La primera explicación que da el hombre a cuanto le rodea suele tener todos los caracteres de lo mítico», según el historiador alicantino Francisco Figueras Pacheco. La «fake news» que el mismísimo Gabriel Miró difundió sobre el origen del turrón lo pone patéticamente de manifiesto. En efecto, según la ocurrencia divulgada por el célebre escritor, el dulce navideño por excelencia lo había inventado el pastelero Turrons durante la celebración en Barcelona del final de una epidemia de peste en 1703. Pero Figueras Pacheco, en La sabrosa historia del turrón y primacía de los de Jijona y Alicante, publicado en 1955, recogió pruebas de la existencia anterior del turrón de Alicante: por ejemplo, una crónica del deán Bendicho escrita cien años antes de lo de Turrons o un paso de Lope de Rueda donde los personajes se refieren a él ya en el siglo XVI. Como no consta que el público no supiera de qué estaban hablando, Figueras Pacheco infiere que el turrón de Alicante existía al menos desde el XV. Eso lo acerca a su supuesta filiación árabe -que suena también a mítica- y a un contexto donde el autor se siente ideológicamente cómodo: la Conquista de Granada, el Descubrimiento de América, la forja de la Unidad Nacional…

Para Figueras Pacheco, el turrón nació en Alicante. El dulce y la ciudad aparecen vinculados en los papeles más antiguos, aunque el propio libro sobre su «sabrosa historia» apunta que Alicante podría ser el puerto desde donde se comercializaba el turrón, más que el lugar donde se producía. En todo caso, una conspiración urdida en València acabó por hacerles la vida imposible a los confiteros alicantinos, cuyo saber acabó emigrando a Jijona: la prosperidad portuaria de Alicante, tras la Guerra de Sucesión, les permitió a sus habitantes prescindir del negocio del turrón, que no era para ellos, a fin de cuentas, sino un mero sobresueldo.

LA VERDAD sobre EL TURRÓN

El azúcar cubano

Su limitado conocimiento del producto le impide a Figueras Pacheco sacar conclusiones más profundas de los documentos que maneja. Constata, por ejemplo, que el boom del azúcar cubano permitió incorporar ese ingrediente, junto a la miel de la receta original, y multiplicar la producción durante el siglo XVIII, pero ni siquiera intuye las modificaciones que eso supuso para el turrón mismo y para las denominaciones «Alicante» y «Jijona». Su libro no explica que el «de Alicante» –el único tipo hasta entonces– se volvió verdaderamente «duro» cuando le añadieron azúcar ni que fue en Jijona donde se les ocurrió hacerlo «blando» –de ahí la identificación del nombre del pueblo con el del «nuevo» turrón– a base de molerlo y batirlo, pero a las dentaduras de épocas anteriores a las franquicias de implantes les vino la mar de bien.

¿Y qué pensaría del turrón de gintónic, del de tiramisú y hasta del de chocolate? En las épocas que estudia Figueras Pacheco e incluso en la suya, nadie osaría llamarles «turrón». Estaba por llegar la prodigiosa transmutación a la que asistimos en la actualidad por estas fechas: en cuanto se acerca la Navidad, lo que venía siendo «chocolate» se convierte en un incierto «turrón» (de chocolate) que acapara más del 40% de las ventas del ramo, muy por delante del «blando» (un veintitantos) y el «duro» (menos del 15%). Además, cualquier pasta a base de frutos secos o chocolate blanco con sabores y aromas de diversa índole se convierte en «turrón» de arroz con leche, de crema catalana, de fresas con nata… Siempre nos ha chocado que la normativa alimentaria vigile escrupulosamente el uso de cualquier término mientras que cada cual puede usar la palabra «turrón» para referirse a lo que le parezca bien cuando llega la temporada. Porque, de acuerdo con la tradición que alguien debería hacer respetar, de lo que se dice «turrón» hay cinco tipos: de Alicante, de Jijona, guirlache, de nieve y a la piedra.

Cinco tipos, ni uno más

El turrón de Alicante es el padre de todos los turrones y forma parte de una tradición mediterránea que se extiende de Montelimar a Estambul, desde el nougat hasta la halva. Se elabora básicamente con almendra, clara de huevo y, originariamente, miel. Esa versión ancestral, viva en Francia o en Turquía, tiene una textura gomosa que se volvió dura cuando se reemplazó parte de la miel por azúcar en el siglo XVIII. Entonces, los artesanos de Jijona desarrollaron una versión apta para las dentaduras menos eficientes, que no eran pocas, moliéndolo y emulsionándolo en un mortero o boixet. En eso, ni más ni menos, consiste el «turrón de Jijona». Similar al de Alicante es el guirlache, en el que el azúcar se carameliza. En las versiones más auténticas, la almendra conserva su piel y el turrón se espolvorea con sésamo.

Luego están los turrones «de obrador», que no requieren unas instalaciones industriales. Giran en torno al turrón de nieve –en el fondo, un mazapán– que se elabora básicamente con almendra cruda rallada y azúcar. Sus principales variantes incorporan frutas escarchadas o yema de huevo, tostada a veces. Otro pozo de confusiones es el turrón a la piedra. No es turrón de Jijona de una calidad especial, es otra cosa: en realidad, un turrón de nieve, pero de almendra tostada y molida, tan elemental que puede hacerse en casa. Hay que cascar almendras, repelar los gajos, tostarlos, molerlos finamente -pero dejando algún trocito que dé textura-, mezclar la harina obtenida con azúcar glas y añadir la ralladura de un limón por kilo de turrón. No hay que amasar, basta con mezclar bien. Si la almendra aún está tibia, el aceite que desprende facilita la ligazón. Luego, hay que repartir la pasta obtenida en cajitas de madera forradas de un papel adecuado o en moldes similares y espolvorear con canela. ¿Que cuánta almendra y cuánto azúcar? Bueno, la proporción de «tanto por tanto» vale para cualquier confite, pero a un turrón de calidad suprema se le exige un 65% de almendra como mínimo.

LA VERDAD sobre EL TURRÓN