jueves. 18.04.2024
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ENSAYO

Tachas 492 • Memoria de una pandemia • Noé Vázquez

Noé Vázquez

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Tachas 492 • Memoria de una pandemia • Noé Vázquez

En el libro de Esther Paniagua Error 404, se menciona el hecho de que el SARS-Cov-2 había sido profetizado por algunos científicos que alertaban que un contagio de esas magnitudes podía suceder. Hubo personajes como Bill Gates que en el 2014 también hicieron pronósticos apocalípticos sobre una nueva epidemia o una catástrofe global derivada de un virus o un coronavirus. Para Gates, la humanidad y las grandes potencias habían invertido demasiado dinero en crear el poderío nuclear para defenderse o para crear una impresión de fuerza, pero muy poco presupuesto en tratar de prevenir o erradicar un virus tan mortal como el Ébola, la influenza estacional o alguna de sus variantes y cepas. En ese entonces no estábamos preparados y tampoco ahora. Vendrán otras plagas. Los seres humanos y las sociedades aprendemos a partir de las crisis y sus mecanismos de shock. El Covid-19 fue una de esas oportunidades de aprendizaje que nos mueven a la crítica y al cuestionamiento acerca de si la humanidad en su conjunto está tomando las medidas correctas que aseguren su supervivencia como especie. 

Cuando llegó el virus, llegaron también las formas de medir la temperatura, de higienizar espacios, de controlar a la población. Poco a poco, empezamos a notar atisbos de una dictadura que nos confinaba o nos vigilaba. Vi a las autoridades indias golpear a sus ciudadanos que no respetaban el confinamiento obligatorio. Escuché en YouTube los lamentos de los enfermos por COVID que inundaban los ruidos de una oscura ciudad, las quejas que zombis que provenían de los enormes edificios en donde la gente moría en la más completa soledad. Vi ciudades vacías de habitantes y recuperadas por la fauna natural que comenzó a habitar los jardines, las fontanas, las plazuelas, las escaleras de los edificios públicos, tal y como en la película 12 monos de Terry Gilliam o 28 días de Danny Boyle.

Advertí en todo ello un parpadeo, una disonancia que nos pedía una pausa a nuestro  vértigo de consumo y producción, una situación excepcional, una manera de hacer un replanteamiento de lo que, hasta el momento, habíamos concebido como sociedad. Noté un dejo preapocalíptico en el ambiente, en la actitud un tanto sumisa y triste de los habitantes que se veían forzados recluirse, a no saludar, incluso renunciar a ir a sus trabajos, y las constantes campañas de los medios para quedarse en casa viendo televisión, jugando videojuegos, ensimismados en una vida personal que nos resultaba tan anodina. No hablo del Apocalipsis, no lo era, evidentemente. No estábamos en Soy Leyenda con Will Smith, pero tal vez estábamos en la antesala de la novela La danza de la muerte, de Stephen King. 

Hay en el ser humano una fascinación por el caos postapocalíptico, una necesidad mórbida de vivir en el mundo de Mad Max, furia en el camino, la búsqueda de ciertas formas de heroísmo: salvar el mundo y quedarse con la chica. Sin embargo, no hubo tal heroísmo, solo el reforzamiento egoísta de nuestra soledad y la explotación del temor a la muerte para no saludar o besar a los conocidos, de alejarse de los demás como si tuvieran la peste bubónica o la lepra, de ver los estornudos de los demás con aversión y asco, y miedo, sobre todo miedo. De no haber tomado las medidas necesarias, la pandemia pudo haber sido la destrucción del género humano más aburrida, lenta y desesperante que uno pudiera imaginar. 

A título personal, por primera vez tuve miedo de enfermarme y morir. Una muerte vulgar por no haber usado el barbijo o cubrebocas, por no haberme puesto gel antibacterial correctamente, por haberme llevado las manos a la nariz o la boca, por haberme tallado los ojos mientras viajaba en el microbús.  Visité la ciudad varias veces, contemplé su desolación y su vacío, las tiendas cerradas, los dependientes aburridos afuera de los negocios, esperando la señal para volver a abrir, cualquier cosa, un cataclismo, una acción del gobierno, otro sacudimiento que los hiciera despertar de ese letargo, de ese vacío global impuesto. Pero sobre todas las cosas, recuerdo el miedo. Moriría por el contagio, empezaría con una tos seca, fiebre, dolor de cabeza, dificultad para respirar, luego vendría la neumonía. Me llevarían a una deplorable clínica del IMSS en donde esperaría en una sala de urgencias los consabidos trámites burocráticos para pasar a consulta, probablemente me colapsaría en el asiento de la sala de espera ante la mirada consternada de los otros pacientes. Qué manera tan burda de morir. Pensaba en esto mientras viajaba a mi casa en los suburbios de la ciudad. Puse en uno del estado de mi Facebook: Ya no quise visitar la ciudad porque yo era la ciudad y la ciudad era una llaga.

