sábado. 20.04.2024
trn

Mucho se ha escrito sobre la magnífica transición de la tiranía a la democracia protagonizada por el pueblo español a mediados de los setenta. Se dice que no fue tanta la gente que se movilizó contra el tirano en sus últimos años de existencia, que fueron unos pocos miles de ciudadanos quienes salieron a las calles exigiendo libertad. En la parte que uno conoce, así fue pese a que era cierto que en aquellos años había ciudades -como afirmaba Joaquín Estefanía- que estaban completamente controladas por los sindicatos y que el miedo de los últimos mandatarios franquistas a lo por venir se aproximase más al pánico que a otra cosa.

Sin embargo, es muy difícil explicar el trabajo que costaba movilizar a unos cuantos cientos de personas para protestar contra la tortura generalizada en las comisarías y cárceles, contra los asesinatos, contra la brutal represión callejera, sólo cuando el muerto, el torturado o el lisiado era de la “familia” o del “gremio”, además de los de siempre, se atrevían a salir a la calle los timoratos, que eran la mayoría de las personas que habitaban España.

El timorato, el indolente, el apolítico fue el producto más logrado del franquismo, un individuo moldeado por una represión como nunca había conocido este país, que impregnó a varias generaciones y se extendió como la mala yerba, llegando frecuentemente los miembros de esa triste cofradía, en su fase última, a sufrir el síndrome de Estocolmo, o sea la adoración hacia aquellos que habían matado a sus amigos y parientes, hacia quienes les habían castrado haciéndoles vivir fuera de su tiempo, hacia quienes les habían convertido en “gallinas ciegas”, según la maravillosa novela de Max Aub. Y, que nadie se engañe, ese producto fruto de la represión salvaje, votó franquismo en 1976 y volvió a votar franquismo en las primeras generales en la persona de Adolfo Suárez, un hombre que después supo estar a la altura de las circunstancias y mostró una valentía y una habilidad política de primer orden, sobre todo hasta 1980.

La democracia española de 1978 no quiso emprender la reforma educativa laica que había tenido lugar en la mayoría de los países de nuestro entorno a principios del siglo XX, ni se atrevió entonces ni parece que se vaya a atrever hoy

Entre 1970 y 1982, con baches notorios, la movilización de los ciudadanos españoles para reconquistar sus inalienables derechos ciudadanos, civiles, sociales y económicos fue creciendo, explotando definitivamente durante los meses que van desde el golpe de Estado de Armada al triunfo socialista de octubre de 1982. Aquella noche otoñal, lo digo como lo siento, como lo vi, Madrid, de punta a punta pareció recuperar el esplendor ciudadano, la euforia incontenible, la alegría indescriptible de otro día lejano, ilusionado y primaveral cercenado de raíz por la fuerza de los brutos. Se podía hablar de política, de sexo, de escritores prohibidos, de derechos, de proyectos. La entrada en la OTAN tras aquel referéndum con doblez fue la primera señal de que el pragmatismo se impondría a la ilusión, la esperanza y el deseo.

Hoy, pasados cuarenta y tres años desde las primeras elecciones, han cambiado mucho las cosas, sobre todo económicamente. El país es mucho más libre, mucho más abierto, mucho más de su tiempo y más rico, mucho más rico aunque las bolsas de pobreza sean cada vez más grandes e inasumibles. Empero, en el camino se han dejado muchas cosas y si España hoy vive en el tiempo que le corresponde –bien es verdad que eran muchos los problemas que había que resolver- nos olvidamos de aquel perfecto producto franquista, del timorato, del indolente, del apolítico, que con fuerza reapareció en nuestros ruedos hace poco más de una década porque la nueva democracia española, con sus pactos, con sus ataduras, con sus compromisos de silencio, con su “mejor no meneallo”, no se atrevió a acometer el primero de sus mandatos: suprimir en un par de décadas a ese tipo de individuo fruto del franquismo, y cuando hablo de suprimir hablo de educación: La democracia española de 1978 no quiso emprender la reforma educativa laica que había tenido lugar en la mayoría de los países de nuestro entorno a principios del siglo XX, ni se atrevió entonces ni parece que se vaya a atrever hoy.

El resultado no puede ser más desalentador, niños que se saben los himnos fascistas y votan compulsivamente cuando les llega la edad y quieren; mayores sin la más mínima conciencia política o social; ciudadanos que votan consciente y orgullosamente listas llenas de corruptos y ultras, y lo que es más grave, la perdida de referentes que no descansen en la confusión entre valor y precio, en el dinero o en el apoliticismo superficial, que al final deriva irremisiblemente en un conservadurismo individualista e insolidario.

Esto sucede hoy en nuestro país, y la explicación, al menos para quien esto escribe, no estriba en las ofertas políticas de tal o cual partido, sino en ese residuo franquista que dejó sus raíces bien profundas y, sobre todo, en que el crecimiento económico y la mejora de las condiciones materiales de vida de los españoles –ni de lejos-  fue acompañado por una elevación cultural paralela de los mismos. Hoy, como hace décadas, son muchos los españoles que se siguen sintiendo orgullosos de cuanto ignoran, cosa comprensible cuando el país era pobre, pero no ahora cuando dicen que todavía somos la décima potencia económica del mundo. Al mismo tiempo que se fue llenando la despensa, se tuvo que llenar la conciencia cívica de los españoles. No se hizo, todavía se puede hacer pero la empresa, dada la gravedad del daño, requiere todos los recursos de que se dispongan y más, empezando por dedicar todos los dineros públicos a preparar maestros vocacionales capaces de inculcar esos valores olvidados y a crear centros educativos laicos que no diseñen sus currículum exclusivamente por criterios economicistas. En otro caso, estamos en el camino del volver a ser pobres sin haber aprendido nada.

Más artículos de Pedro Luis Angosto

La herencia maldita