ya comentamos, al adelantar las líneas fundamentales de este tema en el apartado 2 del módulo "Desarrollo socioafectivo y comunicativo en los dos primeros años", que se trata de un tipo de conocimiento genérico y que, aunque sea eminentemente práctico, se centra en una apreciación general de "cómo funcionan las personas". Los niños dotan a las personas de lo que, en términos adultos, conocemos por mente: una instancia que alberga intenciones, deseos, sentimientos, conocimiento, etc. Analizaremos a continuación el despliegue progresivo de este conocimiento de la mente de los otros que van adquiriendo los niños y niñas.
Existe una gradación evolutiva en la capacidad de leer la mente de los demás (Whiten, 1994), que se origina de una matriz de capacidades más primitivas que posibilitan que el ser humano se comunique y concierte actividades con sus semejantes (intersubjetividad primaria y secundaria). Al mismo tiempo que estas actividades surgen, se pone en funcionamiento el proceso de construcción de significados en la relación interpersonal. Éste constituye, en esencia, una manera de compartir experiencias. Sin embargo, esto implica "entrar" en la mente de los otros: comprender y sentir su mundo interior. Con el advenimiento del lenguaje, es decir, a partir de los dos años, los críos abren otro camino importante para la comprensión del funcionamiento de las mentes. Cuando surgen las preguntas espontáneas "¿Sabes que ...?", "¿Quieres aquello...?" se refieren a estados mentales (aunque los niños no son conscientes de que se están refiriendo a estados mentales...). En sus conversaciones incipientes, los críos observan y realizan preguntas sobre los sentimientos (estados emocionales) de las personas que les rodean (Dunn, 1988, 1990): se interesan por lo que ha ocasionado la tristeza, el disgusto, la alegría de la madre, de un hermano o de alguien cuyo estado de ánimo contemplan. También entienden los sentimientos de los animales personificados en las narraciones infantiles y los comentan con los interlocutores. Conocen bastante los sentimientos de sus hermanos pequeños o amigos para manipularlos hábilmente: fastidian, se burlan, fingen, etc. Demuestran una gran curiosidad por los gustos de las personas: "¿Te gusta esto?" dicen enseñando algún objeto que les guste. "¿Te gusta (tal persona)?". Es una pregunta que suele surgir espontáneamente. Es muy frecuente que utilicen "¡Te quiero!" o "¡Ya no te quiero!" como moneda de "negociación" con los padres y familiares a la hora de conseguir sus deseos. Observad el caso de cómo en la mente del niño (aunque no sean conscientes de ello) están relacionadas la manipulación de los sentimientos con la satisfacción de unos deseos.
Mediante el lenguaje, los niños (y también los adultos) establecen las distinciones y significaciones precisas del tipo: "ella piensa que", "él cree que", "él desea tal", etc. Los conceptos para tratar de los fenómenos mentales son, al final, "maneras de hablar". Sin embargo, el lenguaje no sólo delata un conocimiento de la mente, sino que, en cierta manera, de la estructura. El lenguaje, a la vez que es un producto del pensamiento, también genera el pensamiento (otro círculo creativo). Para comprender un enunciado, los niños se tienen que representar de alguna manera que su interlocutor "piensa que", "supone que" o "pretende que", etc. Los pequeños tardan un poco en darse cuenta en sus conversaciones de que es crucial comprender lo que el otro quiere decir, y al revés, que ellos se tienen que hacer entender. Sin embargo las "incomprensiones" y "malentendidos" poseen su lado positivo: el adulto que replica al pequeño: "¡No entiendo qué quieres decir! Hace una alusión explícita al fenómeno mental de comprensión y al de la intención de comunicar. Marilyn Shatz (1994) resume muy bien lo que el lenguaje aporta a la comprensión de la mente:

"Sólo se puede conseguir una comprensión básica de la mente, tanto de la propia como de la de los demás, cuando empiezan a caminar juntas las capacidades lingüísticas y las primeras experiencias sociales con las humanas. En otras palabras, los niños llegan a comprender las mentes sobre la base de la experiencia lingüística y las primeras experiencias sociales con las humanas. Se trata de una capacidad que se basa en la habilidad progresiva de entender y explicar el comportamiento propio y el de los demás en términos comunes a todos los miembros de la comunidad hablante a la que pertenece. Los niños disponen de dos herramientas preciosas para el desarrollo de su inteligencia lingüístico-social. Primero, partiendo de la experiencia de trato se comparan con otros niños y empiezan a conquistar un sentido del yo. Segundo, a medida que progresan en el lenguaje, cada vez participan más en las conversaciones y se ven forzados a conceder expresión verbal a sus motivaciones internas, a la manera como comprenden las cosas, a sus expectativas y a sus justificaciones. De este modo, llegan a descubrir cómo los estados internos se hacen públicos, cuándo se tienen en cuenta y qué papel causal poseen en la interacción social."

Los conflictos entre los pequeños implica que se den cuenta perfectamente de que los demás tienen deseos e intenciones diferentes a las suyas, en colisión con éstas. Y lo que es más, puede ser que el foco de atención de los niños en estos conflictos no constituya el objeto en discusión, sino lo que el otro niño quiere.
Otra pieza clave del conocimiento de las personas es que éstas recuerdan. Los niños descubren muy pronto (fijar edades sería comprometido) que se dan cuenta de que los familiares saben dónde se encuentra una u otra cosa, saben que pasó aquel incidente, conocen detalles de su comportamiento pasado, etc.

Una de las numerosas observaciones de Piaget sobre sus hijos, viene muy al caso (aunque él la incluye en otro contexto). Jacqueline, que entonces tenía un año y medio, lloraba gritando a su madre. El padre Jean la imita con un tono lloroso: "¡Mamá! ¡Mamá!...". La niña ríe... Dos días más tarde, el padre y la niña juegan a imitar sonidos de animales: "¿Qué hace la cabra? –Beee, ¿y la vaca? –Muu, ¿y el perrito? –guau, guau... ¿y Jacqueline?". La niña entonces contesta "¡Mamaaa...!" imitando exactamente el tono lloroso que había provocado la ironía de su padre dos días antes. Sobre este ejemplo, Piaget comenta: "Al darme esta respuesta la niña sonrió de manera significativa, hecho que demuestra que Jacqueline aludía a una conducta anterior y no era una improvisación del momento" (Piaget, 1946: 304).

En nuestro contexto, la niña sabía (recordaba) la situación primera y era consciente de que su padre también la conocía (porque había sido su coprotagonista). La alusión, un mecanismo intermental enormemente sutil, es justo esto: evocar un estado de conocimiento compartido.
Sin embargo, existe otra fuente de adquisición del conocimiento atribuible a las personas que tampoco deja de lado a los niños: es el conocimiento por inferencia. Si la madre deja sin querer alguna cosa apetecible al alcance del crío, éste la toma y, cuando ella vuelve, pide explicaciones de dónde ha ido a parar, el niño se empieza a dar cuenta de que hay una cosa que los adultos denominan sospechas o conjeturas: procesosmentales que también producen estados de conocimientos ahora expresables mediante: "Mamá cree que...". En esta segunda faceta hay involucrado un aspecto dinámico del conocer: el de discurrir (discurso interno o proceso de razonamiento). En el lenguaje ordinario, cuando un interlocutor dice: "Pienso que...", "Creo que...", "Sé que..." está hablando de sus estados de conocimiento sin precisar si los ha conseguido por experiencia inmediata o por deducción. En el contexto de esta exposición es importante que el niño se entere de su existencia y de cómo "entra en la mente" de las personas. En definitiva, una de las maneras de estudiar la mente de los niños es el lenguaje: qué dicen y cómo entienden lo que los otros dicen.
Otra pista importante que delata el conocimiento de las mentes por parte de los niños es la manipulación del engaño y sus variaciones: fingir, disimular, mentir... El niño que se lanza a engañar, negando algo que se le imputa o afirmando en falso, posee la experiencia de que "si la mamá piensa, cree que yo he hecho X, esto conllevará la consecuencia Y". Sin embargo –continúa en su discurso– "si yo hago creer otra cosa a mamá...". Engañar es crear una representación falsa de un estado de cosas o, como diremos enseguida, un estado de conocimiento que no corresponde a algo que ha pasado.
La última vía de acceso a los fenómenos mentales que mencionaremos posteriormente es el juego de fantasía. En éste, como se ha visto en el apartado anterior, los niños encarnan personajes de cuentos (narrados o televisivos) y les dan vida en episodios que se inventan. "Actuar como si" uno fuera tal personaje o tal otro es cambiar la mente propia para adoptar las actitudes, maneras de ver el mundo, intenciones, etc., de este personaje. De hecho, esta extraordinaria capacidad humana de transformarse en otro personaje (teatral) exige, y desarrolla a la vez, un exquisito conocimiento de cómo es la mente humana y de las diferencias entre unas y otras personas.

3.3.El conocimiento de la mente de las personas: la ''teoría de la mente''

El conocimiento que poco a poco adquieren los niños sobre el funcionamiento mental de las personas es un tema que ha despertado un gran interés en la Psicología del desarrollo a partir de los años ochenta. Además, forma parte del dominio de la "teoría de la mente", que es una expresión inventada por Premack y Woodruff (1978). Ésta analiza cómo las mentes humanas, desde muy pronto, explican el comportamiento de las personas atribuyéndoles estados mentales. La redundancia (aparente) de tal caracterización –mentes que conciben estados de la mente– da la clave del proceso recursivo aquí implicado: para poseer una teoría de la mente, la mente humana debe aplicar sus procesos de conocimiento a la explicación de sus propios procesos de conocimiento. El estudio de cómo los niños desarrollan su conocimiento de la mente de las personas se establece en dos planos paralelos. Es necesario describir cómo distinguen los sentimientos de las intenciones, los deseos de los estados de conocimiento, etc. Lo hemos expuesto en el apartado anterior. Esta faceta sería lo que se adquiere. El otro aspecto es la manera que tienen de adquirir las nociones mencionadas de "intenciones", "deseos" y otras. Aquí es necesario integrar la vía sociointeractiva con la cognoscitiva. La propuesta de base continúa con el principio de Vygotsky: la teoría de la mente es una capacidad intramental que se genera en el tratamiento interpersonal e intersubjetivo con los otros (intermental). El esquema básico de la construcción de la teoría de la mente es, por lo tanto, el mismo que ha quedado plasmado en el apartado 3 del módulo "Desarrollo socioafectivo y comunicativo en los dos primeros años".
Grosso modo se acepta que, en el proceso de adquisición de la teoría de la mente, existen dos grandes niveles. En el inferior –que caracterizaremos como el de la psicología intuitiva– los niños empiezan a captar que las personas saben esto o aquello, tienen intenciones, desean ciertas cosas, anticipan hechos, etc.; los niños consideran estos estados mentales como procesos internos; frente a éstos se encuentran los hechos y objetos externos. Los críos distinguen qué es sentir, qué es tener un deseo, tener una intención, tener conocimiento de un hecho y se comportan de acuerdo con este saber práctico o de procedimiento; únicamente más tarde comprenden la noción de agente (persona que actúa y consigue un objetivo) y la distinguen de la noción de causa física (un fenómeno que produce efectos sin la intervención de agentes personales). En una palabra, en sus mentes se va formando la idea de que existe un dominio autónomo de operaciones mentales que se ubican "dentro" de ellos mismos y de los otros. Se trata de este habitáculo que más tarde denominarán la mente. Lo que caracteriza esta psicología intuitiva es que los niños expliquen sus cosas "porque sí" y partiendo de ejemplos concretos. Por ejemplo, un deseo es "cuando X tiene ganas de comer un pastel", una intención es "cuando Y va a buscar su tren eléctrico" para jugar. Esta fase tiene las primeras manifestaciones cuando los niños tienen un año y medio aproximadamente; y se continúa desplegando poco a poco hasta la frontera de los tres años y medio. A esta edad, los niños ya entienden de manera habitual, con un cierto nivel de abstracción, qué son los deseos (propios y ajenos).
Ahora bien, los procesos mentales a los que nos referimos llevan incorporados perceptivamente una representación. No tiene sentido decir a secas "X desea" sino que decimos "X desea tal cosa o tal otra". Lo mismo se debe decir de las intenciones. Los deseos e intenciones son "sobre algo" (que se encuentra en el "exterior" de la mente que desea o intenta). Este "algo" es lo que constituye lo que los psicólogos denominan el carácter representacional de los deseos e intenciones. El niño, hasta los tres años y medio, sabe lo que son deseos. O, más bien, capta cuándo una persona mayor u otro niño tiene un deseo, distingue los actos intencionados de los no intencionados, pero su noción de deseos e intenciones no está dotada de carácter representacional.
Es un paso decisivo el hecho de concebir la mente de las personas como una entidad que esconde representaciones de la realidad y que son éstas las que nos guían la acción.
Esta frontera es la que, para muchos autores, traspasan los niños hacia los tres o tres años y medio, y dota a la mente de las personas, a partir de este momento, de estados de conocimiento. Ahora bien, aunque se tenga poca experiencia en tratar con niños se objeta que, antes de los cuatro años, son bien conscientes de que las personas poseen estados de conocimiento: "La madre sabe o sospecha que yo he hecho tal cosa o tal otra". Los críos utilizan en su lenguaje verbos mentalistas como "creía que", "pensaba que", etc. o equivalentes. Anteriormente hemos citado que la hija de Piaget, Jacqueline, cuanto tenía un año y medio tuvo un comportamiento alusivo. ¿De dónde sale, entonces, esta curiosa afirmación de que los niños no tienen idea de que la mente de una persona posee "estados de conocimiento"? Vale la pena que se aclare esta cuestión. El niño psicólogo intuitivo se comporta, con respecto a los más mayores y a otros niños, de acuerdo con las reglas o representaciones de procedimiento. Al psicólogo intuitivo le falta comprender que "lo" que la gente recuerda, sabe, desea, etc. posee el carácter de una representación en su mente. Cuando lo consiga, tendrá una representación conceptual de lo que es una representación.
Los autores ponen una frontera en este tránsito de la representación de procedimientos a la noción de que la mente funciona según representaciones. Los pequeños la traspasan cuando solucionan airosamente una prueba que propusieron Wimmer y Perner (1983) y que los psicólogos han convertido en la situación paradigmática de la adquisición plena de la teoría de la mente.

A un niño (sujeto experimental) se le hace ver la siguiente escena protagonizada por dos niños, Sally y Ann. Sally tiene unas canicas (u otra cosa interesante) y las pone dentro de un cajón. Enseguida, sale fuera de la escena. Otra amiga, Ann, entra y cambia las canicas de lugar: las pone dentro de un armario. Sally vuelve; se le pregunta al niño (sujeto experimental) que ha presenciado la escena: "¿Dónde buscará las canicas Sally?" Hasta los tres años y medio, aproximadamente, los niños suelen contestar: "En el armario (que es donde están realmente, aunque Sally no lo sabe ni lo puede saber porque no ha visto el cambio de lugar). A partir de los cuatro años los niños ya contestan correctamente: "En el cajón" (que es donde Sally cree que se encuentran porque es donde las dejó).

La cuestión que plantea esta experiencia se puede formular a diferentes niveles. El más simple es: ¿es capaz de distinguir el niño observador de la escena su conocimiento del "estado de cosas" del que tiene Sally? Cuando un sujeto separa su conocimiento de un estado de cosas del que pueda tener otra persona, es que trata cualquier conocimiento existente en la mente como una representación de la realidad (independientemente de que se adecue a esta realidad o no). En otras palabras, el niño que supera la prueba de Sally y Ann empieza a considerar la mente humana como un artefacto que crea representaciones. Esta experiencia ha sido el origen de muchas otras variantes que han tratado de refinar el concepto de mente representacional y cómo la van adquiriendo los niños.
La teoría de la mente estudia cómo se adquiere la representación que unas mentes poseen de la representación que otras tienen de cierto estado de cosas.
Al llegar a este punto –casi final– se impone un comentario esclarecedor. Hemos empezado hablando de cómo los niños, cuando tratan a las personas, adquieren un conocimiento de las mentes. Después hemos introducido la noción de teoría de la mente que posee un carácter más "representacional" y que descansa sobre capacidades puramente cognoscitivas. Nos encontramos ante una alternativa: por un lado, el conocimiento de las personas coexiste con los procesos intersubjetivos y comunicativos, y se alimenta de éstos y los alimenta; por otro lado, el conocimiento de la mente de las personas tiene lugar realmente cuando el niño se da cuenta de que todos los estados mentales poseen carácter representacional. Cada uno de estos enfoques deriva de líneas de investigación que han seguido vías diferentes. Obviamente no son, ni se necesita que sean, irreconciliables, pero dada la tradición psicológica en la que la investigación de los fenómenos cognoscitivos y la de los interpersonales se suele disgregar, no se vislumbra aún la confluencia de las dos vías.