La pandemia solo fue un impasse en nuestros esquemas de producción de bienes, en nuestra necesidad de consumir, de depredar, de acumular y de gastar. De nuestra ambición voraz e incesante de ganancias. Una reducción de la velocidad de nuestro carrera sin control hacia la destrucción de los recursos naturales del planeta. Ya habría tiempo de retomar la normalidad. Los analistas de la realidad empezaron a crear textos para entender la serie de eventos en los que vivíamos, uno de estos fue el improvisado Sopa de Wuhan que contó con la colaboración de, entre otros, Slavoj Žižek y Byung-Chul Han. Para un Žižek bastante optimista, el surgimiento del SARS-CoV-2 había sido un duro golpe estilo Kill Bill al capitalismo global, una forma de replanteamiento de nuestros esquemas de explotación, producción y comercialización. A partir de la pandemia, la humanidad se cuestionaría su propia vida y los engranajes del sistema. 

Conforme avanzó la emergencia sanitaria global nos dimos cuenta que nada de estas preconizaciones sucedería. Nadie se cuestionaría absolutamente nada. Lamento decir que el engranaje del sistema capitalista solo se fortaleció en algunos aspectos. Mientras la emergencia sanitaria comenzaba a hacer estragos en nuestra vida diaria, descubrimos que ningún país estaba preparado para afrontarla. Sí, tal vez hubo excepciones ejemplares en países asiáticos de naturaleza dictatorial que confrontaron la pandemia de una manera rápida y oportuna pero, en general, la danza de la muerte nos llegó por sorpresa, como si a nivel global se hubiera aplicado una terapia de shock para demostrarnos nuestra vulnerabilidad ante ciertos organismos zoonóticos como el SARS-CoV-2, que aguardan lentamente y por varios años en especies huéspedes como el pangolín, el murciélago, los pollos o los cerdos, para luego, entrar por la puerta principal y diezmar a la población.

Antes de la pandemia, los mismos sistemas de producción evadían la necesidad de tener más mascarillas, tanques de oxígeno, suministros médicos, camas de hospital, antibióticos y antivirales. Muchas compañías habían reducidos sus niveles de fabricación y almacenamiento al mínimo para eliminar sobreinventarios. Habían aplicado las teorías de la Toyota Co., su Just In Time para evitar a toda costa el stock en empresas privadas o públicas. Cuando llegó la tormenta sanitaria perfecta nos dimos cuenta de que no existían los suministros médicos necesarios para afrontar el fenómeno, para responder eficazmente a la contingencia.

Ese mismo capitalismo neoliberal, globalizado, telemático, instantáneo, consumista, conspicuo, derrochador, destructor del medio ambiente fue quien terminó por sacar tajada de toda la situación y, al mismo tiempo, el sistema creó la crisis de los microchips más tarde en el 2021 y el 2022. El diseño y la fabricación de microprocesadores es un fenómeno tan complejo que involucra a muchas empresas y a varios países. Este esquema global de producción abonaría más tarde a las tensiones diplomáticas entre los Estados Unidos y Taiwán. Taiwán es tan importante que, de su sola existencia depende una parte importante de la producción de microchips del mundo. Es cierto que muchos países pueden producir microchips de alta gama, pero también es verdad que no los pueden fabricar con la velocidad suficiente y con los estándares de calidad requeridos por la industria o a precios competitivo que deriven en ganancias. Resulta que los principales productores de microprocesadores localizados en China y en Taiwán empezaron a recibir una demanda exorbitante de micro transistores destinados al entretenimiento casero, la economía del ocio que es liderada por compañías como Microsoft, Nintendo, Sony, Apple, Samsung: llámese consolas de videojuegos, televisores inteligentes, tablets y teléfonos celulares, laptops, asistentes personales como Alexa y toda clase de artilugios.

