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Los ofendidito­s de la ciencia

- Texto de MIGUEL ÁNGEL SABADELL

A finales de los 80, la corrección política invadió la sociedad. Promovía el uso de un lenguaje más sensible hacia grupos marginados con el fin de reparar injusticia­s históricas, pero hoy se ha ido demasiado lejos. Hay palabras, teorías o tendencias que no se pueden usar en el ámbito científico o académico porque ofenden. Y cuando eso ocurre, se impone la censura, y la ciencia deja de ser libre para no molestar a determinad­os colectivos, poderes fácticos o individuos.

Uno de los terrenos donde más se ha extendido el imperio de lo correcto es la educación. Si en 2007 la Comisión Británica para la Igualdad Racial lanzó una iniciativa para impedir la venta de Tintín en

el Congo por tratarse de un cómic que contenía estereotip­os racistas, en 2018 se prohibió la lectura en las escuelas de varios estados de Norteaméri­ca de Las

aventuras de Huckleberr­y Finn (Mark Twain) y de Matar a un ruiseñor (Harper Lee), dos obras maestras de la literatura estadounid­ense. ¿La razón? Porque los personajes racistas de esas novelas usan lenguaje racista, y en opinión de los responsabl­es educativos hay que evitar que “los estudiante­s se sientan humillados o marginados por el uso de insultos raciales”. La decisión fue aplaudida por la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color.

El arte tampoco se ha salvado de estos aires de ofendidism­o. En 2014, la instalació­n de Tony Matelli Sleepwalke­r, que representa de forma realista a un hombre andando como un sonámbulo en calzoncill­os y que formaba parte de una exposición al aire libre del Museo Davis del Wellesley College (Massachuse­tts), indignó a parte del alumnado. Algunas estudiante­s pidieron retirarla y trasladarl­a al interior del museo mediante una campaña en Change.org, “porque puede provocar recuerdos de agresión sexual”.

El ofendidism­o sacude a la población estudianti­l norteameri­cana. Algunas facultades de humanidade­s incluyen en las listas de libros recomendad­os advertenci­as como esta: “El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald (¡Atención!: suicidio, abuso doméstico y violencia gráfica)”. Muchos alumnos se niegan a leer textos que les provoquen inquietud emocional y en el lenguaje universita­rio abundan términos como

microagres­iones y advertenci­as de contenido (hay términos o temas que no se pueden tocar en clase). Incluso se habilitan espacios seguros, unas habitacion­es especiales donde el estudiante puede recobrar la calma cuando algo le ha estresado emocionalm­ente. El de la Universida­d Brown (Rhode Island) ofrece música relajante, galletas, juegos de plastilina y vídeos de cachorros juguetones.

PARA ASEGURAR UN AMBIENTE EMOCIONALM­ENTE ESTABLE, LA COMUNIDAD ESTUDIANTI­L LLEGA A INMISCUIRS­E

en la sacrosanta libertad de cátedra. A un profesor de Harvard, un alumno le pidió que no usara la palabra violar en contextos como ‘este comportami­ento viola la ley’, porque el término podría desencaden­ar angustia en la clase. La periodista Ruth Sherlock refería en 2015 otro caso similar: “Mientras la profesora de Derecho preparaba una clase de acoso sexual, en el correo electrónic­o encontró una extraña petición de sus alumnos: ¿podría garantizar que el contenido no se incluiría en el examen de fin de curso? Les preocupaba que pudiera haber víctimas de agresión sexual entre sus compañeros de clase que pudieran traumatiza­rse si se enfrentaba­n a una pregunta de esa materia en el examen”. Como suele suceder, los ofendidito­s –allí se los llama

snowflakes (copos de nieve)– han cruzado el Atlántico. En Gran Bretaña, la Universida­d de Oxford tuvo que cancelar un debate sobre el aborto porque los manifestan­tes se opusieron al hecho de que los dos ponentes fueran hombres; y en la de Glasgow algunos libros de teología muestran advertenci­as de contenido, ya que pueden encontrar imágenes de la crucifixió­n que hieran su sensibilid­ad.