3.4.El conocimiento de las situaciones sociales: narraciones, juegos y guiones

Desde siempre se ha reconocido el atractivo que poseen para los niños los cuentos y narraciones que les explicamos los adultos: historias de princesas y caballeros, de animales míticos (el lobo feroz, los tres cerditos...) de niños o niñas que se pierden por el bosque, etc. En cambio, no se había prestado atención a que gran parte de la vida cotidiana social se encuentra estructurada como si fuera una narración. De hecho, la vida está constituida de episodios y cuando los describimos no hacemos otra cosa que "explicar una historia". Más aún, en los primeros juegos de los niños con sus madres, éstas no sólo actúan como piezas o muñecos, sino que narran historietas verdaderas utilizando los objetos que tienen al alcance (con una libertad asombrosa) para dar sentido a lo que hacen. Al principio, el niño o la niña no se da cuenta de "qué va la historia" pero poco a poco, después de muchas repeticiones, imitaciones chapuceras, intervenciones rudimentarias, los niños entran en el significado de aquellos episodios y, al mismo tiempo, son capaces de repetirlos. En esto consiste la adquisición de los primeros significados.
Debemos destacar que en los cuentos y narraciones existe una especie de estructura común subyacente: introducción, presentación de los personajes antagónicos (principales y secundarios), sucesivos conflictos con resolución parcial, un clímax y la resolución final. Esta estructura profunda se plasma, en cada caso, en el guión de la narración. Un guión es una sucesión de acciones circunstanciales de personajes –la trama en la que se ven inmersos– mediante las que progresa la acción que se narra. Blancanieves, Cenicienta, El aprendiz de brujo, etc. tienen un guión específico. También lo tienen las obras de teatro o de cine que son, como es evidente, un tipo especial de narraciones.
La psicología, como decíamos, se ha percatado de que los episodios de la vida cotidiana no sólo son susceptibles de concebirse como textos narrativos, sino que, en gran medida, los hacemos siguiendo un orden sistemático y típico como si obedeciéramos a un guión. Los autores Schank y Abelson (1978) han hecho célebre (no por su importancia sino por ser el ejemplo más citado) el guión (1) "ir al restaurante": se entra, se pide mesa, traen el menú, se escogen los platos, etc. Si forzamos un poco la acepción de los cognitivistas, más próximos al cine o al teatro, diremos que un guión es una sucesión prefijada de acciones características de una actividad o situación social. Otro término equivalente es el de formatos. En el caso de las actividades cotidianas, su condición de guión o formato las hace, además, reproducibles con el mínimo esfuerzo. Ejemplos de esto son cualquier rutina cotidiana, como levantarnos, la comida o la cena, el trabajo y también actividades de ocio (ir a la playa, esquiar, jugar a tenis...). Las ceremonias de cualquier tipo, los rituales, etc., poseen su guión. Los guiones integran actividades sucesivas en un orden temporal y a menudo causal. Las actividades que constituyen los episodios del guión son de relevancia diferente, unas son nodales, otras son subsidiarias, y están organizadas jerárquicamente e incrustadas las unas en las otras.
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Los niños entran en la vida social participando en guiones, formatos. No sólo en las circunstancias del juego con los adultos que hemos citado con anterioridad, sino también cuando se ven rodeados y son protagonistas de episodios cotidianos como las comidas, bañarse, dar una vuelta, etc. Más tarde, cuando ingresen en la guardería se añadirá otra serie de episodios a su experiencia. Y así, sucesivamente. Observad de paso que, por la tarde, cuando las madres o los padres preguntan a sus hijos "¿Qué has hecho hoy en el colegio?" suscitan una narración cuya tipicidad implica un guión. A pesar de esto, el hecho de que para nosotros –adultos– esta textura de la vida cotidiana se pueda concebir como una colección de episodios sometidos cada uno a un guión respectivo, no quiere decir que también se pueda hacer igualmente para los niños. Al menos desde un buen principio. De aquí que los psicólogos se propongan investigar a partir de qué momento el niño crea una representación ordenada "de lo que pasa" en cualquier circunstancia rutinaria (la clase en la escuela, el día de un cumpleaños, un fin de semana fuera de la ciudad, etc.). En otras palabras, cuando el niño separa ciertos hechos, en virtud de su tipicidad, de sus circunstancias de lugar y fecha, y pasa a considerarlos como prototipos. La investigación se lleva a cabo en conversaciones con los niños y con preguntas como: "¿Qué pasa cuando os sentáis a comer?", "¿Cómo se celebra una fiesta de cumpleaños?", "¿Qué pasa cuando vais al médico?". La respuesta a este tipo de preguntas es una narración en lenguaje impersonal: se hace tal y tal o hacemos esto y aquello.
¿Qué han descubierto las investigaciones de los psicólogos del desarrollo sobre la aprehensión de los guiones por parte de los niños? Ya a partir de los 3 años, los niños son capaces de enfilar las acciones que constituyen un episodio o acontecimiento habitual de su vida; las ordenan según nexos temporales (qué viene antes, qué viene después) o causales. Entre todas estas acciones distinguen las que son centrales al acontecimiento (el núcleo) y las secundarias. Su expresión hablada deja al descubierto un guión estructurador. En los años posteriores, los críos progresan en las habilidades cognoscitivas y lingüísticas, lo que se pone de manifiesto en el hecho de que descontextualizan mejor los episodios que viven y los abocan en guiones cada vez más esquemáticos. Todo esto apoya una tesis que Katherine Nelson planteó hace unos quince años: "Los guiones (scripts) serían los pilares del desarrollo sociocognitivo infantil" (Nelson y Gruendel, 1981). Judith Hudson (1993) amplía esta proposición cuando dice que la precocidad a la hora de captar una configuración típica en ciertos acontecimientos es la prueba de que las capacidades cognitivo-sociales se despiertan muy pronto en los niños y que, muy probablemente, se basan en el desarrollo de otros procesos cognitivos más complejos como son el reconocimiento de los roles sociales, categorías de objetos, procedimientos discursivos, comprensión de textos, estrategias de resolución de problemas. Aunque estas ideas continúan siendo muy genéricas, son reveladoras de la importancia que adquiere el conocimiento social en la psicología y que, lejos de ser como algunos pretendían una especie de conocimiento subsidiario del conocimiento formal, abstracto y científico, se encuentran muy probablemente presentes en la fundación de este último.

4.El desarrollo de la identidad personal

4.1.La identidad

La identidad personal, el yo, es uno de los temas más importantes en psicología y también en filosofía. Surge al plantear (o plantearse) la pregunta: "¿Quién soy?". Las respuestas remiten a la representación vivenciada de que cada uno tiene que ser una persona significativa para otros dentro de un contexto social. Al decir vivenciada, queremos indicar que la identidad no es solamente una representación de tipo cognitivo; es, sobre todo, un "sentimiento de identidad": sentirse una persona, alguien entre los demás. Análogamente, significativa quiere decir que uno se reconoce y es reconocido como distinto, singular para los demás y entre éstos. Éste es un aspecto crucial de la identidad como representación y significación de uno mismo: se construye a la vez que la representación de los demás sobre uno y como resultado de ésta. Ahora bien, si el yo se concibe en la relación social y las personas viven inmersas en ésta, la formación de la identidad también se extenderá a lo largo de la vida (ni más ni menos que la socialización). Por aquí se intuye que la identidad se encuentra traspasada por una tensión dialéctica: siempre ser uno mismo –continuidad– y, a pesar de todo, ser diferente a lo largo del tiempo –discontinuidad. La formación de la identidad se inicia con la vida misma. Al principio, el entorno familiar ofrece al niño los elementos con los que elaborar su sentido del yo; poco a poco, cada sujeto asume un protagonismo mayor escogiendo elementos para explicar "quién soy" (a los demás o a él mismo). El desarrollo de la actividad comporta, pues, integrar en el núcleo íntimo del sujeto las experiencias significativas de la vida. Esta integración, fruto de una selección y de una interpretación, se expresa de manera narrativa: una "historia de vida". Para acabar, la selección y el "sentido de la vida" guardan relación con los valores que las personas asumen y por aquí resulta que la identidad posee conexiones profundas con la ética.

4.2.La construcción de la identidad en la relación interpersonal. I. Del yo como espejo de los demás al yo-en-relación con los demás

El campo propio del estudio de la construcción de la identidad es la psicología del desarrollo. ¿Cómo y cuándo emerge esta enigmática capacidad de "verse", en el sentido de "tener consciencia"? La pregunta de cómo el niño llega a ser capaz de verse a sí mismo no se puede reducir a la de un simple fenómeno perceptivo: un animal se puede ver en un espejo o verse reflejado en el agua lisa de un pozo, pero nunca tendrá consciencia de que aquella percepción es un "sujeto que se ve a sí mismo". Es muy difícil asignar un momento preciso del desarrollo por varias razones. La primera es que, como toda capacidad emergente, no se manifiesta un buen día en toda su plenitud, sino que surge de forma tenue. La segunda es que tener conciencia de uno mismo (o ser sujeto consciente) es un fenómeno intensamente unido a la relación interpersonal y al lenguaje, como veremos a continuación. Pero esto no quiere decir que no exista esta conciencia previamente, al menos en forma de semilla.
Daniel Stern (1985) mantiene que el núcleo íntimo del yo (the core self) ya se establece desde los primeros momentos de la vida y consiste en la experiencia subjetiva (no consciente) de la emergencia de la organización psíquica que tiene lugar en todo ser humano. Imaginemos las primeras fases de la vida del bebé como un caleidoscopio de impresiones: percepciones de todo tipo y multiplicidad de estados afectivo-emocionales con fundamento en su cuerpo. El sentido originario del yo (the core self) se decanta a medida que el sistema psicológico del niño impone coherencia a esta gama de impresiones, hilos libres con los que se teje la trama de la actividad mental. Por ejemplo, las capacidades de percepción intermodal son una de las puertas de acceso al sentido unitario de las cosas: "los niños experimentan el mundo dotado de unidad perceptiva". En el dominio de los afectos también existe otra manera de "supranormalidad" que Stern denomina tono afectivo-vital (vitality affects) porque es inherente a la vitalidad. Es la experiencia de la fuerza o la rapidez con la que irrumpe/desaparece un estado emocional, la duración e intensidad, los altos y bajos, el eco que despierta cuando se reitera, etc. Los críos experimentan esta tonalidad afectiva que para él reviste "aquello". Ahora bien, el tono afectivo-vital son patrones que crean un sentido de regularidad. En una palabra, emergen poco a poco en la psique infantil "islotes de consistencia" premonitorios de un sentimiento profundo de coherencia: un yo no fragmentado, un cuerpo material con límites, un centro que integra toda la actividad.
A continuación, existen otras experiencias corporales de los críos como tocar, chocar con algo, recibir un impacto de un objeto, etc., que le harían captar un nexo entre sucesos/percepciones y las sensaciones corporales subsiguientes. A partir de aquí se comenzaría a delinear la distinción primordial entre el "exterior" que provoca sensaciones específicas (tacto, dolor) y esta otra entidad base de sensaciones, que progresivamente será el "yo mismo".

En su Biography of a Baby, Middleton Shinn (1902) describe episodios como el siguiente: "A los ciento ochenta y un días [aproximadamente seis meses] su mano tocó la oreja. Se puso muy seria, la palpó y la estiró con fuerza. Una vez había perdido el contacto, buscó la oreja por toda la mejilla, pero cuando su madre la guió, la niña desvió el interés hacia la mejilla y la continuó tocando [...]. A los 8 meses, mientras se palpaba la oreja se descubrió el cabello, mantuvo la mano en contacto y lo estiró con gran curiosidad".

Este nexo de unión de causa-efecto (aunque para el niño este doblete no existe) se extiende a su agencia: el niño actúa, produce efectos, busca reproducirlos. Las reacciones circulares de Piaget constituyen un ejemplo de esto. Para que éstas no existan, Piaget considera que es necesario que haya un despliegue progresivo de consciencia de agente, que se va perfilando a medida que avanza el desarrollo sensoriomotor.
Con los avances en el control de la acción se genera en los niños una especie de actitud "contemplativa" hacia las cosas, es decir, los objetos, que al principio se encuentran por medio de la acción, ahora empiezan a estar desligados y contemplados "en sí" (Werner y Kaplan, 1963). Katherine Nelson (1974) lo expresa en los siguientes términos: "En un momento dado, el niño, en su afán de reconocer los objetos, deja de aplicar los esquemas sensoriomotores y los empieza a reconocer a partir de sus propiedades". La Psicología del desarrollo está de acuerdo en que este "distanciamiento" progresivo frente al mundo circundante, propio de un observador, es uno de los requisitos para que emerja el yo.
Sin embargo, mucho antes de que aparezca esta conciencia de la actividad misma con las cosas (que se puede datar aproximadamente al final del primer año), ha surgido y se ha manifestado en cada niño la conciencia de ser actor en una escena poblada de seres que tienen sentimientos e intenciones. En el camino hacia el yo, son las personas y no los objetos inertes los que poseen un papel decisivo. La tesis es que el yo (sentimiento difundido en un principio, representación posterior) surge en el momento en que el niño se ve a sí mismo entre los otros, igual a estos "otros" pero diferente de ellos al mismo tiempo. Este sentimiento nace con la intersubjetividad, y de ésta: me entiendo con el otro / y el otro se entiende conmigo.
Las primeras formas de interlocución (los protodiálogos) asientan las bases del yo-tu de manera vivenciada.
Estos "otros" que interaccionan con los niños poseen estados de ánimo (que es lo que captan principalmente); unas veces en sintonía con los suyos, otras en disonancia. Las capacidades intersubjetivas constituyen mecanismos primitivos para establecer y registrar los contactos psicológicos entre las personas. Los niños también perciben en qué momento existe desconexión interpersonal (el contacto no se establece satisfactoriamente o se rompe); este hecho implica que discriminan los estados congruentes de los incongruentes con los suyos (Hobson, 1994). Si invertimos este argumento, podemos decir que la comunión, sintonía, congruencia de sentimientos, se encuentra seguramente en el origen del reconocimiento de que "el otro es igual que yo"; y al revés, la no-sintonía y la incongruencia, en el origen del reconocimiento de que "el otro es diferente de yo". En este doble juego de experiencias el niño no puede, al principio, proferir "yo", pero gracias a estas experiencias se abre la posibilidad de referirlas a este núcleo interno que se empieza a concebir con el trato con los otros.
Los protodiálogos y los episodios de comunicación preverbal del niño con las personas poseen, además, otra función de gran importancia en la constitución de la identidad: los niños son reconocidos como interlocutores. Ya hemos mencionado este tema. Desde muy pronto, los críos (de cuatro a cinco meses) demuestran un gran sentido del humor y la diversión. En esta edad, Trevarthen ha observado, en sus experiencias dentro del laboratorio, que se empiezan a mirar en el cristal semitransparente (detrás del que hay una cámara de vídeo oculta) y ponen "caras raras":

"Su atención hacia el espejo es un efecto que acompaña a la emergencia de la conciencia de uno mismo al lado del otro (self-other consciousness) y una prueba de ello es que, al mismo tiempo que el niño descubre lo divertido que es mirar la figura (la suya) en el espejo, los pequeños se convierten en expertos en compartir las bromas y "entrar en escena" siempre con la mirada puesta sobre el interlocutor" (Trevarthen, 1992).

Hacia los 10 y 12 meses, aparece otro punto decisivo en la construcción del yo. Durante este período coinciden dos fenómenos que producirán un efecto multiplicador. El primero es la intersubjetividad o formación del "triángulo" adulto-niño-objetos. Aquí se incluyen los protodeclarativos: enseñar, ofrecer un objeto al interlocutor equivale a compartir aquello, no materialmente, sino como una experiencia intersubjetiva. El hecho de buscar la mirada del otro o su aquiescencia es reconocer la existencia de otro, ahora bien, el "otro" es quien se erige frente a mí e implica el "yo" (al menos en potencia). El segundo fenómeno lo hemos mencionado hace un momento: el niño se distancia de su acción y la empieza a "observar". Nos centraremos un momento en los componentes relacionales de la identidad y, enseguida, analizaremos las consecuencias que posee la "actitud contemplativa" para su construcción.

4.3.La construcción de la identidad en la relación interpersonal. II. La tensión entre la autonomía y la vinculación

Los críos buscan la mirada de los otros y son objeto de ésta, la que forma parte de su identidad. La mirada es más que una metáfora. La percepción visual se encuentra unida a la acción: por tanto, hablar de la mirada del otro es lo mismo que hablar de una manera específica de acción del otro sobre el niño: de evaluación, de acogida o rechazo, de confirmación o de negación, etc. En todos estos casos, la mirada es una manera de relación. Otra analogía, también clásica en psicología social para explicar la identidad, es la del espejo. Cooley la expresaba de este modo hace un siglo: "[Cada uno] posee imaginaciones sobre cómo es percibido por otra mente particular. El tipo de sentimiento sobre uno mismo que eso provoca viene determinado por la actitud de la otra mente. Un yo social (social self) de este tipo se puede calificar como un 'yo-mirándose-en-el-espejo' (looking glass self)" (Cooley, 1902).
La mirada y el espejo remiten a la red de relaciones interpersonales. El filósofo Habermas la denomina estructura de intersubjetividad. Con esto indica que se teje y se mantiene en la sintonía de motivos, en una corriente empática, en una mutualidad de entendimiento (no necesariamente sustentada en el lenguaje). Una relación de esta índole queda intensamente impregnada de afecto y, por ello, es generadora de vínculos. La psicología contemporánea, al reflexionar sobre la formación de la identidad, ha puesto de relieve la importancia de las vinculaciones personales en su constitución, no sólo en los pequeños, sino en las personas de todas las edades. Con esto ha hecho explícito lo que era un corolario casi obvio de la génesis dialogada del yo.
Carol Gilligan (1988) ha destacado, no obstante, que la capacidad de vincularse afectivamente casi no tiene lugar en nuestras ideas sobre la construcción de la identidad. La razón es que hemos aceptado que un requisito de este proceso es romper los lazos de dependencia. En otros términos, nuestra concepción de la identidad incluye conquistar un amplio grado de autonomía, conseguir la independencia de criterios y decisiones; para eso es necesario "tomar distancias" de aquellos a los que uno ha estado sujeto material y afectivamente. Sin embargo, es muy discutible que la desvinculación constituya un requisito para conseguir una identidad, incluso aunque ésta se prevea bajo el prisma de la autosuficiencia y sus prolongaciones ideológicas del self made man. Gilligan no minimiza la importancia de este proceso autonómico y afirma que, junto con éste, en una especie de contrapunto indispensable, persiste el proceso de construir vínculos interpersonales, no sólo el niño y el adolescente, sino también el adulto durante toda la vida. La mirada del otro, el otro como espejo, el diálogo constituyente no son sino maneras de expresar que la identidad se desarrolla en la medida que el niño "está" con los otros.