Esta sobredemanda fue ocasionada por el confinamiento forzado que nos impedía salir a tomar aire y disfrutar de la naturaleza en donde hasta el fresco olor a monóxido de carbono hubiera sido reparador para nuestra psique ya dañada por el miedo a la muerte y un constante combate al aburrimiento a través del abuso de medios de comunicación, Internet y contenido en streaming. Esos artilugios que menciono requieren de microprocesadores más veloces y de gama alta y es, en este tipo de transistores, en donde muchas compañías como Intel o AMD tiene mayor margen de utilidad. Lo que sucede a continuación es que, esa sobredemanda lleva a los fabricantes a priorizar este tipo de chips por encima de la producción de otros microprocesadores de bajo rango destinados a sectores, como el automotriz. Esto, sumado a la poca existencia de impresoras litográficas de laser ultravioleta que son fabricadas en un solo país en el mundo: Holanda, por una sola compañía llamada ASML Holding. Estas impresoras son indispensables en la fabricación masiva de chips y su limitada construcción demanda de conocimientos de una gran variedad de disciplinas. Se crea un efecto dominó en donde muchas fábricas terminan paralizadas por la falta de suministros tecnológicos. Eso fue lo que sucedió el ramo automotriz, en donde muchos modelos salieron de la cadena de producción con algunas opciones limitadas y a la espera a que fueran a llamados a revisión para integrarlas más tarde.

David Harvey señala que hubo una contradicción entre distintos sectores del capitalismo: unos que se constriñeron y otros que experimentaron un auge insospechado. Si los restaurantes, las universidades y los centros culturales cerraron, las aplicaciones para economía de pequeños encargos o gig economy, tuvieron un auge insospechado. Amazon fue una de esas empresas beneficiadas con el confinamiento al aumentar de demanda de bienes a domicilio. Otras como Doordash, Rappi, Uber Eats, Instacart tuvieron una sobredemanda de ávidos clientes que entretenían el tedio en el consumo de alimentos. Al final, ese supuesto golpe no afectó en nada a los mecanismos económicos. Solo se crearon esquemas de compensación. Otra situación derivada de la pandemia tuvo que ver con la crisis de los fertilizantes y de los contenedores para transportar mercancías de un extremo a otro del planeta. Todo ello derivó en un aumento del costo de producción y la subsiguiente inflación global que afectó a muchos países. 

Este capitalismo extractivista se beneficia del daño al medio ambiente, de la invasión de espacios naturales que nos pone en contacto con especie que deberían estar aisladas de los seres humanos, como los murciélagos o los pangolines; este sistema toma ventaja de los monocultivos infinitos, del uso indiscriminado de agroquímicos como los neonicotinoides que han extinguido a muchas especies de insectos, de la promiscuidad en uno solo espacio en donde se confinan seres humanos y animales. Todo ello representa para algunos, uno de los culpables de que se halla potencializado la morbosidad de la plaga. Es en momentos de crisis cuando algunos países pueden estrechar el cerco de la aplicación del poder público, el control y la vigilancia estatal. Byung-Chul Han nos advertía en alguno de sus artículos de Sopa de Wuhan sobre la extrema vigilancia estatal de ciertos estados asiáticos y sus mecanismos de contención de la plaga. Nunca antes el estado tuvo acceso a la vida de privada de tantas millones de personas. Se habla de que solo en China existen 200 millones de cámaras, Byung-Chul Han nos advertía sobre esto en alguno de sus artículos sobre la extrema vigilancia de ciertos estados asiáticos y sus mecanismos de contención de la plaga. Nunca antes el estado tuvo acceso a la vida de privada de tantos millones de personas. El estado hipercapitalista y orwelliano encontró el pretexto perfecto para reprimir a todas horas. La tecnología creo el matrimonio feliz entre los avances ópticos de las cámaras y la inteligencia artificial que detecta quienes somos desde el primer momento. Al parecer, les funcionó. La epidemia pudo ser contenida en algunos países. El precio que tuvimos que pagar nos costó la libertad, la posibilidad de tener un espacio de intimidad y una esfera privada en donde nadie pudiera molestarnos. La globalización y el capitalismo pusieron el escenario, permitieron la apertura de las fronteras a los bienes de consumo, quitaron vallas a la comercialización, pero impusieron cercos a las personas. «Exceso de comunicación, exceso de producción, exceso de rendimiento», según Byung-Chul Han, que vino aparejado con un exceso de vigilancia y de control. Situaciones como el programa piloto de crédito social o de acumulación de puntos que premia o castiga a los desobedientes usando videovigilancia en combinación con big data en algunas provincias chinas es una característica sintomática del control que pueden ejercer los estados totalitarios en el mundo.  