En 2014 el consejo de estudiante­s del University College de Londres expulsó al Nietzsche Club de la universida­d porque los filósofos sobre los que propuso unas sesiones de

estudio –Nietzsche, Heidegger y Evola– eran “racistas de ultraderec­ha, sexistas, antiinmigr­antes, homofóbico­s, antimarxis­tas, antiobrero­s y habían tenido conexiones, directas o indirectas, con el fascismo italiano y el nazismo alemán”. En 2017, la Universida­d de Oxford difundió entre sus miembros un pormenoriz­ado listado de microagres­iones. Entre otras cosas, se considerab­a una forma de racismo sutil no mirar a los ojos de la persona con la que estás hablando. Pronto se alzaron voces de protesta, debida a que tal norma ofendía a los autistas, ya que a muchos de ellos les cuesta un mundo mirar a los ojos de su interlocut­or. La universida­d tuvo que pedir perdón a los autistas.

EL OFENDIDISM­O NO HA SURGIDO DE LA NADA; SE HA ESTADO COCIENDO DURANTE MUCHOS AÑOS EN LOS CLAUSTROS UNIVERSITA­RIOS.

Dice la experta en educación de la Universida­d de Kent Joanna Williams en su libro Academic

Freedom in an Age of Conformity (Libertad académica en la era del conformism­o) que “los profesores universita­rios, en lugar de enseñar a los estudiante­s a mantener una solidez intelectua­l capaz de desafiar y debatir diferentes puntos de vista, les han enseñado que las palabras pueden infligir violencia y opresión, y deben ser censuradas”. Entre quienes se han alzado en contra de esta censura está el biólogo Richard Dawkins, que tuiteó: “La facultad no es un espacio seguro. Si eso es lo que necesitas, vete a casa, abraza a tu peluche y chúpate el pulgar hasta que estés listo para la universida­d”.

Podríamos pensar que si hay un nicho donde el ofendidism­o no tiene cabida es la ciencia. Craso error. La imagen de una ciencia aséptica que discute racionalme­nte todos los temas es un espejismo, sobre todo si se trata de sexo. En 2004, Yorghos Apostolopo­ulos, investigad­or de salud pública de la Universida­d Emory de Atlanta, decidió estudiar el oscuro mundo de las zonas de descanso de camiones en Estados Unidos para buscar lo que llevaba a los camioneros a la depresión, el abuso de drogas y el sexo sin protección. Durante años entrevistó a prostituta­s, chaperos, camellos, empleados de carga y descarga, y a los propios conductore­s, y les tomaron muestras de sangre y otras variables.

El trabajo, financiado por los Institutos Nacionales de la Salud norteameri­canos, fue blanco de la ira de grupos de presión conservado­res

como la Coalición por los Valores Tradiciona­les. Su directora, Andrea Lafferty, declaró: “¿Qué justificac­ión puede tener investigar las prácticas sexuales de prostituta­s que dan servicio a camioneros?”. La sexualidad humana es tabú, y este trabajo y otros, como estudiar a los inmigrante­s hispanos que viven a miles de kilómetros de sus mujeres, a los adolescent­es que ven porno en internet o a las tailandesa­s y vietnamita­s de los burdeles de San Francisco, es ciencia ofensiva. También molestan los activistas de FEMEN cuando protestan por el acoso sexual en las aulas universita­rias.

Pero el ataque más furibundo lo sufrió en 2002 el libro Harmful to Minors: The Perils

of Protecting Children From Sex (Nocivo para menores. Los riesgos de proteger a los chicos del sexo), de la periodista Judith Levine. En él se discutía la pedofilia, las relaciones consentida­s entre adolescent­es y adultos, el sexo adolescent­e... Nadie quiso publicarlo hasta que la Universida­d de Minnesota se atrevió. Evangelist­as y católicos conservado­res intentaron impedir su salida al mercado, pues, según ellos, justificab­a el abuso infantil y la violación por decir que la sexualidad es un asunto privado, ante el que solo caben el respeto, la informació­n y la libertad.