"Frente a las falacias de la ciencia 'objetiva', [es necesario afirmar que] no existe un yo independiente. Más bien el yo emerge, es creado por la relación entre el individuo y su mundo social. La identidad no es, por lo tanto, sólo una integración de las funciones del ego; no es solipsista. Desde múltiples direcciones llega el reconocimiento de que la identidad, en su núcleo íntimo, es psicosocial: el yo y el otro; interna y externa; ser y actuar; expresión de uno mismo a favor de, en contra de, con o a pesar de; pero ciertamente en respuesta a los otros. A la vez son aquéllos por los que uno trabaja y hace el trabajo de querer". (Josselson, 1994)

Josselson, en la misma línea de Gilligan y otros, ha comprobado que muchas mujeres (de toda clase social), encuentran gran parte de su "razón de ser" en la dedicación a los otros, en las relaciones interpersonales profundas. De este modo, pues, una dimensión de la identidad del niño se forja por medio de las atenciones paternas y maternas, del vínculo afectivo de las relaciones de amistad, de identificaciones con personajes que impactan. Y la identidad se continúa afirmando con la adolescencia y la madurez en las relaciones amorosas. La conclusión importante de todo lo anterior es que el proceso de identidad se lleva a cabo en los niños y adolescentes en una tensión existencial entre llegar a ser autónomos y establecer o mantener vínculos relacionales. Nuestra teoría psicológica –a pesar de sus metáforas del espejo y del diálogo– ha privilegiado a lo primero. Es hora de devolverle el peso a los segundos y de integrarlos armónicamente en el proceso que lleva a estructurar la identidad de cada uno.
Para acabar, esta dimensión empática, relacional y vinculante de la identidad pone de manifiesto la profunda relación con la moral. De todas maneras, es otro corolario bastante obvio de la perspectiva que estamos exponiendo. Por un lado, la identidad, como afirma Taylor (1989), "está definida por mis compromisos (commitments) e identificaciones; [...] éste es el horizonte dentro del que yo soy capaz de adoptar una postura y una posición". Por otro lado, estos compromisos que nos autoimponemos son inseparables de lo que el mismo autor denomina strong evaluations, es decir, valores a los que otorgamos un peso especial (preeminentes). De hecho, estos últimos asientan los fundamentos de la moral. Pero, además, existe otro punto de conexión: la moral que rige las relaciones humanas no es un asunto únicamente contractual. La red de relaciones que nos identifica como miembros de un grupo social se basa también en maneras de cooperación que nos "comprometen" (to be engaged, en inglés). La moralidad y la identidad presuponen adoptar una posición respecto a valores y, a la vez, una vinculación con los otros.

4.4.La emergencia de la conciencia reflexiva. El observador

Centrémonos ahora en otro fenómeno, de tipo más bien cognoscitivo, involucrado en la formación de la identidad. Los niños no empiezan a ejercitar el distanciamiento de la misma acción y de lo que hemos denominado "actitud contemplativa" sólo respecto a la acción misma, sino también por lo que se refiere a sus interlocutores y a éstos como actores. En otras palabras, la conciencia de la actividad es conciencia de la acción en curso, pero también de lo que realiza el adulto y sus actitudes (muestra, guía, regula, aprueba, corrige...) y del mismo yo (emergente) atento a las actitudes del adulto ante la acción en curso. Esto provoca que el dominio de las acciones quede penetrado por las actitudes de los otros (adultos) hacia las acciones y hacia los objetos en sí.
En el último análisis, el niño no sólo se relaciona con sus interlocutores, con las acciones y con los objetos, sino que también se relaciona con la relación que las personas establecen con los objetos (Hobson, 1994).
Relación del niño con la relación entre los otros y los objetos.
Relación del niño con la relación entre los otros y los objetos.
Sin embargo, desde el momento en el que el niño es capaz de "lanzar una flecha" a la relación entre un sujeto y objeto (ved la figura de arriba), también la puede lanzar a la relación entre él y la persona o a la relación entre él y el objeto. Esto es, prevé (evalúa) sus relaciones interpersonales con los objetos internos.
Relación del niño con los elementos integrantes de otras relaciones.
Relación del niño con los elementos integrantes de otras relaciones.
Se debe entender bien la propuesta: no es que el niño entre en la relación (¡ya hace tiempo que entró...!), sino que empieza a verse a sí mismo en relación, y que ésta es susceptible de ser prevista como tal.
El hecho de establecer una relación –contemplativa y afectiva a la vez– con las mismas relaciones hacia las personas y objetos es un proceso de segundo orden (recursivo). Este tipo de procesos es el que tiene la clave de la emergencia de la identidad personal, ya que la única manera de verse a sí mismo, al principio, es verse como nos ven los demás, con la mirada de los otros. En registro cognitivo, la identidad es una representación que se construye a partir de las representaciones que de uno sostienen sus allegados: el entorno familiar al principio y, después, todo el círculo de relaciones. La sencillez (aparente) de esta proposición enmascara la tremenda complejidad del proceso: la identidad es una representación de representaciones. En este proceso intervienen las capacidades mentales de la persona que hemos relacionado con la teoría de la mente. Además, como el concepto de identidad implica "tener conciencia de uno mismo", "verse a sí mismo", exige un desdoblamiento, "salir" de uno mismo para verse como nos ve otra persona. Esta última idea revela el nexo entre llegar a ser observador y el proceso de construcción de la identidad.

4.5.El lenguaje y la construcción de la identidad

Ya hemos adelantado la tesis de que, en la construcción de la identidad, el lenguaje ejerce un papel crucial. A continuación, profundizaremos en esta construcción. Si ha quedado algo patente a lo largo de toda la exposición anterior es que la construcción de la identidad es un proceso típicamente psicosocial, intersubjetivo; el crío adquiere la identidad en la conversación día a día con aquellos que le rodean, y se convierte en interlocutor en una "malla de interlocutores" (Taylor, 1989). A partir de este principio, es obvio que el lenguaje –medio de comunicación por excelencia– tendrá un gran peso en la configuración de la identidad del niño o niña. Debido a que el lenguaje es el instrumento por excelencia de expresión de lo simbólico, podemos concluir que la identidad es también un producto simbólico.
El lenguaje mueve varias piezas en este juego. La primera es el nombre propio del niño. Aquél sirve para llamar, designar al interlocutor dentro de la red social. Muy pronto, bastante antes de que el niño pueda hablar, éste descubre que existe una palabra que le designa / que se refiere a él. Esta conciencia, por tenue que sea, ya comporta un sentimiento de ser diferente: un yo emergente. El hecho de percatarse de que posee un nombre ya no es responder a un sonido (en el sentido más behaviorista de "respuesta"); denominar no es "etiquetar" (labelling). El niño se da cuenta de que (posee conciencia) tiene su nombre cuando se percata de que todos tienen nombre (empezando por las personas más cercanas, por ejemplo, su hermana). Cada interlocutor se dirige a los otros denominándolos. El cultivo del nombre como algo inherente a la identidad continúa durante toda la infancia.
Los adjetivos calificativos son una segunda pieza lingüística que se adjudican coloquialmente a los otros niños: bonitos, preciosos, avivados, sucios, llorones, etc. Este tipo de adjetivos delata las actitudes de los adultos hacia ellos (momentáneas o persistentes). Los adjetivos constituyen la entrada lingüística al mundo de los valores sociales. Los críos son constantemente valorados por los adultos y su identidad se configura con los matices de las valoraciones que escuchan y comprenden. Kagan (1981) señala que, entre las primeras palabras que utilizan los niños, existe un predominio claro de los adjetivos, que aplican, a instancias de los adultos, a personas, juguetes u objetos: bonito, guapo, feo, sucio, etc. Esto significa que desde muy pronto se les sensibiliza a ver el mundo (y a ellos mismos) mediante las calificaciones, o sea, valores. Ahora bien, estos valores pertenecen y definen el orden simbólico: no existen esencialmente personas o cosas bellas, desagradables o repugnantes, etc. Son apreciaciones culturalmente determinadas que tienen poco que ver, en origen, con lo que se podría denominar sensaciones (estados nerviosos) de placer o rechazo.
Una tercera pieza lingüística son los pronombres personales y posesivos. El sentido de "posesión" de los niños (que también se da en los animales) sufre un cambio irreversible cuando aparecen los términos mío, tuyo. La actitud o conducta posesiva (no dejarse quitar nada) no significa lo mismo que la expresión simbólica que declara esta actitud que prevé o contrarresta finalmente la acción del otro. El yo es una manifestación plenamente simbólica en la que se da el sentimiento de identidad. Ahora bien, tanto el uso de los posesivos mío-tuyo como el de los pronombres personales yo-tú plantea un enigma. No se adquieren, evidentemente, por imitación. Un niño que se ve tratado de observa, en cambio, que su interlocutor utiliza el yo (para referirse a él mismo). Parecería lógico que él mismo se empezara a llamar ; sin embargo, esto no sucede casi nunca. En el juego de la referencia, por tanto, antes de que llegue el pronombre que se refiere a cada interlocutor, ha surgido una distinción primordial entre el papel de cada personaje del diálogo (inherente al hecho de establecerlo): el que habla y el que escucha, que van identificados por diferentes elementos lingüísticos, intransferibles. Sólo el que habla utiliza el yo para referirse a él mismo y el para hacer referencia al otro. El hecho de participar en el diálogo equivale, pues, no sólo a reconocerse como yo, sino a constituirse como yo dentro de la estructura del lenguaje; y del pensamiento, en la medida en que éste está penetrado por aquél. Pero se hace en contraste al ; con este segundo pronombre el hablante reconoce y forma parte del otro. Por tanto, el yo-tú se apoyan mutuamente, no existe uno sin el otro. Se puede establecer un razonamiento paralelo respecto al mío-tuyo.
El diálogo entre interlocutores esta constituido por el yo-tú. El yo-tú es la afirmación simbólica de la misma identidad y, simultáneamente, de la identidad de todo interlocutor actual o potencial.
Otro punto que se debe destacar es que cada lenguaje posee formas que especifican el sexo de las personas. Esto viene a colación porque en la construcción de la identidad, el sexo ocupa un lugar central y, dicho de manera cruda, un / una ya no es macho o hembra sino que se percibe y se conoce por hombre o se percibe y se conoce por mujer. Los ingredientes biológicos de sexo son imprescindibles, pero los simbólicos, en la especie humana son los que forman la identidad sexual. En el apartado 6 de este módulo se tratará este tema de forma más detallada. De hecho, la identidad sexual (o de género) no es un producto únicamente del lenguaje. Sí, en cambio, está recogida en la estructura del lenguaje y, por lo tanto, se puede declarar, defender, expresar, valorar (cada sexo la suya) por procedimientos propios en el lenguaje.

4.6.La identidad como narrativa

Al inicio del apartado, sugeríamos que la identidad aparece psicológicamente con la pregunta "¿Quién soy yo?". Aunque bajo la sospecha de la paradoja, esta misma pregunta es la que habitualmente ha surgido en muchas investigaciones sobre la identidad. Las respuestas que suscita se agrupan en "constelaciones" y se dibuja, de esta manera, un firmamento donde destacan "puntos luminosos" que poseen un valor de reconocimiento por parte de las personas interpeladas.

En un trabajo de integración multicultural realizado en el barrio de la Jonction de Ginebra en 1996, el equipo de psicólogos, educadores y animadores sociales propusieron a los adolescentes que respondieran a esta pregunta. Es un barrio donde conviven personas que provienen de muchos puntos del globo: españoles, portugueses, bosnios, griegos, libaneses, magrebíes, africanos de varias etnias y naciones, etc. Las familias que se han formado reflejan esta variedad multicultural. Las respuestas de los adolescentes constituían una gama de gran color en la que se consigna el lugar de origen de los padres o de su nacimiento, el sexo, aficiones musicales o deportivas, lo que quieren ser de mayores, la afirmación de su pertenencia al barrio, etc., en boca de estos adolescentes, todos son elementos constitutivos de "cómo se ven a ellos mismos" y "cómo quieren ser vistos" en el entorno social en el que hoy día se desenvuelven (pero que no les vio nacer) y en el que necesitan ser reconocidos en su singularidad de personas.

La identidad, definida por cada persona, se sitúa, pues, en un espacio simbólico definido por grandes coordenadas: origen geográfico, etnia, lengua, religión, sexo, linaje familiar, conocimientos, aficiones, proyectos, etc. En su proceso de socialización, cada niño va estableciendo su posición con respecto a varios de estos grandes ejes de coordenadas del espacio sociosimbólico. Charles Taylor (1989) considera que la identidad se sitúa en un espacio de respuestas, pero también en un espacio de preguntas. Ya hemos comentado que este mismo autor va más allá cuando propone que también es un espacio moral, ya que este juego de respuestas y preguntas se destaca en un trasfondo en el que se delinea lo que es bueno, deseable, significativo, merecedor de ser hecho. En una palabra, este espacio se encuentra para la referencia a los valores. Y, en la medida en que éstos orientan la vida de las personas, la identidad implica una orientación en la vida (un sentido). Por eso mismo, la formación de la identidad está íntimamente unida a la socialización en los valores. Al mismo tiempo que los niños aprehenden qué es bueno, significativo, digno de menciones –valores con los que se construye un sistema de coordenadas sociales–, estos críos se empiezan a situar dentro del espacio que se definen. Las cualidades o limitaciones que los adultos les atribuyen y que asumen en principio constituyen también uno de los ejes de coordenadas que contribuyen a definir la posición.
Recuperamos aquí, por otro lado, el axioma de que la identidad se configura en un espacio social donde cada niño empieza a ser tratado como un interlocutor. Sin embargo, esta perspectiva también deriva hacia otro de los aspectos más notables de la concepción moderna de la identidad, a saber, que se construye como una narración. Una parte –y no minimizable– de la identidad de cada niño proviene de las "memorias" de su primera infancia: episodios que los padres y familiares han recogido (seleccionado) y que transmiten como relevantes. Poco a poco, esta selección que los otros hacen se sustituye por la que el mismo niño realiza y continuará realizando durante toda la vida. La adolescencia es quizá el momento de la vida en que se vive de forma más dramática esta compulsión (compromiso y responsabilidad ineludibles) de escoger cada uno los puntos de referencia en el espacio social.
El hecho de concebir metafóricamente la identidad –el yo– como una posición y una orientación en el espacio social, comporta la idea de una trayectoria. Saber dónde se encuentra uno implica forzosamente explicar (a uno mismo y a los demás) cómo ha llegado hasta allí. Responder a la pregunta "¿quién soy yo?" remite ineludiblemente a la misma historia de vida, a estructurar una narración. Este carácter histórico-narrativo de la identidad explica la selección que uno establece de los episodios y situaciones relevantes, de acuerdo con los cuales construye su identidad; también explica el ajuste de estas piezas de mosaico en un conjunto que "tiene sentido", incluso es la clave para que la proyección hacia el futuro sea parte integrante de la identidad.

"La identidad personal es el resultado de presentar cada uno de los hechos de su vida como elementos de una totalidad significativa y, consiguientemente, de presentarse uno mismo frente a los demás como el protagonista de una historia singular."

(Widdershoven, 1994)

El carácter narrativo de la identidad permite finalmente conciliar dos caracteres opuestos: la continuidad y las rupturas en la trayectoria de la vida. La continuidad se crea gracias al recurso narrativo. Sin embargo, la narración es fundamentalmente un hecho lingüístico. Los recursos del lenguaje son los que permiten representar al sujeto hablando como protagonista de la narración: alguien que "es uno mismo", a pesar de la variedad de acontecimientos y acciones que emprende. Es el mismo a través de lo que narra porque los acontecimientos son creados como tales en el discurso. No existen hechos (dignos de mención) excepto en la acción que se despliega en la narración.

5.Desarrollo emocional

5.1.Introducción

El mundo emocional –el dominio de los sentimientos– se asienta en los fundamentos de la vida psíquica de los niños, en particular, y las personas, en general. Los trastornos profundos de la psique no son de tipo cognoscitivo sino emocional. La teoría psicológica, modelada según los cánones del pensamiento científico occidental, ha concedido, a pesar de todo, una mayor importancia al estudio de los procesos cognitivos que al de los emocionales. Peor aún, ha prevalecido una dicotomía nefasta entre el dominio de los sentimientos y el dominio de la razón que se tiene que superar. En la primera infancia, la vida emocional y el conocimiento incipiente del niño aparece en completa fusión. Hemos insistido en esta idea a propósito de muchos de los aspectos del desarrollo tratados hasta ahora. Por ejemplo,
  • al exponer la noción de psicomotricidad y de intersubjetividad primordial,

  • al plantear el proceso de socialización primaria como interiorización de normas, creencias y valores familiares dentro de un clima profundamente afectivo,

  • al tratar las primeras relaciones sociales tanto familiares (entre hermanos, por ejemplo) como extrafamiliares (con los profesores o amigos),

  • al indagar cómo se inician los niños y cómo progresan en el conocimiento de las personas

  • y, finalmente, en la configuración de la misma identidad: en la tensión que surge entre tomar distancias y crear / mantener vínculos

Las cosas no acaban aquí. El mundo afectivo continúa impregnando el desarrollo psicosexual y el desarrollo de la prosocialidad y moralidad. La penetración mutua de los procesos sociales y afectivos, por un lado, y la ya mencionada entre éstos y los cognoscitivos nos incitan a concebir la vía psíquica de las personas (de los niños en particular) como una cosa profundamente unitaria e indisociable. El sustrato se encuentra constituido por las motivaciones y emociones; de aquí surge el mundo relacional y el cognoscitivo que, en su desarrollo, esconden la estructura que articula toda la vida psíquica.
En este apartado trataremos el estudio de las primeras manifestaciones de vida emocional de los niños y su despliegue progresivo. Las primeras manifestaciones infantiles se pueden registrar y clasificar de manera rudimentaria. Por contra, la tarea de estudiar su desarrollo es francamente difícil. ¿Cómo podemos establecer los puntos decisivos del desarrollo emocional de las personas si no disponemos de una definición clara de cada uno de los estados emocionales accesibles y de un "mapa" que nos indique las posibles relaciones entre unas emociones y otras? Para estudiar las emociones infantiles y su desarrollo debemos, en primer lugar, situarlas en el marco de los procesos sociorrelacionales (hecho que no equivale a negar los componentes nerviosos). La perspectiva funcionalista en el análisis de las emociones nos proporciona un conjunto de consideraciones útiles por lo que se refiere al caso. Dedicaremos la primera parte de este apartado a esta perspectiva.