Es verdad que el virus contagia a todos por igual sin distinguir origen social, pero también es cierto que una parte de la sociedad tuvo el privilegio de pasar el periodo de confinamiento haciendo home office, otra parte, no tuvo más remedio que salir y arriesgarse a contraer el virus. Otro elemento a considerar, el desempleo creado por la crisis. Un sector de la población tuvo los medios financieros necesarios y la seguridad para poder estar sin trabajar sin experimentar consecuencias graves, otro, tuvo que recurrir a amigos, prestamos, asistencia social. Los empresarios que cerraron sus negocios y plantas de producción tuvieron que declararse en quiebra, al final, quienes resultaron más perjudicados fueron los trabajadores y empleados. Si la crisis sanitaria creo un fenómeno de desempleo, es necesario que los países tomen medidas que beneficien a la colectividad.

La inmediatez telemática, la globalidad de las noticias y la sobreabundancia de información contribuyó a engrosar el ambiente con exceso de datos a partir del auge de Internet en la antesala el siglo XXI. Entender la realidad, esa realidad tan compleja, con tantos participantes, en medio de la inmediatez supone ignorar muchas veces una actualidad hecha de puro ruido insustancial que solo sobredimensiona y falsea los fenómenos que nos rodean. Se crearon noticias falsas o tendenciosas aprovechando la presentaneidad y el tumulto de información. No es tanto seguir la actualidad de una manera que nos desgasta la atención y nos agota en tiempo, sino quedarse con la información realmente valiosa luego de que los cazadores del clickbait han hecho sus abultadas ganancias y el hype de la noticia y el trending topic ha encontrado su cauce en ávidos consumidores de contenido de Twitter, Facebook, TikTok, Instagram. La sobreinformación nos daña y nos hace pensar que vivimos en ese mundo que Shakespeare veía lleno de «ruido y furia que no significa nada». Ese vértigo de golpeteos mediáticos en la mesa, de ruido insustancial, solo contribuyó a formar una nube de confusión. Para la posverdad, los hechos dejan de tener su dimensión como parte de la realidad y se convierten en señales que pueden interpretarse según el sesgo de confirmación cada quien. Una verdad al modo individual. Con la pandemia vino la infodemia: los promotores de las «verdades alternas» o alternative facts en un mundo hipercomunicado y móvil plagado por bulos y una inmediatez apabullante. Un mundo en donde la posverdad surge como una narrativa que solo confunde y distrae de los hechos duros y verificables. En esta época posfáctica solo cuentan las apariencias y la cultura del «Me gusta». La realidad pasa a segundo plano. 

Hay ciertas semejanzas entre el negacionismo y las teorías de conspiración. Las dos tendencias se abastecen unas de otras. Una lógica en la que cual solo es posible creer en la existencia del virus sí y solo sí se presenta en los términos dramáticos y fantasiosos que se les atribuye. Se aceptan los hechos solo en las demarcaciones espectaculares propias de una película de James Bond, con personajes maniqueos, héroes mesiánicos y gobiernos que desarrollan virus sintéticos y modificados genéticamente para diezmar a la población. Derivado de la mala interpretación de la realidad vino el fenómeno de los antivaxers, que si bien, no es algo nuevo, vinieron a reforzar sus tendencias en la abundancia de información y rumores. Los antivacunas, por más que reclamen un supuesto derecho a sus cuerpos y a la conservación de la salud en sus propios términos, ellos jamás podrán llegar al futuro con la frente en alto. Pensaron en su libertad, pero no en aquella de las mayorías. No supieron encontrar ese punto medio en donde resolvemos nuestra idea de justicia al equilibrarla con las necesidades los demás: el acceso a la salud sin restricciones de clase social, religión, raza o preferencia sexual. 