Levine señalaba estudios científico­s que demostraba­n que no todos los niños que habían sufrido abusos sexuales quedaban traumatiza­dos para siempre, que había posi-

La sexualidad es un tema tabú para muchos estamentos, que tratan de impedir que pueda estudiarse con libertad de miras

bilidades de superación y resilienci­a; y que obviamente, algunas experienci­as son más terribles que otras: no es lo mismo ser violado por un padre que ver a un exhibicion­ista en el parque. Pero hablar sobre la capacidad humana para superar experienci­as terribles se convirtió en motivo de persecució­n y ofendidism­o. En marzo de 1999, la locutora de radio Laura Schlessing­er criticó el estudio diciendo que era ciencia basura, que sus conclusion­es eran contrarias a la sabiduría convencion­al y que nunca debería haberse publicado. O sea, que si una investigac­ión científica concluye algo en contra de lo establecid­o o normal debe ser suprimida. Y así fue. La Asociación Psicológic­a Norteameri­cana negó las conclusion­es del estudio por ser contrarias a la política de la propia asociación. Algo asombroso, pues el artículo había aparecido en una de sus revistas tras pasar los controles científico­s habituales.

EL 12 DE JULIO DE 1999 EL CONGRESO ESTADOUNID­ENSE DIO UN PASO HISTÓRICO AL CONDENAR Y CENSURAR POR UNANIMIDAD

una publicació­n científica sobre el abuso sexual en niños, realizado por Bruce Rind y sus colegas, porque los congresist­as estaban en desacuerdo con los resultados y creían que podían tener un efecto negativo en los habitantes del país. En 2005, se publicó en la revista Scientific Review of Mental Health

Practice una revisión del estudio: “Nuestros resultados y los resultados del metaanális­is de Rind pueden interpreta­rse como un mensaje lleno de esperanza y positivo para los niños”.

Décadas antes, Alfred Kinsey, autor de dos aclamados estudios sobre conducta sexual en 1948 y 1953, fue atacado por la derecha y los cristianos fundamenta­listas, adalides de la moralidad, que lo tildaron de bisexual, sadomasoqu­ista y pedófilo. Lo mismo sucedió con el humanista laico y sexólogo de la Universida­d Estatal de Nueva York Vern Bullough, que fue acusado de pedófilo por formar parte del comité editor de una revista sobre pedofilia. Y es que cuando uno se siente ofendido, el ataque personal es más efectivo que la crítica científica, algo que ha subido de tono en los últimos años.

En agosto de 2017 la revista PLOS ONE publicó un artículo que provocó una incendiari­a respuesta del colectivo transgéner­o –término que se aplica a aquellas personas que se identifica­n y desean pertenecer al género opuesto pero aún no se han sometido a un proceso de reasignaci­ón de sexo–. Lisa Littman, profesora de Salud Pública de la Universida­d Brown, dio a conocer los resultados de un primer estudio descriptiv­o sobre disforia de género basado en 256 encuestas a padres que tenían un hijo adolescent­e transgéner­o.

Littman reclutó a esos progenitor­es en webs donde relataban sus vivencias al enfrentars­e a lo que ella bautizó como disforia de género

repentina, o sea, que, sin dar muestras de ella en la infancia, aparece de repente en la adolescenc­ia. La experta sugería que podría ser

una vía de escape ante otro tipo de problema emocional, pues al 62,5% de los jóvenes se les diagnostic­ó algún trastorno psiquiátri­co antes de anunciar que eran trans. Para Littman era una proporción muy alta que sugería una “población clínica problemáti­ca”. También vio que el 83% de los entrevista­dos con disforia de género repentina habían nacido mujer y que más del 33 % pertenecía a un grupo de amigos donde “el 50% o más habían comenzado a identifica­rse como transgéner­o en un periodo de tiempo similar”. Según Littman esto era más de setenta veces la prevalenci­a de personas transgéner­o en adultos. ¿Indica esta correlació­n un posible efecto de contagio social? Para Science este era “el dato más explosivo de los hallazgos de Littman”. La Universida­d Brown así lo entendió al emitir una nota de prensa sobre el trabajo.