5.2.Las emociones como reguladores del comportamiento social infantil humano

Los niños/as que llegan a este mundo hacen su entrada en el mundo social vinculándose afectivamente a las personas que las acogen y asumen, poco a poco, el mundo de significaciones culturales que le impregnan. No sólo ambos aspectos son indisociables, sino que también los fundamentos del proceso de "convertirse en uno más entre los otros" son de naturaleza socioemocional. El trato con las personas, según hemos comentado, lo organizan los niños "penetrando en su mente" y se sitúan en su perspectiva, comprenden la causa de las acciones y predicen el curso de sus comportamientos. Éstos no son procesos puramente cognoscitivos. El hecho de internalizar el punto de vista del otro ("la voz del otro" –si adoptamos la expresión de Bahktin–) constituye un proceso intersubjetivo, profundamente empático. Una multitud de aspectos de la vida mental de sus semejantes se hace evidente a los niños por medio de las emociones y sentimientos que muestran. La "ceguera" a los sentimientos de los otros nos convertiría en personas asociales, capaces quizá de predecir las acciones de los otros mediante cálculos mentales sofisticados, pero no de reconocerlos como verdaderos alter ego, semejantes a nosotros en la condición humana. En otras palabras, la aprehensión del otro es sobre todo aprehensión por medio de los estados emocionales que acompañan a los pensamientos, que dan "color" a sus planes y que conceden energía a los esfuerzos cuando los llevan a cabo. Sólo el niño en quien se cultiva una vida emocional rica está dispuesto a relacionarse con los otros de manera emocional a la vez que cognitiva.
Todo esto justifica el título de este apartado: las emociones regulan el comportamiento social. Es una invitación a considerar las emociones humanas desde otro punto vital que el que prevaleció en la psicología académica hasta los años setenta, a saber, manifestaciones corporales de procesos internos con asentamiento en los sistemas nerviosos autónomo y central. Se le ha concedido demasiado énfasis a las funciones de regulación interna, fisiológica y psicológica, mientras que otras funciones que también poseen se han excluido casi del todo. Existe un razonamiento de sentido común que podría corregir la visión homeostática de las emociones: si son bucles de excitación interna que operan hacia el interior, ¿para qué se traducen en manifestaciones externas, corporales y faciales tan variadas?
Darwin (1872), que fue uno de los pioneros en el estudio de las emociones humanas, se topó con este escollo cuando reflexionaba sobre el sentimiento de vergüenza que se produce en el momento en que el sujeto se percata de que su conducta es objeto de evaluación negativa para alguien. "Darwin, comenta Trevarthen (1984), intuyó que era incongruente concluir que la vergüenza, a diferencia de otras expresiones emocionales, no poseía ningún valor orgánico dentro de la evolución".
Darwin y psicólogos posteriores, que trataron de explicar la aparición de las emociones en términos evolucionistas, captaron muy pronto que las expresiones emocionales poseían un valor adaptativo-social en las especies animales. Las señales agresivas o de apaciguamiento, las que invitan a emparejarse, las señales de miedo y de petición de ayuda de las crías a las madres, etc. constituyen conductas que contribuyen a regular la vida social. No se tiene que dudar que, desde el ángulo estrictamente biológico, las expresiones emocionales de los bebés actúan como señales que movilizan a los adultos y cumplen funciones de relación social: incitan a proporcionar auxilio, a tranquilizar, estrechan vínculos afectivos, anticipan lo que después será el diálogo, etc. Al mismo tiempo, los niños son especialmente sensibles a las expresiones emocionales de sus madres, sobre todo a los tonos y ritmos de voz; después, a medida que su percepción visual se perfecciona, a la expresividad de su rostro.
Sobre la base de estas ideas surge una nueva perspectiva funcionalista de las emociones humanas, la que nos pone de relieve el papel crucial que ejercen en la regulación de los contactos y la relación entre las personas (Trevarthen, 1984). El enfoque funcionalista concibe las emociones como una parte integrante de los "intentos que realiza cada persona para establecer, mantener, cambiar o finalizar una relación con alguna cosa o persona significativa para ella dentro del entorno" (Campos, 1994). Las acciones de una persona son intencionales, van dirigidas a objetivos materiales o poseen fines básicamente interpersonales. Además, la motivación para actuar, que puede ser más o menos intensa, depende del significado que otorguemos a conseguir nuestros deseos. Los sentimientos, intrínsecamente unidos a nuestras motivaciones, se revelan como expresión y resultado de la naturaleza de nuestros esfuerzos. Las emociones, en este sentido, funcionan como señales que ayudan a las personas a comprender el significado que el otro otorga a las acciones propias y ajenas. Campos escribe que las emociones, lejos de implicar únicamente homeostasis y excitaciones internas, nacen para regular y ser reguladas por los procesos sociales (Campos, 1994).
La afectividad y los sentimientos son elementos constitutivos fundamentales de nuestras relaciones sociales.
Existen varias corrientes de investigación que conducen a nuestra comprensión del mundo emocional de los niños. Citaremos cuatro. La primera, que se sitúa a principios de los años setenta, es el estudio detallado de las expresiones emocionales infantiles. Hace tiempo se hacían análisis interculturales del reconocimiento de emociones como alegría, pena, rabia, etc. La tesis de que existe un conjunto de emociones discretas que los humanos reconoceríamos universalmente y que algunas ya son detectables en los bebés surge de la mano de autores como Ekman (1972) o Izard (1972). Esta línea postula que "las configuraciones faciales expresivas se encuentran regidas por unidades neuromotoras preprogramadas, finalmente diferenciadas y exquisitamente coordinadas, de manera que las expresiones de los niños son, en esencia, las mismas que las de los adultos" (Trevarthen, 1984). En segundo lugar, se encuentran los trabajos sobre las respuestas de los pequeños ante el estado emocional de las personas. Por un lado, existen observaciones de la expresividad emocional de los bebés en sus comunicaciones empáticas con los adultos (estudiadas aquí en el marco de la intersubjetividad primaria); por otro lado, las observaciones de niños preescolares sobre su actitud y maneras de consuelo a sus amigos cuando éstos están tristes nos hablan de la respuesta empática ante el estado emocional de los otros. Se deben estudiar los mecanismos por los que el crío siente y actúa de manera apropiada, y también el proceso de desarrollo de estas competencias prosociales. Un tercer ángulo de ataque es el que ubica las relaciones interpersonales de los niños en una trama social amplia. Es decir, la tristeza, el enojo, la alegría, el temor, el amor y la vergüenza, etc., surgen en "escenas" sociales y "escenarios" culturales. Esto comporta, por lo que se refiere a los críos, que sus reacciones se diversifiquen y adquieran matices; hecho que nos deja a las puertas de otra gran avenida: la que estudia la relación entre el desarrollo emocional y cognitivo. Los teóricos de la mente arguyen, con razón, que una cosa es que los niños reconozcan las expresiones faciales como portadoras de sentimientos básicos y que reaccionen a éstas en las circunstancias adecuadas; otra cosa muy diferente es que posean un concepto de cada una de éstas y se les representen como estados psíquicos. Además, no todas las emociones son susceptibles de ser codificadas mediante una configuración facial o postural: el orgullo, la envidia, por ejemplo, no adoptan una presentación corporal definida. ¿Cómo se deben integrar estas líneas de análisis diferentes de manera que nos ayuden a comprender el papel que poseen las emociones en el proceso de desarrollo infantil?
El panorama que abarcaremos es el siguiente. Al inicio de la vida infantil las emociones regulan las relaciones interpersonales, comunicativas, entre niños y adultos, especialmente con la madre (o quien realiza sus funciones). Mediante el intercambio expresivo, el crío y su madre construyen la primera matriz de comprensión mutua. La capacidad de entender estas señales es lo que hace posible el vínculo entre ambos. Paralelamente, el niño internaliza la actitud de los otros hacia él dentro de la relación afectiva y social que teje con éstos. Como ya hemos visto, así empieza a tomar cuerpo su identidad, pero el niño experimenta cualquier sentimiento en situaciones de relación típicas. Allí, aprende de las emociones ajenas y de las suyas: las identifica, las revive, las reconoce, las aprende a nombrar, etc. En una palabra, el niño adquiere conocimiento del mundo emocional. El contexto interpersonal se expande y se convierte, poco a poco, en un contexto cultural amplio, cuándo y cómo se tienen que expresar (o reprimirse) las emociones. Este hecho corona todo el proceso de regulación. El desarrollo emocional del niño transcurre –concluiremos– por un caudal culturalmente determinado. A continuación trataremos una a una estas cuestiones.

5.3.El desarrollo de las emociones de la segunda infancia

Cualquier persona que observe y cuide a un bebé durante un cierto tiempo constata los cambios expresivos que afloran en el rostro del pequeño y que también delatan sus sentimientos. Los adultos interpretamos estas expresiones en referencia directa a estados emocionales. Decimos que el bebé "está contento", "disgustado", "tranquilo", "irritado"... Sin embargo, hasta un poco más tarde no atribuiremos a los niños sentimientos de "tristeza" o "miedo". Nuestra suposición es que las emociones aparecen de manera precoz en la vida infantil y se despliegan en una cierta progresión u orden. De hecho, ésta es la tesis de autores de los años treinta como Bridges o Goodenough (Sroufe, 1979). El pequeño partiría de un estado de excitación global y continuaría, mediante la influencia combinada del aprendizaje, maduración, desarrollo cognitivo y motor, un proceso de diferenciación emocional. Estas primeras teorías, a las que podemos añadir las de inspiración psicoanalítica (Spitz, 1965), presuponen que las auténticas emociones no pueden aparecer antes de que el niño consiga una diferenciación mínima de él ante lo que le rodea (conciencia rudimentaria del yo) y que, por lo tanto, aquellas primeras manifestaciones expresivas son únicamente precursoras de las emociones propiamente dichas. Izard (Campos y otros, 1983) sintetiza muy bien los puntos que articulan la teoría de la ontogénesis de las emociones. Primero, el bebé exhibe una gama, aunque reducida, de emociones discretas y específicas. Segundo, poco a poco, en puntos determinados de desarrollo, emergen sistemas emocionales que sirven para nuevas funciones adaptativas. Tercero, en el nacimiento de las emociones intervienen las capacidades cognitivas y sociales del niño que se van poniendo a punto; sin embargo, las emociones no son un resultado directo de esto.
Al estudiar cómo se despliega el mundo emocional del niño, nos encontramos frente a una dualidad ineludible: por un lado, el niño, como alguien que experimenta emociones y por otro, el niño que se empieza a representar las emociones diferentes como estados de la mente también diferentes. Ambos aspectos constituyen las dos caras de una misma moneda. En realidad, una faceta importante del desarrollo emocional consiste en investir, poco a poco, el magma primitivo de sentimientos de carácter representacional. Serían, al principio, representaciones de procedimientos: el niño reacciona selectivamente a las emociones de los otros y también las aprende a manejar en sus relaciones. A pesar de esto, con el lenguaje y con la multiplicación de sus experiencias, los críos empezarán a discriminar entre emociones afines, por ejemplo, lo que los adultos denominan enojo o disgusto, o tristeza; adscribirán emociones a determinadas circunstancias (y comprenderán que son las "adecuadas" en aquel momento); se encontrarán antecedentes (causas) en las reacciones emocionales de las personas. Todo esto supone que tienen acceso a una representación conceptual de las emociones. No sólo sienten sino que también saben lo que sienten.
Se debe insistir en que la representación cognitiva de las emociones incluye una faceta eminentemente social. Por tanto, se puede hablar con toda propiedad de una socialización de las emociones. La alegría, la tristeza, la cólera, la vergüenza, la pasión amorosa no surgen in vacuo, sino dentro de unas circunstancias sociales. La comprensión de las emociones está, pues, relacionada, en términos muy generales, con una capacidad de interpretar las situaciones que las provocan. Esta interpretación concierne, en primer lugar, a los actores: sus intenciones, deseos, estados de conocimiento, etc. Son aspectos que los niños captarán a medida que adquieran una "teoría de la mente" de las personas. En segundo lugar, las relaciones entre los actores, cada uno con un rol social peculiar. En tercer lugar, el telón de fondo de las normas sociales sobre las que se proyecta la acción de los actores. El proceso de sentir determinadas emociones, de sentir las emociones de los otros, de entender por qué las sienten, de regular las emociones propias y, mediante esto, de provocar emociones en los otros constituye un sólo procedimiento.
Durante el primer año de vida, los críos sienten emociones, las expresan y empatizan con las emociones de los otros. El desarrollo emocional avanza en el segundo año de vida a medida que el niño empieza a tener representación de los estados emocionales "básicos" y de las causas que los provocan. Los niños aprenden rápidamente que existen situaciones que provocan el enojo o disgusto de los otros, mientras que otras les complacen. También aprenden que generalmente no es sólo la situación en abstracto sino, sobre todo, quién la ha producido, o sea, unen "agencia" y emoción. Aquí, rápidamente incluyen el descubrimiento de que las personas actúan de acuerdo con los deseos e intenciones y que, por tanto, "lo que pasa" y la emoción que desencadena guarda relación con los deseos y objetivos de las personas, del grado de importancia que le otorgan y en qué medida este acontecimiento ha afectado la posibilidad de conseguir aquellos objetivos. Este conocimiento, como bien se sabe, lo utilizan de manera precoz y acertada en sus relaciones sociales.
Los niños no sólo aprenden sobre las emociones observando cómo reaccionan los otros en una variedad de situaciones; también el discurso lingüístico sobre los sentimientos que provocan en el padre y la madre "lo que ha pasado" (la acción del niño) son una importante fuente de conocimiento para el niño.

Dunn y sus colaboradores (1987) hicieron un análisis de las conversaciones entre madres y sus pequeños durante el período de edad entre los 18 y 24 meses. La frecuencia con la que las madres tocaron el tema de los sentimientos aumentó constantemente durante este tiempo. Cuanto más mencionaban las madres los sentimientos a la edad de dieciocho meses, más aludían aquellos pequeños a los 24 (correlación positiva). En el período que duró el estudio, los pequeños se interesaron cada vez más por lo que originaba aquellos sentimientos y los comenzaron a dramatizar en sus juegos.

En una investigación anterior, Zahn Waxles y sus colaboradores (1979) descubrieron que, en los casos en los que un niño hacía daño a otro (le pegaba), si las madres además de regañarle le daban una explicación a su hijo "coloreándola" con énfasis de los sentimientos ("¡No lo hagas nunca, nunca más!"), los pequeños, posteriormente, eran más propensos a ofrecer reparación a sus compañeros en situaciones semejantes. La instrucción de las madres reforzada con una implicación afectiva creaba una actitud de acercamiento que compensaba la sensación de haber hecho algo mal.

Las reacciones emocionales de los adultos casi de manera invariable hacen referencia a normas sociales y valores: lo que está bien / lo que está mal. De esta manera, la vida emocional se proyecta sobre el telón de fondo de las relaciones sociales. Kagan (1981) mantiene que, justo hacia los 2 años, los niños empiezan a percatarse de lo que se denomina estándares: "representaciones de acciones y sucesos que son objeto de aprobación o desaprobación adulta". Dunn (1988) constata que, entre los 14 y los 36 meses, el habla de los niños se llena progresivamente de referencias a las reglas sociales, a los sentimientos de los otros y a las consecuencias de sus acciones. Las justificaciones que los críos ofrecen de sus comportamientos "transgresores" ("yo no lo quería hacer", "no lo sabía"...) demuestran que poseen una conciencia de la desaprobación adulta y, sobre todo, que comprenden que su acción puede comportar una alteración emocional en su madre; las excusas evidencian hasta qué punto estas emociones les afectan. No se trata sólo de una cuestión de temor a los castigos. Todo esto nos dice que, al desplegarse su capacidad cognitiva, los niños adquieren conciencia de sus sentimientos, lo que les permite inferir el estado interno del otro en determinadas circunstancias y actuar según este conocimiento. Por aquí enlazamos directamente con la teoría de la mente. El encadenamiento entre la capacidad de sentir y la comprensión de los motivos de las acciones y las consecuencias constituyen el hilo conductor de su desarrollo emocional.
Las investigaciones sobre el mundo de la emoción con niños de varias edades más allá de la primera infancia son numerosas, pero el panorama que se desprende de éstas es aún bastante disperso. Entre los 4 y 10 años, la vida emocional de los niños experimenta notables progresos. A estas edades, los niños ya perciben a las personas no sólo como agentes que desean cosas y las consiguen o no (lo que les alegra o les entristece) sino que también las ven como agentes cuyas acciones se proyectan sobre un telón de fondo de normas y valores sociales. Es entonces cuando empiezan a comprender que ciertos sentimientos y emociones de una persona están muy influidos por la "mirada" de los otros (su actitud de alabanza o rechazo). Esto es típico, por ejemplo, de la vergüenza, del orgullo o del sentimiento de culpabilidad. Antes de los 4 años, la vergüenza, la culpabilidad y el sentimiento de tristeza se confunden; lo mismo se puede decir del orgullo y la alegría. El sentimiento de orgullo nace de un resultado bueno, pero implica, además, una valoración social del esfuerzo del agente de la que éste es consciente. El hecho de conseguir un premio por casualidad no produce alegría; sin embargo, conseguir un premio escolar produce orgullo y alegría. Por lo tanto, para entender el sentimiento de orgullo, el crío tiene que considerar en el agente no sólo la intención, la acción y las consecuencias, sino también valores como el talento, el esfuerzo, las capacidades corporales, etc. Con el sentimiento de culpabilidad sucede algo similar. Para comprenderlo, el niño debe considerar en el agente –además de la intención y la acción en sí– las consecuencias que para los otros posee aquella acción, y que son objeto de valoración. Aquí surge la noción de responsabilidad de un agente.
La noción de agente intencionado y responsable implica una actitud emocional hacia las mismas acciones de acuerdo con las consecuencias sociales.
Un aspecto notable del desarrollo emocional es el del control de las emociones y sus derivaciones de ocultar y fingir emociones. Los antropólogos nos han dado a conocer que existen pueblos donde la expresión de las emociones –el gozo, la aflicción, el disgusto, etc.– se encuentra muy encorsetada por las normas sociales. Aquí aparece muy claramente lo que hemos denominado socialización de las emociones.

En los años cuarenta, Bateson describía a las madres de Bali que cortaban sin contemplaciones los acercamientos afectuosos de los hijos. Es posible, comenta, que el origen de esto se encuentre en el "carácter balinés" que se caracteriza por una gran ecuanimidad en la exhibición de los sentimientos que excluye todo clímax expresivo (Bateson, 1949/1972). Geertz (1984) aporta casi las mismas observaciones a propósito de los habitantes de Java. Su actitud, dice, exhibe "mitad y mitad, sentimientos despojados de gestos y gestos despojados de sentimientos". En términos generales, se podría decir que en muchas culturas de Asia oriental y del Pacífico este control social de las expresiones emocionales es muy intenso. Lo que los latinos denominan "inexpresividad" de los asiáticos es más que un tópico. La educación de los niños en Japón le concede un énfasis especial a la suavidad en las formas de trato y coarta fuertemente las expresiones abiertas de malestar o de enojo. Por contra, el pueblo de los ilongot de las Islas Filipinas, estudiados por Michelle Rosaldo (Harris, 1989), permite y alimenta las expresiones de ira y bravura en los hombres, lo que sin duda está relacionado con las prácticas guerreras ancestrales de "cazadores de cabezas".

