El derecho a la no discriminación: a veinte años de distancia

A dos décadas de haberse publicado en nuestra Carta Magna la reforma que prohíbe todo tipo de discriminación, cinco directrices se identifican en este artículo para guiar la política estatal en lo sucesivo a fin de garantizar este derecho constitucional en nuestro país.

 

JESÚS RODRÍGUEZ ZEPEDA*

 


 

E l 14 de agosto de 2001 se publicó la reforma constitucional que introdujo en el artículo primero de nuestra Carta Magna una cláusula que prohíbe todas las formas de discriminación en nuestro país. Tras varios cambios relativamente menores, su redacción actual establece que:

Queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias sexuales, el estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas.

Ahora, a dos décadas exactas de ese cambio normativo tan relevante, resulta aconsejable analizar, con propósitos de divulgación y de solución de confusiones, algunos de los rasgos constitutivos que la agenda de no discriminación en México debe tener a partir de un mandato constitucional que obliga tanto a los poderes públicos como a la ciudadanía.

Nuestro argumento inicial debe destacar algo que a veces se pierde de vista, a saber, que las exigencias de trato igualitario y de medidas de compensación para los grupos sociales más desaventajados constituyen una cuestión de derechos humanos de las personas. De hecho, la agenda de no discriminación se funda en la exigencia de que se cumpla a plenitud la promesa constitucional de garantizar los derechos humanos a todas las personas y grupos, sin exclusiones ni diferencias arbitrarias. De este modo, la no discriminación ha de verse en relación con la idea de una sociedad cohesionada y respetuosa de la diversidad (mas no de la desigualdad) y no más como una cuestión de filantropía o de caridad (aun si se tratara del sentido más positivo de éstas), y menos aún como parte de un programa político de autoexclusión o autosegregación de los grupos.

Por ello, la lucha contra la discriminación tiene que contemplarse como una forma específica del combate por la vigencia de los derechos humanos, aunque esta diferencia específica implica, para el caso de México, una distinción respecto de lo que ha sido la disputa convencional a favor de los derechos humanos. Esta última se ha dado, fundamentalmente, como una denuncia y persecución de los abusos gubernamentales contra los derechos e integridad de las personas. En lugar de esta estrategia, la lucha contra la discriminación, como forma específica del combate por los derechos humanos, admite, y a veces exige, la formulación de tratamientos diferenciados dirigidos a grupos específicos, el desarrollo de políticas públicas positivas por parte del Estado bajo el paradigma de la “acción afirmativa” y un conjunto de instituciones y normas que sea capaz de regular y corregir relaciones no sólo en los espacios e instituciones públicos, sino también en los privados.

Estoy convencido de que el mandato constitucional de no discriminación debe ser entendido no sólo como una exigencia de protección jurisdiccional o administrativa contra los actos particulares de trato desigual, sino también como una exigencia de que se nivelen las condiciones de los grupos históricamente excluidos y de que se reduzcan las brechas de desigualdad que los separan de los grupos privilegiados. Por ello, el Estado mexicano está obligado a tutelar de manera activa el derecho a la igualdad de la ciudadanía no sólo bajo sus formas canónicas de la igualdad de derechos y libertades y la vigencia de instituciones de bienestar como la educación y la salud públicas, sino también a través de un compromiso robusto e inequívoco con la realización del derecho a la no discriminación. A manera de ideas guía para hacer viable nuestra agenda constitucional, identifico una serie de ineludibles obligaciones estatales a la luz del derecho a la no discriminación.

En primer lugar, la política social del Estado (la encargada de plasmar en la práctica el valor de la igualdad socioeconómica) debe estar acompañada de un criterio interno de no discriminación que aconseje el tratamiento preferencial hacia grupos como las mujeres, las personas con discapacidad y las minorías étnicas. La ausencia del principio de no discriminación en la política social conlleva necesariamente la imposibilidad de garantizar a toda la población un acceso real y efectivo a los derechos fundamentales y a las oportunidades sociales relevantes. De este modo, la inclusión de este principio no es un agregado de sofisticación desarrollista y menos un desvarío de la “corrección política”, sino una condición estructural de la justicia social.