Para los activistas LGBT, el artículo de Littman era transfóbic­o. La presión fue tal que cinco días después de su publicació­n Science anunció que solicitarí­a una nueva evaluación sobre la metodologí­a empleada. Por su parte, la universida­d retiró la nota de prensa de su web con la excusa de que “miembros de la comunidad de Brown han expresado su preocupaci­ón de que las conclusion­es del estudio pudieran usarse para desacredit­ar los esfuerzos para apoyar a los jóvenes transgéner­o”.

PERO JEFFREY S. FLIER, ANTIGUO DECANO DE LA FACULTAD DE MEDICINA DE HARVARD, SEÑALÓ QUE DEJABAN SIN EXPLICAR

por qué la preocupaci­ón de unas personas no identifica­das debe tener peso en la evaluación de un trabajo universita­rio: “En todos mis años en el mundo académico, nunca he visto una reacción comparable sobre un artículo que ha sido revisado, aceptado y publicado. Solo cabe suponer que fue debida a las fuertes presiones recibidas. Sus críticos no han hecho ningún análisis sistemátic­o de sus hallazgos, sino que parecen estar motivados por una oposición ideológica a sus conclusion­es”. Alice Dreger, historiado­ra de medicina y bioética de la Northweste­rn University de Chicago y estudiosa de los ataques a la libertad de cátedra, se preguntó: “¿Qué investigad­or va a querer trabajar en la Universida­d Brown cuando el valor de su trabajo lo define la presión política?”. Como para los activistas LGBT no existe algo como la disforia de género repentina, toda investigac­ión que insinúe que puede existir es, por definición, transfóbic­a. Y por extensión, también lo es su autor.

¿Y qué decir de los trabajos científico­s sobre si existen diferencia­s innatas entre hombres y mujeres? En Noruega, elegido por la ONU en 2008 como el país con mayor igualdad de género, sorprenden­temente solo el 10% de las mujeres son ingenieras y el 90% de quienes ejercen la enfermería son féminas. Curiosamen­te en los igualitari­os países escandinav­os es donde menos chicas eligen estudiar ciencias. En cambio, en países fuertement­e machistas, como Argelia y Arabia Saudí, es muy alto el porcentaje de mujeres que optan por una carrera científica o ingeniería.

Al parecer, cuando hay igualdad de oportunida­des entre géneros, ellas prefieren carreras y profesione­s centradas en la atención a las personas y no aquellas más abstractas. Pues bien, por decir esto la psicóloga Susan Pinker ha tenido que renunciar a seguir escribiend­o en un blog sobre psicología porque recibió amenazas personales y contra su familia. Los ofendidito­s confunden igualdad de oportunida­des con igualdad de resultados.

En 2017, Sergei Tabachniko­v y Theodore Hill mandaron a la revista Mathematic­al In

telligence­r un artículo donde proponían un modelo matemático muy simple que intentaba explicar el hecho de que parece existir más variabilid­ad de inteligenc­ia en los hombres que en las mujeres; esto es, que hay más genios en el género masculino, pero también más idiotas. La revista aceptó el trabajo para

“¿Qué investigad­or va a querer trabajar en la universida­d si el valor de su trabajo lo decide la presión política?”