El hecho de aprender a controlar las emociones –en particular el enojo y las muestras de rechazo y desagrado– es una práctica de socialización infantil habitual en casi todas las culturas. Se trata de manifestaciones de respeto o deferencia hacia los más grandes, inherentes a una organización social en la que existen jerarquías de personas.
Mediante este control de las emociones, los niños no sólo canalizan, por decirlo de alguna manera, la energía emocional, sino que también aprenden formas de tratamiento y, más allá de éstas, el significado de una cierta ordenación social.
El niño, al llegar a ser un "observador" y participar cada vez más activamente en las interacciones sociales con los padres, hermanos, amigos y la gente en general, contempla las manifestaciones emocionales que las acompañan. Varios autores hablan de la capacidad de inferir los sentimientos y remarcan que, a partir de cierta edad, ya no se necesita la observación de una determinada configuración facial o gestual. Además, a medida que pasa el tiempo, los niños reconocen que una misma emoción puede ser provocada por acontecimientos múltiples y que, al revés, un mismo hecho puede provocar sentimientos diferentes (Harter y Whitessell, 1989). La conciencia de la ambivalencia de los sentimientos humanos se abre paso en su mente poco a poco. Este hecho les permite entender que las personas experimentan de manera simultánea, tristeza y alegría ante un mismo acontecimiento, enfado y amor hacia una persona, miedo pero también excitación ante un acontecimiento nuevo, etc. A medida que los niños crecen, cada vez son más competentes para interpretar los sentimientos desde perspectivas ajenas, entender situaciones que ponen en juego emociones múltiples, son hábiles en su capacidad de esconder sentimientos, inferir aquellos que no se muestran explícitamente, saber qué emociones son socialmente valoradas y cuáles constituyen temas poco apropiados, etc. El niño, en su desarrollo, ha aprendido mucho sobre el papel que poseen las emociones en las relaciones humanas.

5.4.La cultura de la emoción

La concepción de las emociones como "perturbaciones psicosomáticas intensas" es heredera de la noción clásica (religiosa y filosófica) de las pasiones humanas. La psicología moderna casi no hace otra cosa que ofrecer una ubicación en el organismo (sistema nervioso), pero mantuvo la tesis de que las emociones (del latín movere, mover) eran conmociones orgánicas a las que asignó una función reguladora, también interna. La posición que hemos considerado durante este apartado –las emociones regulan los contactos interpersonales y poseen un fuerte componente cognitivo– constituyen una primera reacción ante el reduccionismo de la aproximación tradicional. Desde hace años, la antropología por un lado, y recientemente la psicología social en su corriente socioconstructivista, por el otro, someten el concepto de emoción a una revisión más drástica al proponer que sus manifestaciones (y, por tanto, el cultivo de la misma emoción) se encuentran enormemente influidas por la cultura. No niegan los fundamentos psicobiológicos; sí que niegan que éstos provoquen una "universalidad" de las emociones. En otras palabras, frente a la idea de que existe el miedo, la cólera, el amor, la tristeza, la envidia, etc. se tiene que reconocer, como escribe Harré (1986), que lo que hay son personas atemorizadas, que se enfadan, que se enamoran, familias sumidas en el dolor, padres ansiosos por saber dónde están sus hijos, etc. O sea, las emociones se experimentan en circunstancias muy concretas, la mayoría culturalmente modeladas.
Las emociones se producen en un marco de interacciones y contribuyen a regularlas. Estas transacciones sociales suelen estar fuertemente ritualizadas: la sociedad ha estipulado cómo se deben realizar y qué sentimientos tienen que acompañarlas (Gordon, 1989). Esto se hace evidente en una boda o un funeral, en un encuentro de amigos o una visita a parientes. A la vez que el niño se inicia en estos rituales, se le inculca, junto con las buenas maneras, el carácter o tono emocional que debe impregnar la actuación. De esta manera, las emociones que puede experimentar un niño y las ideas que después se forman de éstas no están desligadas de una forma de afrontar la existencia y las relaciones con las que comparten su cultura y forma de vida. Por ejemplo, los niños en nuestra sociedad occidental están más expuestos a la tristeza que les puede reportar el divorcio de los padres, a la soledad de una larga jornada antes de que éstos lleguen a casa, a sentimientos de envidia o fracaso propios de una comunidad competitiva que exalta las individualidades, etc. En este sentido, cada sociedad alimenta un tipo de emociones en detrimento de otras.
La cultura, además de favorecer la emergencia de determinados sentimientos, prescribe qué grado de afectación se considera "normal" o "patológico" y qué reglas se deben tener en cuenta en su expresión. De este modo, en nuestra sociedad no está bien visto o produce turbación que un hombre adulto demuestre dolor en público. Esta explosión emocional es, sin embargo, tolerada en circunstancias extremas (y la sociedad dictamina cuáles son) o ante la sola presencia de familiares y allegados. Por el contrario, la sociedad proscribe manifestaciones emocionales, por inadecuadas, en determinadas circunstancias: reír a carcajadas en un funeral, enfadarse por la inconveniencia de un niño, enamorarse de un consanguíneo y otros. Desde muy pequeños, los niños son iniciados en la observación de "las reglas de juego social" y las exhibiciones emocionales que le acompañan. Con anterioridad, hemos consignado las prácticas de las madres japonesas y las de Bali. Entre nosotros, se dice a los niños: "Los hombres no tienen miedo / no lloran". En cambio, no se reprime el miedo o el llanto de las niñas pero sí las manifestaciones de agresividad o, simplemente, de brusquedad. Existe toda una pragmática del comportamiento emocional, también unida al sexo, que los niños aprehenden de la mano de sus progenitores y que difiere de una sociedad a otra.
Todo comportamiento emocional sucede, como ya hemos dicho, en circunstancias sociales bien concretas. Antes de que los niños sean sus testimonios o sus protagonistas, la socialización les presenta un escaparate amplio de sentimientos y emociones en los personajes que pululan por los cuentos y narraciones infantiles: Blancanieves habla de la envidia, Caperucita del amor filial y la crueldad, Cenicienta del amor por encima de las desigualdades sociales, etc. El éxito de las películas de Walt Disney, por muy dulces que parezcan, es debido a que tocan los temas eternos del mundo emocional de manera asequible para los niños.

La siguiente anécdota, de la que fue protagonista una estudiante universitaria, nos lo demuestra de manera patente. La estudiante "canguro" estaba ocupada en ordenar las cosas de la niña (dos años) que cuidaba mientras veía la película Bambi. En un momento concreto, la "canguro" escuchó que la niña lloraba y decía: "¡Mamá! ¡Mamá!"...Entró en la habitación y, al preguntarle qué pasaba, la pequeña le dijo que la madre de Bambi había muerto... Había captado perfectamente la aflicción del ciervo huérfano. Probablemente, la niña se había imaginado a ella misma sin madre.

Esto nos lleva, de nuevo, a la importancia de las formas narrativas en la adquisición de significados por lo que "dicen" los episodios y los personajes quizá más que por lo que sienten o por lo que hacen. Michelle Rosaldo (1984) ha escrito lo siguiente:

"Los sentimientos no son sustancias que debemos descubrir en la sangre, son prácticas sociales organizadas por narraciones que se explican y se representan. Los sentimientos se encuentran estructurados por nuestras maneras de comprender".

En el teatro y la novela, las leyendas demuestran hasta la saciedad hasta qué punto esta última observación es pertinente y sagaz. Para centrarnos en el teatro, sólo tenemos que mencionar Don Juan, Otelo, El alcalde de Zalamea, Bodas de Sangre, Who is afraid of Virginia Woolf?... La forma narrativa no sólo presenta personajes que sienten, sino que, además, proporciona los guiones que "deben seguir" determinadas manifestaciones emocionales. Dicho de manera más clara, muchas emociones se "escenifican", constituyen el ingrediente esencial de un papel. El lenguaje coloquial reúne esto cuando se dice: "¡Me montó una escena...!" "¡Cuando lo vea, ya verás la que le montaré...!" Sarbin (1986), de quien tomamos estas ideas, comenta de forma muy aguda que no cualquier interacción rutinaria es "actuación teatral"; más bien, la teatralización se produce para dramatizar el caso, para añadirle intensidad emocional. Las escenas de celos, amor, venganza, etc. tienen a los actores tipificados, el guión que se debe seguir y los matices emocionales que se tienen que expresar; todo esto aparece en las narraciones infantiles, en las leyendas populares, la novela y las historias nacionales. Sarbin concluye: "En contraposición al punto de vista tradicional, los actos emocionales no son irracionales, sino que continúan la lógica de la acción dramática, o sea, la de un argumento que dicta el curso de la acción de los actores (...). Los niños adquieren muy pronto en la vida gran parte del repertorio emocional en 'escenarios paradigmáticos', prototipos de dramas sociales con argumento". Hoy día la influencia (¿nefasta?) de las películas televisivas que se presentan a los niños inquieta a muchas personas de buena voluntad. En el marco de las reflexiones precedentes, vienen a ser historias o narraciones en las que las emociones del protagonista (cólera, venganza, agresiones) y las del antihéroe (envidia, celos, ambición) se encarnan en "epopeyas" en las que el orden social (tal y como lo puede entender un niño) se tambalea y se restaura. La actitud emocional del héroe queda justificada moralmente.
La regulación cultural de la emoción se extiende también a las oportunidades que se ofrecen al niño para que "asista a la escenificación" de tal oportunidad o tal otra, según la edad. En la sociedad moderna se evita que los niños sean testimonio de la emoción intensa que acompaña al deseo sexual o a la cólera desencadenada. En general, se les aparta de situaciones susceptibles de provocar "impacto emocional". No siempre ha sido así, como recuerdan los historiadores de la familia y de la infancia (Ariès, 1962). También es patente que cada cultura especifica qué emociones son naturales para los niños y cuáles tiene que cultivar su socialización, de acuerdo con la edad o fases de la vida que la misma sociedad distingue. Al comentar este tema, Claire Armon-Jones (1986) llama la atención sobre la terminología que utilizamos para calificar ciertas emociones cuando se atribuyen a los niños. Así, un niño se enoja pero no enloquece, se queja pero no se aflige, es cariñoso pero no está enamorado, es travieso pero no perverso, etc. La misma autora continúa: "Las atribuciones de emoción 'propias de una edad' reflejan creencias y valores socioculturales que hacen referencia al nivel de desarrollo intelectual y moral que, al mismo tiempo, incorporan una concepción particular de las emociones que se pueden sentir a cada edad". Pero justamente concluye, cuando se califica a un niño de impertinente o travieso (a veces comparándolo con un hermano más mayor que se porta "mucho mejor" en las mismas circunstancias), se ofrece una explicación –que es una ratificación– de la conducta como "apropiada" a su edad y a su falta de reflexión. Con esto, el niño entiende que es la más ajustada para él.
Aludiremos, finalmente, al simbolismo que rodea a las emociones, un tema muy atractivo aunque quizá menos conocido. Las culturas no sólo seleccionan ciertas emociones sino que hablan de éstas en términos metafóricos (Lakoff y Johnson, 1980). La tristeza se suele identificar con las tardes lluviosas, la alegría con la primavera, la furia es una tempestad desencadenada, las deshonras se limpian con sangre y las manos blancas no ofenden... ¿Cuándo empiezan los niños a participar en esta visión simbólica de la emoción? ¿Qué influencias poseen las imágenes en forma de películas o dibujos de cuentos con los que ilustramos las emociones, o las palabras que utilizamos para representarlas en las canciones, en las poesías o en los libros? Cuando las personas hablan de las emociones, escribe Gordon (1989), a menudo comparten términos que van más allá de la mera palabra; incluyen representaciones, imágenes y recuerdos que forman parte de la historia de la sociedad. Esto también es "cultura emocional".

6.Desarrollo psicosexual

6.1.Introducción

En pocos dominios la psicología, la naturaleza o la biología, por un lado, y la educación y la cultura, por otro, están tan mezcladas como en el desarrollo de la sexualidad. En este dominio se pueden considerar dos apartados. Uno de éstos es el desarrollo de la sexualidad propiamente dicho, que aunque tenga su asentamiento en el cuerpo constituye, antes que nada, una vivencia psicológica. Los comportamientos sexuales se suelen adscribir en el dominio de la emoción, pero –como toda manera de actuar humana– poseen facetas cognitivas y sociales. El segundo apartado trata del desarrollo de la identidad sexual o de género, es decir, la representación que cada humano tiene de él mismo como hombre o como mujer con la interiorización correspondiente de los roles sociales, normas y valores distintivos asociados a uno u otro sexo. Se suele relacionar este segundo aspecto con el dominio sociocognitivo, si bien todo proceso de identificación también posee raíces emocionales. En la primera parte de este apartado, estudiaremos el desarrollo de la sexualidad (excluiremos la pubertad que abre el período de la adolescencia). En la segunda, trataremos el desarrollo de la identidad sexual o de género.

6.2.Desarrollo biológico de la función sexual

Antes de tratar el desarrollo de la sexualidad humana en sus dimensiones psicológicas, estudiaremos los fundamentos biológicos, lo que nos permitirá captar, en una perspectiva comparada, qué nos acerca y qué nos distancia de la sexualidad del reino animal. En particular, nos servirá para hacernos conscientes de la intensidad con la que nuestra sociedad se encuentra penetrada por las representaciones socioculturales sobre el sexo y la fecundidad procreadora. Nuestra incursión en la biología de los sexos se iniciará con el estudio del proceso complejo de configuración y diferenciación (macho/hembra) del aparato sexual.
Desde el momento de la concepción queda determinado el sexo cromosómico (pareja XY en los machos, XX en las hembras). A partir de aquí, el sistema genético pilota con precisión casi cronométrica la constitución anatómica de los sexos. Lo hace mediante las proteínas-hormonas y enzimas catalizadoras que producen los genes estructurales, los que intervienen en la formación de los tejidos que constituyen el aparato sexual. Se debe advertir de que en este proceso no están involucrados únicamente los genes de los cromosomas sexuales (X, Y) sino también muchos otros ubicados en varios cromosomas.
En los cuarenta días de gestación, aún en fase embrionaria, se empieza a insinuar el aparato sexual. En este momento, se produce una diferenciación primordial de los tejidos que permite detectar en un embrión de escasos milímetros lo que serán las gónadas (testículos/ovarios), un esbozo de orificio en el exterior (destinado a la secreción urogenital) y dos conductos paralelos (Wolff y Müller) que van desde las primeras hasta el último. En esta fase, todo es idéntico en machos y hembras. Inmediatamente, los tejidos testiculares (probablemente obedeciendo a una señal del cromosoma Y) inician la producción de testosterona. Se puede decir que esta hormona rige la configuración del aparato sexual masculino, proceso que se denomina virilización.
A diferencia del desarrollo testicular precoz en los hombres, los ovarios femeninos no se empiezan a desarrollar hasta el cuarto mes de la gestación. En comparación, también con los hombres, los genitales externos de la mujer sufren un proceso bastante menos complicado en cuanto a su configuración a partir de las formaciones primordiales. Más tarde, en los pechos aparecen protuberancias que darán origen a las mamas.
La diferencia de los sexos humanos (y de los mamíferos, en general) se produce a partir de un sustrato común "neutro" y es el fenotipo masculino el que es objeto de "elaboración". En ésta, las sustancias denominadas genéricamente andrógenos, el principal de los cuales (no el único) es la testosterona, ejercen un papel clave. El término "clave" se debe entender aquí en el sentido, casi literal, de que los andrógenos son la clave de cada paso que tiene que hacer el organismo masculino para construir los tejidos y órganos sexuales. Podríamos comparar este proceso con una carrera de coches con la meta final y las etapas: los vehículos tienen que tener el itinerario bien marcado y deben ser avituallados en los momentos oportunos. Las hormonas y las enzimas, que son sustancias inductoras y catalizadoras en cada paso, cumplen estas funciones de señalización y avituallamiento. Si como consecuencia de una anomalía geneticosexual no se sintetizan, el aparato puede sufrir serias perturbaciones.
El estudio del desarrollo biológico-sexual no se debe limitar a la anatomía del aparato reproductor. El cerebro también forma parte del sistema sexual. Se conoce muy bien –aunque no entraremos en detalles- que los ciclos menstruales femeninos se encuentran regidos por un complejo hormonal que viene regulado por la actuación integrada de la glándula pituitaria y del hipotálamo. Por otro lado, en los hombres, después del período fetal de configuración anatomo-sexual, la producción de la testosterona queda bajo control de este mismo complejo. Otra línea de investigaciones recientes demuestra que existen diferencias estructurales en el hipotálamo de los mamíferos machos y en el de las hembras (incluidos los humanos). En particular, la zona anterior de esta área es más voluminosa en aquéllos. Los experimentos con ratas macho y hembra con niveles controlados de testosterona demuestran que esta hormona es, en parte, responsable de estas diferencias.
Un tema final es el de las funciones de la sexualidad. Es evidente que la principal (la que la justifica biológicamente) es la reproducción, pero no es la única. La biología también ilustra muy bien cómo en las especies existen funciones que, aunque conserven el núcleo primitivo, han incorporado otras nuevas en la evolución de los individuos, con lo que acaban siendo, en realidad, complejos funcionales. La actividad sexual ha incorporado otras funciones a su finalidad reproductora: fomenta la estrechez del vínculo hombre-mujer, enriquece la psique de las personas con sus inefables vivencias, contribuye a la identidad y afirmación personal. Todas estas funciones constituyen funciones propias de una especie como la nuestra que posee un cerebro enormemente diferenciado y una psique avanzada. Para acabar, la cultura impregna la función sexual: no sólo la regula, sino que también la reviste de significaciones singulares de manera que el sexo se vive simbólicamente.