En segundo lugar, el carácter general de la prohibición de discriminar ―entendida como la prohibición de las prácticas basadas en el prejuicio que limitan derechos y oportunidades de personas y grupos― exige ir acompañado de políticas grupalmente orientadas, es decir, reclama la identificación sociológica de los grupos discriminados porque sus miembros son los que, con una frecuencia casi absoluta, sufrirán actos de discriminación. Este criterio conmina al Estado a mantener un modelo de atención diferenciado según la situación de cada grupo, pues no existe contradicción entre una protección constitucional universal contra la discriminación (que merece toda persona) y una formulación específica de protecciones jurídicas relativa a ciertos grupos: mujeres, grupos de la diversidad sexual, personas con discapacidad, indígenas, religiones minoritarias, niños y niñas, adultos mayores y otros grupos susceptibles al estigma y al prejuicio negativo.

Como tercer criterio relevante para la acción del Estado, debe considerarse que la diversidad de grupos que sufren discriminación no admite jerarquizaciones valorativas del propio Estado para la tutela de su derecho a la igualdad de trato. No es legítima la diferenciación arbitraria en la atención a los grupos discriminados. Dicho de otra manera, no existe una manera democrática de justificar que la lucha contra la discriminación excluya a algún grupo sólo porque la tutela de sus derechos pueda generar conflictos políticos, religiosos, morales o culturales para quienes dirigen las instituciones públicas. Los gobernantes no deben tener grupos discriminados preferidos; el derecho humano a la no discriminación no puede ser realizado arrastrando discriminaciones internas.

Un cuarto criterio para la orientación de la acción pública establece la obligación del Estado de actuar radicalmente a favor de la no discriminación y de dedicar los recursos pertinentes (prioritariamente, los presupuestales) para lograr la vigencia generalizada del derecho constitucional a la no discriminación. Aunque pueden ser complementarias, la acción del Estado es cualitativamente distinta de la de los particulares. El discurso de aquél sólo puede ser el de los derechos humanos de las personas, mientras que las razones de éstos pueden encontrar diversas motivaciones (caridad, filantropía, humanismo, etcétera). Ningún gobernante debería poder decidir sobre las prioridades y el alcance de la agenda de no discriminación desde sus meras convicciones morales o religiosas.

Como quinto y último criterio, debe quedar claro que los estudios que hemos hecho conforme a una perspectiva estructural de la discriminación muestran que ésta se despliega sin solución de continuidad entre los dominios público y privado. Si el Estado se constriñe a regular únicamente el dominio público, dejará intacta una gran parte de la discriminación estructural que se da en los espacios no públicos. En este sentido, ni las instituciones educativas, ni las corporaciones, ni las iglesias, ni organizaciones similares deberían quedar fuera del escrutinio y de la acción del Estado para luchar contra la discriminación.

Durante estas dos décadas, hemos aprendido mucho acerca de las prácticas y procesos discriminatorios. Por ejemplo, sabemos que consisten en violaciones mayores de los derechos humanos y de la dignidad de las personas; que se vinculan y enlazan con la desventaja económica y abisman las desigualdades existentes; que poseen una dimensión estructural que obliga al Estado a definir y realizar una estrategia de carácter sistemático y permanente; y que, entre otras cosas, su reducción significativa sólo será posible con una combinación de estrategias de protección legal para personas y grupos, de políticas públicas niveladoras y de un poderoso compromiso estatal y social con una reforma cultural y educativa de la sociedad para desmontar los prejuicios que los sostienen. Tales prácticas y procesos discriminatorios marcan las pautas sociales en cuyo marco vivimos y formamos a las nuevas generaciones. Tras veinte años de su prohibición constitucional, parece claro que debemos tomarnos en serio la lucha contra esta desigualdad inaceptable.◊

 


 

* Es doctor en Filosofía Moral y Política por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (uned) de Madrid; profesor-investigador del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma Metropolitana unidad Iztapalapa, investigador nivel III en el Sistema Nacional de Investigadores y coordinador nacional de la Red de Investigación sobre Discriminación (rindis). Coordinó y publicó La métrica de lo intangible: del concepto a la medición de la discriminación (2019).