La pandemia solo nos hizo ver que podríamos superar la crisis sanitaria a partir de medidas que se instauraran de manera general a toda la población, siempre con acciones sanitarias  que redundaran en beneficio de la colectividad. Saldríamos de la crisis juntos, al unísono. Todos respetando los semáforos, no haciendo compras de pánico, guardando la distancia, confiando en el amplio consenso que tiene el conocimiento científico para aplicarse la vacuna sin importar la empresa fabricante. Los antivacunas, ignorantes de la historia y de los estatutos marcados por la ciencia médica, decidieron de una manera individualista y egoísta, hacer caso solo a sus propias voces. No voy a mencionar a los promotores de falacias que inundaron las redes y vendieron desinformación y falsos remedios cuya efectividad no tiene respaldo en estudios científicos. Hubo médicos que, haciendo caso omiso a las recomendaciones de la OMS, actuaron mal promoviendo el dióxido de cloro con el supuesto argumento de que ya había sido utilizado en el combate contra la malaria. ¿Dónde están ahora? ¿Siguen recetando panaceas? 

El periodo de excepción nos hizo concebir el fenómeno de nuestra propia mortalidad. Si hay algo que nos hace distintos del resto de las especies es que nosotros nacemos con un spoiler integrado: somos transitorios. Pero existen eventos que intensifican esa noción. Un solo microorganismo fue capaz de infundirnos la idea perturbadora de nuestra mortalidad, el miedo a no ser, a no estar aquí o de perdernos y perder a nuestra familia. Esa sensación de precariedad no nos abandonó durante estos dos años. Los días se hicieron grises, los recuerdos de nuestra vida pasada se volvieron entrañables y plenos de añoranza. Vimos esos viejos filmes en donde todos se saludaban y se abrazaban con una excesiva confianza. Habíamos perdido la inocencia. Ahora todo contacto estaba marcado por la suspicacia y la paranoia: «Alguien estornudó enfrente de mí», «¿Has visto que esa señora se niega ponerse el barbijo?», «Fulano intentó darme la mano y no se lo permití». 

Cualquier señal de enfermedad posible nos provocaba ansiedad. La temperatura que parece subir, una pequeña comezón en la garganta, la ausencia, aunque sea temporal del sentido del gusto o del olfato, el más leve dolor de cabeza. Inundados con una preocupación excesiva y un sospechosismo que lindaba la neurosis teníamos que salir a la calle para hacer las compras del supermercado. Nos invadió la paranoia de ser infectados y convertirnos zombis. Vimos a los nuestros caer poco a poco. El virus se llevó a los ancianos, a las jóvenes promesas de la poesía  y la narrativa, al autor consagrado que era nuestro amigo, a la tía lejana, a la abuela entrañable, a nuestros padres, al pariente cercano, al enemigo que no nos pudo perdonar, al tendero de la esquina que nos despachaba cigarros, al taxista que iba por nosotros. La muerte —su noción, su existencia, su concepto— se hizo posible y cercana, una realidad como una espada de Damocles sobre nosotros, sobre nuestra noción de felicidad y amor propio. Una posibilidad real que nos provocaba insomnios. Termómetros, oxímetros, glucómetros, baumanómetros, mascarillas KN95 se volvieron artilugios cotidianos. 

Nunca antes se abusó tanto de las metáforas relacionadas con el contagio, ese lenguaje del que ya hablaba Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas. Ese lenguaje militar que habla de antagonismos, de enemigos y aliados, de declarar la guerra, de campos de batalla. Combate al virus, medidas de protección, blindaje contra la enfermedad, lucha contra el virus, cuartel general de la OMS, fuerza del contagio, protección contra la pandemia, defensas contra del SARS-CoV-2, peligros de exposición, trinchera de los trabajadores de la salud, guerra al enemigo invisible —a decir de Macron─. El campo semántico de la guerra también fue el lenguaje de la propaganda estatal y corporativa.

Recordaré esta época por el fresco olor a durazno o limón del gel antibacterial que nos daban a la entrada de cada establecimiento comercial, esa sustancia que nos agrietaba las manos. Pensaré en la tristeza que tuvieron algunas calles, en el temor constante a la enfermedad, en los amigos que se alejaron, en las excusas que usábamos derivadas del confinamiento y la pandemia. Evocaré las anécdotas de algunos con respecto a su trato con el virus, sus procesos médicos, su recuperación y las secuelas que enfrentaron como esa somnolencia casi eterna, o los lapsus en la memoria y esa noción generalizada sobre nuestra fragilidad e impotencia frente a un mundo que decide pasarnos la factura por nuestra ambición y displicencia frente a los problemas ambientales. Esos años de confinamiento nos alejaron unos de los otros. Con el tiempo, el periodo de sana distancia llegó a su fin, pero se confundió con la indiferencia, el ninguneo, el desprecio, el ominoso olvido y el silencio. Al final, ya no pudimos distinguir la diferencia entre todo eso.




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