6.3.La sexualidad en la segunda infancia

Nuestro ámbito cultural tiende a ignorar la sexualidad infantil o a infravalorarla. La Psicología del desarrollo tampoco "se da por enterada" de sus primeras manifestaciones. Ha sido la psicología clínica, en la vertiente psicoanalítica, la que ha elaborado el discurso más coherente sobre este tema. Freud postuló la existencia de dos pulsiones psíquicas básicas: la del placer y la de la destrucción (Eros y Thanatos), y ya encontró manifestaciones de ambas desde el nacimiento del niño. La visión que el psicoanalista nos ofrece del niño no es nada idílica: los niños son glotones, posesivos, sucios, celosos, crueles, etc. Casi no hacen nada más que no sea buscar su placer. Las conductas infantiles –escribe Anna Freud (1984)– "no son sino un conjunto desordenado y confuso de cualidades privativas... Gracias al psicoanálisis aquella abigarrada colección de vicios de conducta se ordenó de manera espontánea y sorprendente [...] en una sucesión obligada de estadios evolutivos, similares a los que desde hace mucho tiempo se conocen en el crecimiento del cuerpo humano". Estos estadios están relacionados con la prevalencia de una u otra de las aperturas corporales: boca, ano, órganos genitales.
En el estadio oral (primer año de vida), el niño encuentra el placer mamando del pezón materno y de la ingestión, y prolonga su búsqueda llevándoselo todo a la boca. A continuación –en el segundo y tercer año– se da el estadio anal. A raíz de la socialización paterna a favor de la higiene y el control de esfínteres, los niños demuestran interés por los excrementos, tratan de jugar con éstos, retienen las defecaciones, aprenden rápidamente el vocabulario que describe la fisiología de la excreción. El psicoanálisis afirma aquí que el "niño defiende el derecho a eliminar las materias fecales cuando quiera y que no se quiere dejar arrebatar el derecho de propiedad sobre un producto de su propio cuerpo" (A. Freud, 1984). A partir de los 4 o 5 años, viene el estadio fálico, en el que la región genital ocupa el primer plano. En búsqueda del placer, ya calificable como tal con más propiedad, el niño juega con el pene, se exhibe, descubre y explora las diferencias con las niñas. En este estadio existen actividades masturbatorias por lo que se refiere a los hombres. Freud no dijo nada sobre la mujer, es un "olvido" (o desconocimiento) que la escuela psicoanalítica ha tratado de reparar. Entre los 6 y 12 años llega el estado de latencia, en el que los impulsos placenteros y sexuales pierden intensidad. Aquí, la teoría psicoanalítica sitúa uno de los conflictos clásicos que afectan a la sexualidad en desarrollo: es el complejo de Edipo. Los niños se sienten incestuosamente atraídos por la madre y, al mismo tiempo, sufren la represión del padre que se enfrenta a sus deseos. No sólo es eso, sino que sobre ellos planea la amenaza de ser privados de virilidad si atentan contra los derechos paternos. Freud denominó este sentimiento el complejo de castración. El complejo será entonces sublimado (o no, y entonces daría pie a una patología) y la sexualidad del niño se encamina hacia el estadio genital con la llegada de la pubertad. Las críticas a la versión psicoanalítica de la sexualidad infantil tradicional han provocado que algunos discípulos de Freud la revisaran y la enriquecieran con éxito de cara a la práctica clínica. No entraremos en detalles.
La Psicología del desarrollo tradicional se limita a acumular una serie de observaciones sobre las manifestaciones de la sexualidad en los niños. No ofrece una teoría que las englobe como la del psicoanálisis. Se debería ser muy cauto en el uso del adjetivo sexual cuando se trata de niños. Si son organismos normalmente constituidos, tienen sensaciones (y las manifiestan), efectúan movimientos que son calificados por los adultos de sexuales, puede ser que lo sean como primera expresión de un desarrollo; son, seguramente, un esbozo de lo que es la sexualidad adulta. Pero el calificativo de sexuales no posee la carga ni de conciencia ni de responsabilidad que tendrían con adultos. Por otro lado –y en esto coincidimos con la aproximación psicoanalítica–, es necesaria una socialización de la sexualidad, lo que comporta conflictos. Aquí Freud aludió a la interiorización de las normas sociales mediante la voz paterna que da pie al nacimiento del superego. Nosotros hablaremos de una canalización de las conductas sexuales para ajustar las manifestaciones de cada entorno cultural. Lo que pretende sugerir con esto es que, cuando a los 2 años, aproximadamente, los niños descubren las diferencias anatómicas entre niños y niñas (hecho que despierta en ellos una gran curiosidad) y exploran ingenuamente su genitalidad, la "mirada" del adulto (padres y profesores) posee una gran trascendencia para su iniciación en el mundo de la sexualidad. Son las personas mayores quienes, con sus reacciones, naturales o inducidas, con sus palabras y la valoración que hacen de estas conductas, promueven una actitud sana o, al contrario, sentimientos de vergüenza, y una visión de la sexualidad como algo turbio, quizá intensamente culpabilizada.
El desarrollo sexual en los niños y las niñas está estrechamente vinculado a su aprendizaje del cómo, dónde y cuándo, de la conducta sexual (regulación sexual). Además, mediante sus primeras experiencias compartidas, asignan un valor a la sexualidad: un valor vivencial asociado al placer y un valor social condicionado por la manera como viven o conciben la sexualidad los que le rodean.

6.4.El desarrollo sexual en la segunda infancia

En el período preescolar y los años siguientes, se manifiesta el interés sexual de los niños y niñas. Cualquier adulto recuerda situaciones, protagonizadas o presenciadas, que lo prueban sobradamente. Los niños demuestran una notable precocidad en su recurso a los roles novio/novia y forman parejitas con un cierto sentido de la "posesión"; tienen juegos que les dan pretextos para explorar las diferencias corporales del sexo entre ellos o imitan posturas coitales, algunos son capaces de distinguir entre un "beso de aprecio" (en la mejilla) y un "beso de amor" (en la boca); se explican chistes desvergonzados, etc. Todo esto les sirve para experimentar las primeras emociones típicamente vinculadas a la sexualidad.
La televisión posee una influencia socializadora notable. Deben quedar pocos niños, a partir de los tres o cuatro años, que no hayan visto una escena de sexualidad adulta en la pantalla, solos o acompañados de los padres. Los mismos padres puede que sean modelo para sus hijos varones de una precocidad sexual, mientras que quizá inculcan a sus hijas, junto con las madres, las pautas tradicionales del sexo femenino. El nivel sociocultural de la familia suele influir mucho. Los profesores constatan muchos comportamientos con un fuerte componente sexual, pero que al mismo tiempo son de una ingenuidad desconcertante; a falta de criterios claros de actuación, o bien les restan importancia o bien los reprimen en el caso de que sean públicos y socialmente vetados. La reacción contra "el exhibicionismo" de los niños y niñas es típica en este aspecto. No es fácil establecer pautas de educación sexual (no por parte del especialista en Psicología de desarrollo a los profesores, ni por parte de ellos a los pequeños); existe un gran desconcierto en nuestra sociedad sobre cómo canalizar el mundo riquísimo de las emociones sexuales en los niños, ya desde las primeras edades. Se debe insistir, por otro lado, en que ningún otro ámbito de la educación está tan intensamente interpenetrado por la manera en la que los educadores (padres y profesores) viven su sexualidad. A todo esto se tiene que añadir el marco de las conveniencias o prescripciones del entorno escolar. En el dominio de la sexualidad de los niños, la acción de la familia y la de la escuela está llena de incoherencias.
Entre los siete años y la pubertad, la sexualidad de los niños no está "dormida" como parece sugerir la denominación del estadio de latencia que estipula el psicoanálisis. Nos consta, de manera clara, que a estas edades los intereses sexuales de los niños y sus manifestaciones conductuales son importantes. Lo que ahora se hace patente es que los niños y niñas en edad de educación primaria han empezado a interiorizar la moral sexual dominante y a poseer un control superior sobre su conducta. Ya no sólo tienen miedo a reprimendas, sino que también se empiezan a sentir culpables por violar normas. Probablemente por esto, la espontaneidad que hasta ahora caracterizaba a sus acciones que entraban (de cerca o de lejos, según el juicio de los adultos) en el dominio sexual desaparece y aumenta la complicidad con los compañeros.
Otra de las vías por las que se suele tratar el tema de la sexualidad en la segunda infancia es la de la curiosidad que demuestran los pequeños por los nacimientos y por el lugar "de donde vienen los niños". Es evidente que esto no tiene (en su mente) una relación ni remota con la actividad sexual plena unida a la función reproductiva. Esta última tampoco la tiene, en la segunda infancia, con lo que consideramos "sexual" y que en los pequeños son toques, posiciones, curiosidad por las diferencias genitales entre niños y niñas. ¿Cuándo y cómo establecen aquella conexión? Nosotros, los adultos, unimos la función procreadora al placer sexual genital; esto es un sesgo cultural. Podría no ser así; de hecho, la cultura occidental camina hacia una disociación de ambos aspectos. Sí que debe remarcarse que en los niños están disociados, es decir, en sus actividades sexuales no existe ninguna proyección hacia la procreación, como no sea simbólica, como el hecho de "jugar a padres y madres". La biología comparada nos hacer entrever la importancia que adquieren, en la maduración de la función sexual y reproductora, las actividades a las que se entregan las crías de mamífero: exploración de genitales, movimientos precopulatorios, cortejos, montar un congénere de sexo diferente o del mismo, etc. Es, por lo tanto, normal, desde el ángulo de la biología, que las crías de la especie humana demuestren comportamientos protosexuales como parte de una herencia filogenética que se conserva por su funcionalidad (asegurar la pervivencia de la especie que es uno de los imperativos de la vida). Aquí, indirectamente, se debe mencionar la masturbación. Si bien no se puede decir que sea un comportamiento funcional para la reproducción, el hecho es que sucede con mucha frecuencia. No hay investigaciones sobre la incidencia psicologicosexual que tiene y los datos de los que disponemos derivan de informes de adultos. Es una actividad que los hombres recuerdan haber practicado más que las mujeres.
El "aprendizaje" de la sexualidad, como el de tantas otras actividades humanas, posee dos vertientes: uno, al que acabamos de aludir, es la iniciación práctica en comportamientos sexuales que todos los niños hacen y que la psicología ha estudiado poco. Otra vertiente, inseparable de la anterior, es la información que el niño extrae de los múltiples modelos y ciertas situaciones en las que es observador receptivo. Aquí se incluyen los siguientes:
1) los modelos reales, especialmente los padres, que mediante su relación mutua y la manera de vivir la sexualidad y la intimidad captan el significado más profundo de la sexualidad, crean un marco interpretativo de ésta.
2) Los modelos intermediarios: juguetes, vestidos, objetos que remiten a la distinción de género.
3) Modelos de imagen: fundamentalmente los que aparecen en la pantalla de televisión, videojuegos, internet, cine y literatura: cómo se corteja, cómo se hacen "adelantos", cómo se "flirtea" o bien cómo se practica la sexualidad genital. Las diferentes manifestaciones sexuales suelen estar protagonizadas por héroes o estrellas del espectáculo y todo este mundo que pulula por las "revistas del corazón".
A pesar de la universalidad de las manifestaciones sexuales precoces en todas las especies, también existen mecanismos de control de las motivaciones sexuales. En nuestra especie, lo repetimos de nuevo, son de tipo simbólico: la institución familiar y los principios de la moral entre otros. El tema eterno de discusión es: ¿dónde ubicar el placer: como medio en el acto procreador o como objetivo en sí? La mayoría de estos aspectos son generalmente muy poco explícitos cuando se trata la educación sexual, en la familia y en la escuela. Psicológicamente, no tiene mucho sentido reducirla a informar sobre la anatomía y la fisiología del aparato sexual si no se establece, en el ámbito de las capacidades cognoscitivas de los chicos y de las chicas, las conexiones que existen entre impulsos (motivaciones) sexuales, placer corporal y psicológico, identidad sexual, comunicación por medio del sexo, función social procreadora de la familia, orden social, salud, etc. Al menos los educadores deberían tener presente la complejidad del tema y tratar de esclarecerlo por ellos mismos. Un tema debatido es "de quién es competencia la educación sexual". Aunque es preferencia de la familia, la escuela puede aportar su parte y debe hacerlo. A continuación exponemos la opinión de un experto:

"La única manera de garantizar que la educación sexual llegue a todo el mundo es que sea una actividad considerada normal en el colegio. De hecho, las familias no garantizan la educación sexual adecuada de los hijos; además, la educación sexual dentro de la escuela es diferente. En la familia es incidental y parcial, y se prima el aprendizaje mediante los modelos y el control directo de las conductas. En el colegio predomina la transmisión sistemática y profesional de conocimientos, la educación sexual formal. Ambas son necesarias y se complementan" (Félix López, 1990).

6.5.El desarrollo de la identidad sexual

La Psicología del desarrollo tiende a tratar el tema de la identidad sexual y el de la experiencia psicológica del sexo por separado. Como ya hemos dicho, se considera la identidad sexual o de género como un proceso cognitivo, ubicado, por tanto, en la mente; la actividad sexual, en cambio, es corpórea y se encuentra vinculada a las emociones, sentimientos y sistemas motivacionales básicos. La separación entre las dos facetas no tiene razón de ser ni tampoco la tiene la "localización" respectiva. Un componente importante de la identidad sexual es, sin duda, la experiencia de actividades sexuales; y viceversa, la sexualidad (como ejercicio con asentamiento en el cuerpo) se vive de manera diferente, y se abre, con esto, el camino a la identificación sexual distinta que cada sexo construye de él mismo. Quizá en este díptico existen reminiscencias de la antigua tesis cartesiana cuerpo/alma. Ya que al situar ingenuamente el sexo en el cuerpo (en la "carne" como se decía antiguamente) se pasa por alto que las vivencias y la identificación sexual pertenecen, sobre todo, al orden simbólico. En otras palabras, la socialización es transcendental a la hora de contemplarse como hombre o como mujer y en la manera de experimentar el sexo como hombre o como mujer.
Desde el momento del nacimiento se inicia el proceso de socialización sexual. Se asigna un género al crío, de acuerdo con su genitalidad, lo que condicionará las percepciones, las actitudes y los comportamientos de los adultos con el bebé. Si se visten los niños y las niñas de manera diferente, a ellos se les percibe como más fuertes y a ellas como más delicadas, se les trata, incluso, de manera sutilmente diferente, etc. Probablemente este tratamiento discriminatorio unido a la importancia que la cultura humana en general otorga a la distinción entre sexos, da pie al hecho de que desde muy pronto los niños capten selectivamente los comportamientos y los rasgos que en todas las culturas diferencian a los hombres de las mujeres. Aquí es donde se debe dar entrada al orden simbólico; las características "propias" de cada sexo se despliegan como de marcas del camino que tiene que seguir el crío (equipado al nacer sólo con el sexo biológico) hasta ser plenamente hombre/mujer. Estas marcas comprenden desde el vestido, peinado, ornamentos, presentación corporal, ritmos de movimiento, expresión de sentimientos, etc., hasta los roles familiares y sociales que distinguen a la mujer del hombre en cada sociedad humana. Entonces, ¿no posee ningún papel importante la biología de los sexos en el proceso de la identidad sexual? Evidentemente sí, pero el problema radica justo en ponderar cómo se conjuga ésta con la educación y las pautas culturales a la hora de configurar la identidad.
A partir de los dos años, cuando aflora en los niños la capacidad para establecer categorías, éstos empiezan a verse a sí mismos como hombres o mujeres. Esto es lo que parece ser la base de la identidad del género o identidad sexual. Aquí hablaremos de un núcleo de autoidentificación más que de una identidad en el sentido pleno de la palabra. Esta última requiere que, además de decir de sí mismos "Yo soy niño / yo soy niña", empiecen a crear la representación de que todas las personas pertenecen a uno u otro género. Ahora bien, ¿esta categorización se establece socialmente sobre la base de los atributos sexuales o sobre la de rasgos de carácter social? Aquí se debe aclarar la distinción entre sexo y género. El concepto de sexo posee connotaciones biológicas y su referencia es la función sexual y reproductora. El concepto de género es sociocultural. "Utilizaremos el concepto de género, escribe Margaret Inton-Peterson (1988), para referirnos al complejo de creencias sociales, actitudes, conductas, ocupaciones y actividades, etc., típicamente asociadas a los hombres y las mujeres en una sociedad".
La psicología recurre a la noción de género, preferentemente a la de sexo, porque la distinción y clasificación de los miembros de una sociedad sobre la base de sus características anatómico-sexuales y función reproductora, aunque sea bien real, ha quedado reescrita, como un palimpsesto, por el aparato cultural. Las investigaciones de Inton-Peterson demuestran que los niños no recurren a los atributos sexuales (sin duda, no a los primarios pero tampoco a los secundarios, como los pechos, anchura de caderas, barba, timbre de voz, etc.) a la hora de identificar los sexos, sino que empiezan por el peinado: son niños las figuras con el pelo oscuro y liso, las niñas las que tienen el pelo claro y rizado. Si bien un estudio realizado en América del Norte no permite extrapolar esta conclusión a otros países o culturas, parece ser que esta caracterización está influida por los modelos estereotipados de niños y niñas de los programas televisivos (actualmente de amplia circulación en el mundo occidental).
Dentro de esta aproximación cognitiva en el desarrollo de la identidad de género, se postula que los niños adoptan un esquema básico que organiza, procesándolas selectivamente, todas aquellas características que distinguen y enmarcan a las personas de un sexo y del otro. La construcción de un esquema de género se podría entender como una redescripción de representaciones mentales. El esquema induce a valorar de manera más positiva todo aquello que se considera propio de su sexo y gran parte de sus intereses, actividades y preferencias se organizan alrededor de esta categorización y de conformidad con ésta. Evidentemente, los padres y educadores, los juegos en grupo y los medios de comunicación ejercen un papel relevante en este proceso de asimilación de los rasgos (bastante estereotipados aún) que definen cada género.
La Psicología del desarrollo ha investigado algunas de las características que perfilan sucesivamente este esquema cognitivo. Hacia los 7 años, la identidad sexual de los niños ha adquirido consistencia: son hombres o mujeres para toda la vida. A veces pueden constatar que los roles asignados a cada género son más o menos aleatorios pero, gracias a una mayor flexibilidad cognitiva, esto no cuestiona la identidad de género de las personas ni la suya misma. Igualmente, comprenden que su núcleo se encuentra en la biología de los sexos. La maternidad (con el halo del "misterio" que envuelve sus etapas: concepción, embarazo, parto, etc.) ocupa un lugar probablemente destacado por lo que se refiere a las niñas. En cualquier caso, esta mayor flexibilidad a la que aludimos no va acompañada habitualmente de flexibilidad de comportamiento seguramente porque la sociedad continúa reforzando la existencia de actividades e intereses sexualmente tipificados. De hecho, incluso en la prepubertad vuelve a aparecer una mayor rigidez comportamental en los roles masculinos y femeninos; la conformidad ahora parece más bien cumplir la función social de mantener las diferencias de sexo que la de preservar la identidad.
La tendencia a jugar e interactuar en grupos segregados –los niños y las niñas, cada uno por su lado– se acentúa a lo largo de los años de la enseñanza primaria. Entre las niñas predomina la relación de grupo reducido, amigas íntimas, mientras que entre los niños existen grupos más numerosos formando equipos o grupos para los juegos de competición. En este sentido, Maccoby (1988) sostiene que la segregación de sexos en estas edades viene motivada por el deseo de los chicos y las chicas, respectivamente, de no quedar "contaminados" con los intereses vinculados al otro género y también de evitar un posible compromiso romántico-amoroso.