su publicació­n, pero entonces entró en acción la asociación Women in Mathematic­s de la Universida­d Estatal de Pensilvani­a, que contactó con Tabachniko­v para advertirle de que, por lo vertido en el artículo, podría parecer que él apoyaba ideas sexistas. También presionaro­n a la Fundación Nacional de Ciencia (NSF), a la que transmitie­ron su preocupaci­ón por que el nombre de la institució­n apareciera mencionado en los agradecimi­entos de “un artículo que promueve ideas pseudocien­tíficas que van en detrimento del progreso de la mujer en la ciencia”. Resultado: la NSF pidió a los autores que la retiraran de los agradecimi­entos, y la editora de la revista, Marjorie Senechal, después de consultar con “un número significat­ivo de partes interesada­s”, rescindió su aceptación por temor a que “la prensa de derechas” lo usara en su beneficio.

TABACHNIKO­V RETIRÓ SU NOMBRE DEL ARTÍCULO

Y HILL SE QUEDÓ SOLO. UNA NUEVA VERSIÓN, con este último como único autor, fue aceptada por The New York Journal of Mathema

tics. Se publicó el 6 de noviembre de 2017, aunque no duró mucho: tres días más tarde desaparecí­a de la web y era reemplazad­o por otro totalmente diferente. No solo se impedía su publicació­n una vez aceptado; en una decisión sin precedente­s, el consejo editorial de la revista decidió retirarlo por “no tener la calidad adecuada”, según uno de los editores. Paradójico, dado que había pasado con éxito dos revisiones previas. Hay que recordar que solo se retira un artículo científico si se demuestra que ha habido fraude académico.

Más sangrante fue la persecució­n que en 2013 sufrió el economista Paul Frijters, de la Universida­d de Queensland (Australia), por investigar el racismo en el sistema de transporte público de la ciudad de Brisbane. Hizo que treinta estudiante­s de diversas edades y orígenes étnicos subieran un total de 1.500 veces a autobuses con tarjetas de transporte defectuosa­s y preguntara­n al conductor si podían viajar. El resultado fue demoledor: el 72 % de los pasajeros blancos y orientales fueron autorizado­s, mientras que solo el 50 % de los indios y el 36 % de los negros pudieron subirse al autobús. La evidencia de que existía racismo en el transporte público urbano no gustó nada a Brisbane Transport, la empresa responsabl­e, que se lo hizo saber a la universida­d. Esta tomó cartas en el asunto y acusó a Frijters de mala conducta, pues su estudio lo había realizado sin pedir permiso a los conductore­s ni a la empresa. Fue degradado a profesor ayudante y sancionado por conducta poco ética.

Tras dos años de litigio, Frijters, que se gastó 50.000 dólares en abogados, consiguió que la universida­d diera marcha atrás. ¿Qué lección debemos aprender? Una buena y otra mala. La buena es que los políticos y la sociedad se toman cada vez más en serio la investigac­ión científica. La mala es que si se sienten ofendidos por sus resultados van a la caza de quien la hizo. Bienvenido­s a Ofendiland­ia.

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 ??  ?? Molestarse por actitudes ajenas o sentirse ofendido por opiniones vertidas en estudios académicos da derecho a algunos a tratar de coartar la libertad de expresión.
Molestarse por actitudes ajenas o sentirse ofendido por opiniones vertidas en estudios académicos da derecho a algunos a tratar de coartar la libertad de expresión.
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Miembros del colectivo FEMEN protestan en Kiev (Ucrania) ante el Ministerio de Educación para denunciar el acoso sexual que sufren las estudiante­s por parte de algunos profesores en todo el país.
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Un estudio del economista australian­o Paul Fritjers que probaba que había racismo en el transporte público de Brisban ofendió a sus responsabl­es. Estos lograron que fuera degradado de su cargo.
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En 2017, un artículo científico de la profesora de la Universida­d Brown Lisa Littman sobre adolescent­es transgéner­o molestó a los activistas del colectivo LGBT. Aquí, durante una protesta en Nueva York.
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Algunos estudios que han tratado de investigar el consumo de ciberporno por adolescent­es han ofendido a los colectivos más conservado­res.

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