El siguiente diálogo, captado en los vestuarios de una piscina, se dio entre tres niñas de unos 8 a 10 años.

Niña 1: ¿Vendrás después a dar una vuelta con nosotras?
Niña 2: Sí.
Niña 3: ¿No sales con Ricardo?
Niña 2: No. Ya no. Hemos roto.
Niña 3: ¿Por qué?
Niña 2: Es que sus amigos le presionaban mucho. Le decían que no saliera conmigo, que fuera con ellos porque se lo pasaría mejor. Pero yo le convenceré de que vuelva a salir conmigo.

A lo largo de la exposición ha quedado en el aire el tema de la interrelación entre la biología y la socialización en la adquisición de la identidad sexual. La cuestión es si las características biológicas diferenciales entre hombres y mujeres se traducen, de manera espontánea y desde muy temprano, en comportamientos diferenciados o bien en los comportamientos "propios" de cada sexo se configuran por la socialización y las pautas culturales. El tema no se puede tratar como alternativa, sino como una "composición" o interrelación. (Aún es menos fructífero plantearlo de acuerdo con cuánto –si más o menos– pesan los factores biológicos ante los de crianza y educación.) En los aspectos biológicos referentes al sexo se le concede especial relieve al papel de las hormonas sexuales tanto en la organización anatómica del aparato sexual como en las actividades sexuales propiamente dichas. Los biólogos están de acuerdo con el hecho de que "la dependencia del comportamiento sexual de los factores endocrinos parece disminuir a medida que se asciende por la escala filogenética, y existe un control hormonal mucho menos intenso en los primates superiores y humanos. Dicho de otra manera, la contribución proporcional de los factores hormonales y los que provienen de la experiencia se invierte en las especies superiores: aquí son estos últimos los que se imponen" (Leshner, 1978).

7.Altruismo y conducta prosocial. El desarrollo de los sentimientos y criterios morales

7.1.Introducción

La moral constituye una ordenación de las relaciones humanas con vistas a la cooperación. La moral crea un orden simbólico, ya que hace referencia inmediata a valores: lo que está bien o mal (en el ámbito de las relaciones humanas). El ser humano no nace "persona moral", los niños se convierten en personas morales en el proceso de socialización. Lo que complica las cosas es que se llevan disposiciones contradictorias en el "equipaje": unas altruistas, que inducen a la cooperación; otras egocéntricas, que desembocan en agresión. La educación moral se ve obligada a "no desviarse del camino" y cultiva las predisposiciones biológicas empático-altruistas. Esto por lo que se refiere al dominio de las actitudes. La educación moral también incluye aspectos racionales: conocimientos de lo que es moralmente correcto dentro de cada sociedad humana y capacidad de razonar cómo se aplican los principios de conducta moral aprendidos. Todo esto provoca que en el estudio del desarrollo moral confluyan los dominios social e individual, el de los sentimientos y la razón.

7.2.El altruismo y la competición en la naturaleza y entre los humanos

Con frecuencia, la psicología evolutiva trata de buscar en la naturaleza (en el reino animal) las raíces profundas de ciertos comportamientos que exhiben los humanos. También hay pensadores que opinan que las inclinaciones morales (o, mejor dicho quizá, las intuiciones morales) son parte de nuestra dotación biológica. Las ideas de Rousseau están en consonancia con esto. En nuestros días, un premio Nobel, Sperry, ha hablado de "valores preferentes innatos" inscritos en nuestro sistema cognitivo-nervioso (Sperry, 1988). A pesar de esto, rastrear en la biología las raíces de la moralidad es una empresa ambigua. La etología ha estudiado a fondo tanto el comportamiento altruista de los animales como la competición y la agresión entre éstos. Los comportamientos existen porque son adaptativos para los individuos; también todos éstos se encuentran regulados por mecanismos que difieren notablemente a medida que se asciende en la escala filogenética. Por lo tanto, no sirve establecer sólo comparaciones entre comportamientos (aunque se supone que sean adaptativos) sin tener en cuenta la variedad de animales y nichos ecológicos que hay y, al mismo tiempo, la sutileza de los mecanismos que funcionan desencadenándolos y bloqueándolos. Por razones más ideológicas que biológicas, el evolucionismo darwiniano remarcó la competición: la supervivencia "del más apto", que entonces se interpretó como supervivencia "del más fuerte". La agresividad produce beneficios, está, pues, "justificada"... Sin embargo, ¿por qué no se hace un elogio paralelo del altruismo y la cooperación, gracias a los cuales las especies también sobreviven y se perpetúan?
La perspectiva sistemática en biología y psicología nos depara algunos elementos de interpretación de los comportamientos, tanto cooperativos como competitivos, al margen de prejuicios biológicos. Los seres vivos son sistemas abiertos que crean redes de intercambio en su entorno. En las especies superiores se privilegian las transacciones que establecen con los congéneres: de este modo nace la sociabilidad. Cada interacción "positiva" entre dos individuos es un paso hacia adelante en su desarrollo y en la realización del nicho ecológico que comparten. "Los fenómenos sociales, escribe el biólogo chileno Humberto Maturana, surgen de la recurrencia de interacciones en la que, como consecuencia de la congruencia estructural entre los participantes, se abre mutuamente un espacio de existencia en la convivencia" (Maturana, 1983). Aquí tocamos de lleno el tema de la cooperación que se encuentra en la base del grupo familiar, del trabajo y de la expansión de la cultura humana. A pesar de esto, también existe la competición: ¿cuál es su lugar en este enfoque? La competición, tomada en el sentido antagónico absoluto (o tú o yo) es letal. Sin embargo, dentro de la multiplicidad de interacciones, en la red social, se pueden dar conflictos de intereses (alimentarios, sexuales, territoriales y otros) y surgir la competición en un dominio concreto. No obstante, es inaceptable el hecho de considerarla como "ley de vida". En expresión del mismo Maturana, "la competición es constitutivamente destructiva, porque consiste en la negación de un espacio de coexistencia para el otro".

7.3.El desarrollo de la empatía, altruismo y prosocialidad en los niños

La empatía es una reacción emocional que te hace sentir "conmovido" y partícipe de los sentimientos que abruman a alguien. En los estados más avanzados, implica ponerse en el lugar del otro, es decir, asumir el papel (aprehensión de la situación, expectativas, reacciones, etc.) en la situación concreta. Muchos psicólogos sostienen que existe en los niños una empatía precoz hacia las personas, que es la base del comportamiento altruista que más tarde despliegan. La empatía constituye, para los niños, una de las vías de entrada al mundo mental de las personas.
Entre los psicólogos que han estudiado seriamente la empatía y su desarrollo en los niños se encuentra Martin Hoffman (1975 y publicaciones subsiguientes). Su teoría trata de conciliar las dimensiones afectivas de la empatía con las cognitivas. Para Hoffman, la reacción empática se produce espontáneamente y antes de toda evaluación racional de la situación en la que se encuentra el otro; poco a poco, los factores cognitivos la modulan. Este autor señala que los niños de meses sintonizan fácilmente con los estados de aflicción o de alegría que perciben en los otros. Sin embargo, sólo en la medida en que empiezan a desarrollar el sentido del "yo" y, de manera simultánea, el del "otro", son capaces de reaccionar confortándole o compartiendo la satisfacción. Al principio, este compartir adopta maneras rudimentarias. Por ejemplo, si un pequeño llora desconsoladamente, el niño que empatiza con él se puede quedar quieto mirándole o se puede acercar a acariciarle o darle lo que tiene en la mano.... Ya a los 2 o 3 años, los niños captan que los otros tienen sentimientos y que éstos son diferentes a los suyos. O sea, que las alegrías y las penas tienen fuentes diferentes. Los críos se empiezan a abrir camino en las mentes de los otros (teoría de la mente) mediante su experiencia de las emociones propias y ajenas; de este modo surgen las razones de compartir sentimientos. Por ejemplo, un niño ahora puede comprender la vergüenza o la rabia de otro que ha sido reñido por un adulto. Los niños empatizan con personajes imaginarios de narraciones infantiles o con personas reales que describen en situaciones que inducen a afligirse o a alegrarse. A partir de los 6 o 7 años, la mente de los niños se abre a la comprensión de situaciones que afectan globalmente a muchas personas: pobreza, hambre, enfermedades, etc. Sin duda, los medios de comunicación poseen un papel importante. La reacción y comentarios de los padres ante documentales e informativos tiene un gran peso en la aprehensión de estas situaciones y la reacción empática que evocan.
Hace pocos años que ha surgido la noción, entroncada con la empatía y mucho más operativa, de prosocialidad. El adjetivo "prosocial" se acuñó como antónimo de antisocial y la idea que ha guiado a los psicólogos a elaborarlo ha sido la de fomentar, mediante la educación, comportamientos de tipo altruista, es decir, acciones que benefician a las personas con quienes uno entra en relación, sin que ello implique necesariamente un beneficio concreto para quien lo ejecute.
"Son comportamientos prosociales aquellos que, sin buscar recompensas externas, favorecen a otras personas o grupos o la consecución de objetivos sociales; son los que aumentan la posibilidad de generar una reciprocidad positiva de calidad, solidaria en las relaciones interpersonales o sociales consiguientes, al mismo tiempo que salvaguardan la identidad, creatividad e iniciativa de los individuos o implicados" (Roche, 1995).
La noción de conducta prosocial es operativa, se plasma en programas de optimización del comportamiento con niños y adolescentes, y fomenta la práctica de conductas cooperativas. La psicología social aplicada ha demostrado que la eficacia y el rendimiento, tanto personal como colectivo, se ven favorecidos por la convergencia de intereses y acciones. Incluso si adopta una perspectiva estrictamente conductista, el comportamiento prosocial se puede considerar como un factor potente de extinción de la agresividad o violencia, dado que es una de sus alternativas o es incompatible con éstas. La prosocialidad guarda relación con la actitud de "consideración a los otros". La formación en la prosocialidad recupera la dimensión reguladora de la convivencia y el respeto hacia los otros que tenían las normas de "educación", supera la rigidez formal y la inviste de razones psicológicamente plausibles para su puesta en práctica.
La antítesis del comportamiento altruista y prosocial es la violencia. Es oportuno reflexionar sobre la violencia entre compañeros de colegio. Ésta, que crece día a día en el ámbito escolar, no se reduce a las conocidas peleas: en forma de maltrato, fustigación, intimidación, insultos, motes, rechazos, etc. "Se trata de situaciones en las que uno o varios escolares adoptan como objeto de su actuación e injustamente a otro compañero o compañera, le someten durante un tiempo prolongado a agresiones físicas, burlas, fustigación, amenazas, aislamientos, etc. y se aprovechan de su inseguridad, miedo y dificultades personales para pedir ayuda o defenderse [...] El sujeto se ve en una posición de víctima de la que no puede escapar por medios propios. Esta situación destruye, lenta pero profundamente, la autoestima y la confianza en sí mismo del escolar agredido; puede llegar a desencadenar estados depresivos o de ansiedad permanente que, como mínimo, dificulten la adaptación social y el rendimiento académico y, como máximo, le pueden llevar al suicidio" (Ortega, 1994). Esta relación entre agresor y agredido ha sido denominada por los ingleses bullying (de bull, 'toro') y surge metafóricamente la "embestida" que sufre la víctima por parte del intimidador a quien se le puede calificar de "machote" o "chulo".
Olweus (Ortega, 1994), que ha sido desde Escandinavia uno de los pioneros en el estudio de la violencia entre compañeros de escuela, atribuye a los niños maltratadores dos perfiles de personalidad diferentes. Unos son los propiamente denominados "machotes", propensos a la agresión física o al insulto brutal; otros utilizan técnicas más sutiles de intimidación que manejan, ya personalmente, ya por medio de comparsas de la banda intimidatoria. Las víctimas, también descritas por Olweus, son niños o niñas más débiles o torpes, poco populares entre sus compañeros, con poca gracia para el trato social y con una percepción baja de su capacidad para repeler al ataque o acudir a quien les pueda ayudar. No os penséis, finalmente, que el panorama de la violencia escolar se concentra en grupos escolares de barrios de clases poco favorecidas o marginales; cada vez pasa más en colegios privados con desconocimiento de los educadores que quizá no llegan a penetrar en la tremenda dinámica social que existe en el grupo del aula. Por otro lado, al analizar la violencia escolar, concentrarse en la personalidad de "verdugos" y "víctimas" sin tener en consideración, al mismo tiempo, el entorno social (los ámbitos o microsistemas) en el que crecen unos y otros es falsear la cuestión. Parte de la etiología de estos comportamientos, como señala Rosario Ortega (1994) residen en la violencia estructural de las instituciones en las que está enmarcado el desarrollo social de nuestros niños y niñas.

7.4.El desarrollo de la moralidad

El desarrollo de la moralidad constituye una faceta importante de la socialización en los valores. Éste comporta la interiorización de unos principios que orientan la conducta del sujeto agente moral. Ahora bien, éstos se trasladan en acto moral en determinadas situaciones con sus actores, su drama y las consecuencias que reporta la acción.

Si bien el acto moral es, en principio, una manera de cooperación, alimentada por sentimientos de empatía y prosocialidad, no cualquier forma de ayuda es equívocamente moral (¿lo es refugiar a un terrorista a quien la policía le sigue los pasos?); no cualquier acción compasiva es moral (¿lo es ejecutar una expropiación de bienes a quien los necesita para vivir?). Temas de tanta actualidad como el aborto y la eutanasia plantean intensos dilemas morales.

Cualquier acto moral aparece en una encrucijada: el actor y su situación. La decisión moral es, por un lado, cuestión de reglas y principios pero también requiere básicamente una interpretación de la circunstancia con los antecedentes y consecuencias para el mismo actor y para otras personas. En la decisión moral interviene, además, un yo comprometido psicológicamente, que se exige coherencia entre unos principios que ha interiorizado y el acto que realiza, un yo involucrado también en los sentimientos de autocomplacencia o culpabilidad que resultarán de aquel acto.

De Louis Pasteur se dice que le llevaron de Rusia (Siberia) unos paisanos que habían sido mordidos por los lobos y habían contraído la enfermedad de la rabia. Pasteur les atendió con todos los medios que tenía al alcance en aquel entonces, pero pronto se vio que estaban condenados a morir de manera irremediable. Noche y día, los gritos de aquellos agonizantes resonaban en el recinto donde estaban confinados. Pasteur ordenó que se les diera una dosis letal, esta decisión se relaciona con lo que hoy día conocemos por eutanasia. Claramente, aparecen los elementos que integran el acto moral; un actor y una norma social inequívoca: no matar; una interpretación de la situación de sus consecuencias; el conflicto de coherencia interna entre el principio de primacía de la vida humana ante la muerte irremisible; la compasión ante sufrimientos inevitables; sentimientos ulteriores por aquella decisión, etc. ¿Cómo sopesó Pasteur todo aquello a la hora de tomar la decisión?

De todo esto se extrae que lo que vagamente denominamos desarrollo de la moralidad es un tema enormemente complejo. Una de las facetas es el desarrollo de la capacidad de tomar decisiones en situación de conflicto moral en el que entran factores múltiples. En primer lugar, son decisiones que conciernen al orden moral y los niños tienen que distinguir este orden del de las otras normas sociales de convivencia cotidiana. En segundo lugar, las decisiones morales comportan una interpretación de las circunstancias y previsión de las consecuencias. En tercer lugar, son decisiones en las que influye el sentimiento de culpabilidad por la transgresión o por las consecuencias nocivas que el conflicto comporta. En cuarto lugar, las decisiones morales se ajustan a principios y reglas de acción moral que las concretan. En quinto lugar, la decisión moral se enmarca dentro de la acción cooperativa; por lo tanto, guarda relación con el altruismo, la empatía y la prosocialidad. La psicología evolutiva casi no ha hecho caso a los tres primeros aspectos consignados. Tradicionalmente, se ha centrado, por influencia de Piaget, en el tema de los criterios de decisión moral (cuarto aspecto) y algunos autores han desarrollado el tema de los fundamentos empáticos altruistas de la moral (segundo aspecto). Nos centraremos en estos dos últimos temas, empezando por el último.

7.5.La dimensión altruista y empática en el desarrollo moral y Hoffman y Rawls

La explicación de cómo adquieren los niños la capacidad de decisión moral de acuerdo con los sentimientos altruistas innatos en la especie humana tiene en Hoffman al principal expositor. En su teoría del desarrollo moral, este autor agrupa y amplía las ideas que esbozó, en primer lugar, en el análisis de la empatía infantil. En particular, insiste en el conocimiento que desarrolla el niño sobre las personas. En la línea de Piaget, subraya la importancia que adquiere la coordinación de las perspectivas de los actores, de manera que lleguen a establecer formas de cooperación en la que obligaciones y ventajas queden equilibradas. Aquí hay una alusión velada al proceso de disolución del egocentrismo infantil ("descentración"). Frente a enfoques cognitivos que implican que la moralidad la construye el niño reflexionando sobre sus experiencias, Hoffman recalca la importancia de la labor socializadora de los padres cuando hacen reflexionar al niño sobre la proyección de sus actos y las consecuencias que comportan: el discurso de los padres (y profesores) despierta sentimientos y transmite conocimiento.
Otro autor afín a Hoffman es el filósofo moral John Rawls, muy influyente entre los psicólogos. Su planteamiento, resumido por Rest (1983), es que la motivación moral no descansa únicamente en la lógica de la cooperación, sino que también se despliega a medida que los niños tienen una experiencia del amor, de la fidelidad y la generosidad que comporta la vida en común en el orden de la justicia. Los inicios de la moralidad se encuentran en las vivencias que el niño tiene del amor que sus padres le profesan, en el reconocimiento del cuidado que tienen de él y sus preocupaciones por su bienestar; en justa reciprocidad, el niño quiere a los padres, acepta las directrices y busca satisfacer los deseos. En un segundo período se abre a la experiencia de una comunidad más extensa (el barrio, la parroquia, el círculo de amistades, familiares...) y advierte que sus miembros se toman seriamente las obligaciones y tratan de seguir los ideales. Entonces, el niño desarrolla respeto, confianza y un sentimiento de comunidad con aquellas personas que le incitan a asociarse con ellas. Más adelante, a medida que el niño se percata de que existen contratos sociales que están gobernados por los principios de justicia y que procuran su bien y el de aquéllos a los que quiere, se abre a los ideales abstractos de la cooperación humana. "Es significativo", comenta Rest, "que Rawls ponga por delante la experiencia de la vida y los beneficios de los que disfruta la comunidad donde reina la justicia y sólo más tarde la comprensión cognitivo-social y el compromiso". Con esto, Rest alude al intenso sesgo cognitivo que caracterizó el estudio del desarrollo moral infantil desde el inicio: en 1932 Piaget con su clásico Le jugement moral chez l'enfant y posteriormente Kohlberg con los trabajos importantes a partir de los años cincuenta.

7.6.El desarrollo de los criterios de decisión moral: teorías de Piaget y Kohlberg

La aproximación al estudio de la socialización moral del niño ha tenido, prácticamente hasta hace pocos años, a Piaget y a su obra mencionada como referencia fundamental. En ésta sobre todo se interesa por el proceso de acatamiento y práctica de las reglas y, paralelamente, por la manera como los críos toman conciencia del fundamento social que les justifica racionalmente. "Toda moral", escribe al inicio del libro, "consiste en un sistema de reglas y la esencia de la moralidad radica en el respeto que el individuo adquiere de estas reglas". Ahora bien, ni los niños entienden, de entrada, lo que los adultos denominan reglas ni, a medida que las entienden, las cumplen por los mismos motivos. En otras palabras, las razones que ofrecen del cumplimiento de las reglas varían de manera evolutiva. Piaget tuvo la genial idea de plantear el tema de las reglas en el ámbito infantil del juego y, de este modo, dedicó muchas horas a continuar el juego (de las canicas) con niños de diferentes edades, con quienes conversó y, a ratos, jugó. Sus observaciones son tan ricas como variadas.
En la práctica de las reglas, Piaget constata que existe una evolución psicológica en el niño que le lleva a no practicar ninguna de éstas (no hay regularidades en su manera de jugar) a una lucha entre los puntos de vista de los jugadores que da paso a acuerdos cooperativos para concluir, finalmente, en una codificación negociada de las reglas. Por lo que se refiere a la conciencia de por qué se tienen que cumplir las reglas, Piaget observa también una evolución: al principio, la regla es algo intocable y coercitivo: "Toda modificación equivale a una transgresión". Más tarde, la regla se percibe como un "acuerdo" consensual: "Se puede transformar con la condición de que la opinión general lo consienta". De todo esto, Piaget concluye que existen dos tipos de moral: la de la coerción y la del consenso cooperativo. La primera la denomina heterónoma, es decir, su significado se impone a la conciencia desde el exterior; de hecho, viene impuesta por la autoridad del adulto. La segunda, la autónoma, nace de dentro y se ha gestado en el seno de una reflexión e intercambio de puntos de vista entre iguales. La búsqueda de consenso orienta la mente de los niños hacia las nociones de reciprocidad e igualdad. De aquí surge el sentimiento de justicia. Piaget ubica la etapa de la moral heterónoma entre los dos y los siete años y la pone en relación directa con el egocentrismo que predomina en esta fase de la vida. De todas maneras, la noción de egocentrismo, como caracterización global de una manera mental de operar entre los 2 y los 7 años, no es aceptable (recordad las experiencias de Margaret Donaldson). Por lo que respecta a la reciprocidad de puntos de vista que caracteriza la etapa de la moral autónoma, Piaget la pone en relación con la reversibilidad, un esquema mental típico de lo que después denomina período de las operaciones concretas, que se inicia justamente hacia los 7 años.
En América del Norte, Lawrence Kohlberg (1969 y otras publicaciones) ha sido el investigador más autorizado en el tema de desarrollo moral, aunque después han aparecido muchos otros (Rest, Turiel, Lickona, etc.). Kohlberg adopta el marco teórico piagetiano. Su centro de interés es cómo se desarrollan en las personas (niños y adultos) los criterios mediante los que tomarán decisiones de acuerdo con los valores morales. Kohlberg concibe estos últimos valores como representaciones internas, socialmente imbuidas, que establecen lo que "está bien". Al tratar los aspectos sociales de la moralidad (interiorización de normas morales), Kohlberg afirma que su desarrollo acompaña el desarrollo del "yo" (identidad) que adopta actitudes de otros "yo" (el "otro generalizado" de G.H. Mead). También reconoce que en el desarrollo moral se encuentran involucrados los motivos y el afecto, pero acaba concluyendo que el progreso en los estadios de tomar una decisión moral viene determinado por los cambios estructurales en la manera de pensar. En una palabra, incluye el desarrollo moral en el tronco cognitivo y lo supedita a éste.
El método de trabajo de Kohlberg consistió en presentar a una población amplia y variada una serie de dilemas morales; pedía a los sujetos que se pusieran en la piel del protagonista y que razonaran la decisión que adoptarían en su caso. Un ejemplo de dilema moral citado con frecuencia es éste:

Una mujer estaba desahuciada a causa de un cáncer en estado avanzado. El marido se enteró de que existía un medicamento, recién descubierto, que según los médicos la podría salvar. La elaboración era muy cara, el descubridor (un farmacéutico) multiplicaba por diez su coste y vendía la unidad a 100.000 u.m. El marido de la enferma, cuyo nombre era Heinz, no poseía los medios suficientes y buscó ayuda por todos lados consiguiendo reunir únicamente 50.000 u.m. Fue a ver al farmacéutico a quien le explicó la gravedad de su mujer y le suplicó que le vendiera más barato el medicamento o que le dejara pagar el resto más adelante. El farmacéutico se negó: "Soy quien ha elaborado el producto y quiero ganar dinero con su venta". El señor Heinz, desesperado, forzó la farmacia por la noche y robó el medicamento que necesitaba su mujer.

Como resultado de sus trabajos, Kohlberg propone que el desarrollo moral pasa por seis estadios sucesivos. Cada uno de éstos se encuentra caracterizado por una especie de predisposición u "orientación mental" del actor moral. Los estadios se tienen que entender en el sentido más estrictamente piagetiano, o sea, cada uno esconde una estructura de enjuiciamiento moral, cada uno supone una reestructuración de los que están por debajo y estos estadios son extensibles a toda la humanidad. En la teoría de Kohlberg, los juicios morales se encuentran íntimamente relacionados con el nivel operacional de los estadios del desarrollo propuestos por Piaget.
Kohlberg. Estadios de desarrollo moral
  • Nivel premoral (inteligencia sensoriomotriz)

  • Nivel preconvencional (pensamiento preoperacional)
    Estadio 1. Castigo y obediencia. Heteronomía
    Estadio 2. Propósitos instrumentales de intercambio. Individualismo

  • Nivel convencional (pensamiento operacional concreto)
    Estadio 3. Conformidad interpersonal y expectativas mutuas
    Estadio 4. Equivalencia de moral y legalidad

  • Nivel posconvencional (pensamiento operacional formal)
    Estadio 5. Contratos sociales y derechos individuales
    Estadio 6. Principios éticos universales

Aunque el trabajo de Kohlberg es monumental (hizo estudios transculturales, continuó la evolución del pensamiento moral en un grupo control durante veinte años), sufre varias limitaciones. La más evidente es estar excesivamente relacionada con la teoría racionalista de Piaget y articularlo casi de manera exclusiva sobre el progreso del pensamiento lógico. Otra limitación emana del instrumento de obtención de datos: la entrevista. A ninguno se le escapa la distancia entre lo que el sujeto opina que se debe hacer y lo que realmente haría inmerso en la misma circunstancia que el personaje del dilema. Además, analizar su contenido es arduo y de resultados inciertos. Los estadios son sólo un reflejo pálido de la gran complejidad de los juicios y decisiones morales. Recientemente, se ha puesto de relieve otra limitación de orden más filosófico que metodológico. Ante la premisa de que la justicia distributiva y la ética del deber son las fuentes indiscutibles de decisión moral, una nueva corriente de pensamiento se cuestiona si no existen, además, otras motivaciones en la relación social que sirven de marco a decisiones de este tipo. Concluiremos este apartado con una breve reflexión sobre el tema.

7.7.Los vínculos afectivos interpersonales y la responsabilidad moral

En sus Investigaciones sobre los dilemas morales, Carol Gilligan (1982, 1988), psicóloga de la Universidad de Harvard y discípula de Kohlberg, llega a la conclusión de que hay "voces" que disienten de la perspectiva de los maestros Piaget y Kohlberg. Gilligan está de acuerdo con este último en que en toda decisión, la responsabilidad del agente moral va más allá de lo que concierne puramente a "ser honrado", es decir, a cumplir con lo que dicta la justicia y el deber.
La responsabilidad moral no es sólo concebible en términos de dar a cada uno lo justo sino también en los términos de responder a la llamada de los otros: tener cuidado, preocuparse del bienestar de aquellos a los que uno está vinculado.
Gilligan recupera por aquí la veta profunda que vincula la moral a los sentimientos de empatía, altruismo y vinculación que les concede un aire renovador de forma sugerente.

"A la pregunta '¿qué es para ti la responsabilidad?' una estudiante universitaria contestó: 'Responsabilidad es asumir un compromiso (commitment) y cumplirlo'. Esta respuesta refleja la noción común de responsabilidad como compromiso personal y obligación contractual. Una concepción diferente es la que aparece en boca de otra estudiante: 'Responsabilidad es cuando tú eres consciente de los demás y de sus sentimientos... Es considerarse a uno mismo al mismo tiempo que observas a los demás que te rodean, y ver qué necesitan y qué necesito yo... tomando iniciativas'. En esta concepción alternativa, responsabilidad significa actuar respondiendo a las relaciones; ahora, el yo –como agente moral– toma la iniciativa, adquiere conciencia de las necesidades y las responde." (Gilligan y otros, 1988)

Gilligan sitúa la raíz de la moral tradicional –la de la justicia– en las experiencias de los pequeños, indefensos y sometidos a la autoridad de los padres: el impulso moral que incita a preocuparse y cuidar de los demás nace, en cambio, de la experiencia del vínculo afectivo. En nuestro mundo ha prevalecido la visión moral de la justicia porque parece que es la más urgente para poner límite a las secuelas del individualismo, autonomía y autorrealización independiente que caracterizan al prototipo de hombre en nuestra cultura. Sin embargo, existe otra vertiente del yo-en-relación-: es la que propone que los vínculos afectivos y la interdependencia son también dimensiones primordiales de la experiencia humana, mantener el tejido relacional es tan urgente como respetar los principios de equipamiento. De aquí nace la moral de "cuidar de los otros". Es muy significativo que sea la voz de las mujeres, a la que nuestra tradición casi no había escuchado, la que haya puesto de relieve esta otra orientación, base de decisiones morales. De hecho, la moral de la justicia y la moral "de cuidar de" no son excluyentes sino que están profundamente compenetradas (como los sexos que las abanderan): muchos actos de justicia y de cumplimiento del deber son expresión de la preocupación por los otros y la satisfacción de sus necesidades; recíprocamente, dedicar afecto a las personas con quienes uno está vinculado y no abandonarlas en su necesidad es una manera de justicia distributiva.

Quizá esto se aprecia con más claridad en contraejemplos como el abuso sexual o los maltratos a los niños. ¿Son inmorales porque son radicalmente injustos o porque son un atentado a la relación parentofilial y, por lo tanto, al vínculo afectivo que la debe presidir? Lo mismo pasa con el racismo. ¿Es inmoral porque niega la igualdad y los derechos de algunos individuos de la raza humana o lo es porque rompe el tejido de coexistencia humana por las matanzas étnicas que continúa provocando?

Las investigaciones de Kohlberg, las matizaciones de Gilligan a sus dilemas y la manera de afrontarlos los interlocutores nos hacen ver que el nudo de los problemas éticos es el conflicto de lealtades y que para resolverlo no disponemos de una regla segura. En otras palabras, la ética es un dominio de opciones en el que no existen principios inapelables (a excepción, quizá, del valor de la vida humana), sino orientaciones, y que, por lo tanto, la decisión moral se toma a veces en la incertidumbre y la ambivalencia. La aportación de Gilligan, en concreto, demuestra que para responder a los hipotéticos dilemas morales, el interlocutor los tiene que reconstruir como un episodio en el que él o ella sean protagonistas, lo que equivale a contextualizarlos y darles una estructura narrativa.

Actividades

1. Se pueden dar diferentes definiciones o aproximaciones a la socialización. De hecho, el texto da pie a pronunciar este concepto de maneras (aparentemente) diferentes. Mostrad el hecho de que unos y otros dicen aproximadamente lo mismo.
2. La socialización es un proceso permanente. También es recíproco, es decir, los padres son socializados por los hijos. Mostrad las dos cosas.
3. En unos cuantos sitios se menciona la idea de "representación social de la segunda infancia". ¿A qué hace referencia?
4. Control de los niños... Discusión de lo que puede significar este concepto en la práctica. ¿Tiene relación con la disciplina? Si suponemos que sí, ¿disciplina equivale a castigos?
5. Citad algún ejemplo (¿recuerdo de tiempos pasados...?) que hable de la cooperación entre hermanos.
6. En la actualidad existen formas nuevas de familia (monoparentales, padres homosexuales, etc.) Plantead qué repercusión puede tener esto en la socialización (educación) de los niños y niñas.
7. La familia y la escuela constituyen el mesosistema según Bronfenbrenner. ¿Qué es el mesosistema? Poned unos cuantos ejemplos de la influencia recíproca entre familias y escuela.
8. La escuela hace un uso abundante de lo que Vygotsky denominó instrumentos de mediación semiótica. Por ejemplo...
9. ¿Qué significado se debe dar a la expresión socializar la mente? ¿Es que la mente se hace social?
10. En el juego de fantasía en el que se entregan los niños en grupo se percibe bien que no son tan egocéntricos como supone Piaget. ¿Estáis de acuerdo?
11. Muchos claman contra la televisión porque su influencia –dicen– es negativa. Pero la televisión tiene también su parte positiva. Comentad los dos aspectos.
12. El conocimiento social hunde sus raíces en la intersubjetividad. Comentadlo.
13. Los niños y niñas desde muy pequeños dan muestras de conocimiento social. ¿Cuáles pueden ser las más tempranas? Comentad cómo los adultos captamos que lo adquirimos.
14. La cita de Marilyn Shatz muestra cómo contribuye el lenguaje al conocimiento social y cómo, recíprocamente, el conocimiento social incide en el lenguaje. Es un bucle. Explicad por qué es un bucle.
15. A propósito de la anécdota de la hija de Piaget, Jacqueline, ¿por qué el hecho de aludir a alguna cosa (ante un interlocutor) entra dentro del conocimiento social? ¿Qué mecanismo intermental implica la alusión?
16. ¿Qué es la "teoría de la mente"?
17. No es la misma operación mental la que da cuenta del hecho de que...
a) los niños saben qué es "tener un deseo".
b) los niños saben explicar qué es "tener un deseo".
Aclarad esta distinción recurriendo a la noción de representación mental y sus dos niveles.
18. Estableced unos cuantos de los pasos o hitos en la construcción de la identidad a partir de la interacción social.
19. ¿Cuál es la postura de Carol Gilligan con respecto a la construcción de la identidad?
20. En un sitio se afirma que "la identidad es una representación de representaciones". ¿Qué significado tiene eso?
21. El yo (la identidad) es también narración. ¿Qué significa eso de que la identidad es un "cuento", una "novela", una "historia", etc.?
22. Si el yo (identidad) se construye a partir de los otros, ¿se trata de algo que nos dejan y después hemos de devolver? ¿Hasta dónde depende de los otros? ¿O hasta dónde es nuestro?...
23. En el texto, las emociones se tratan como excitaciones (nerviosas, fisiológicas, etc.) y en otros cursos ya se ha tratado este aspecto. Esbozad una síntesis. Presentad argumentos de que es un enfoque incompleto, que las emociones y su expresión tienen también funciones sociales.
24. Mostrad cómo la inclinación por alguien, las expresiones emocionales (tanto de la criatura como de la madre) tienen una función de regulación social y también la tienen de regulación de estados internos (miedo, recelo, etc.). ¿Qué se entiende aquí por regulación?
25. ¿Se puede considerar el mundo de las emociones y el mundo de la mente cognosciente como dos cosas separadas, extrañas la una de la otra? Razonad la respuesta.
26. Recoged ideas dispersas en el texto que sirvan de base para afirmar que existe una socialización de las emociones. ¿Equivale esto a la afirmación de que "las emociones se experimentan (y se expresan) en circunstancias culturalmente modeladas"?
27. Si habéis tenido ocasión de leer el libro Inteligencia emocional, es un buen ejercicio considerar en qué aspectos se relaciona (coincide, se distancia) del contenido de este capítulo.
28. ¿Qué significa que el sexo es vivido de manera simbólica por los humanos?
29. Comentad, utilizando alguna anécdota, la importancia que tiene la mirada de los adultos (¡la mirada nunca es neutral!) en la socialización de la sexualidad infantil. Ah, ¿pero es que la sexualidad también es objeto de socialización?
30. ¿Cómo contribuyen a reafirmar la diferenciación sexual las películas o series infantiles (analizad algún ejemplo)?
31. Sobre la sexualidad infantil y su educación hay muchas opiniones. Desde los que dicen que es preferible dejar que la sexualidad infantil siga su curso espontáneo (y, por lo tanto, que no se debe dar una educación sexual), hasta otros a los que les parece inaceptable la "represión" de la sexualidad infantil, pero creen que, con todo, se debe encaminar. Hay quien opina que la educación sexual es competencia de los padres y no de la escuela... También hay quien piensa que la sexualidad es peligrosa (hay otros adjetivos, etc.) y que ha de estar necesariamente controlada desde la primera infancia. ¿En qué quedamos?
32. El desarrollo de la moralidad concierne a los sentimientos y a la razón. Especificad eso: ¿qué se entiende aquí por sentimientos? ¿Cuáles son algunas de las dimensiones racionales de la moralidad?
33. ¿Cuál es la originalidad de la aportación de Carol Gilligan al análisis del desarrollo de la moral?

Bibliografía

Bibliografía y referencias bibliográficas
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