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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Compromiso cívico

La situación puede empeorar; su control atañe a poderes públicos y ciudadanos

El ministro de Sanidad, Salvador Illa, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, la semana pasada.
El ministro de Sanidad, Salvador Illa, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, la semana pasada.Moncloa

El número de infectados por el coronavirus en España ha superado el medio millar de personas, y prosigue el goteo de fallecidos. La lógica inquietud que pueden provocar estas cifras no debe hacer que se pierda la perspectiva esencial: en un proceso condenado a ser exponencial por la facilidad con que se transmite el virus, tan importante como el número de afectados es considerar la velocidad a la que se propaga la enfermedad. Es en este último aspecto donde pueden tener mayor impacto las decisiones adoptadas por las autoridades sanitarias, así como las precauciones que asuman los ciudadanos. Que la situación empeoraría, y que puede hacerlo aún más, está dentro del cálculo de probabilidades. Pero que no escape al control es el esfuerzo que debe convocar a los poderes públicos y a los ciudadanos, cada cual desde sus competencias.

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El espacio que media entre no alarmar y no trivializar es suficientemente amplio como para reconocer los puntos débiles de los que ha adolecido la estrategia seguida hasta ahora, sabiendo, además, que no cabe hablar tanto de errores como de acumulación de experiencia ante un fenómeno desconocido y donde la ciencia tiene un importante papel que desempeñar. Los casos de fallecidos sin diagnóstico, solo establecido retrospectivamente semanas después, han mostrado un flanco de contagio con gran incidencia en centros para mayores y en su entorno familiar. Otro flanco se está abriendo por la sobrecarga de trabajo en los centros sanitarios, provocando retrasos en los resultados de los análisis a potencialmente infectados. Todo ello convive con el trabajo abnegado de los profesionales de la sanidad, algunos contagiados por el virus en el desarrollo de su tarea, y la coordinación hasta ahora irreprochable entre el Gobierno central y las comunidades.

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Los llamamientos a la calma son ociosos porque nadie en su sano juicio llamaría a la histeria, al igual que exigir información a las autoridades es una cláusula vacía porque son las primeras en saber los riesgos de la opacidad. De lo que se trata, por el contrario, es de reafirmar un territorio de confianza pública en el que nadie, ni los poderes públicos ni los ciudadanos, renuncien a acrecentar la imprescindible experiencia para controlar la extensión de la enfermedad por el recelo a que se les imputen errores y se les exijan responsabilidades si las cosas evolucionan a peor. En el caso de que una situación así se produjera, no se trataría de una victoria del virus, sino del sectarismo que se ha instalado en la vida pública del país.

Las alertas sobre epidemias globales provocadas por virus desconocidos son susceptibles de desatar emociones apocalípticas. Seguramente, rendirse a esas emociones pueda ofrecer un buen argumento para las obras de fantasía, pero lo cierto es que los perfiles del problema son sustancialmente más limitados, en España y en el resto de países donde ha llegado el virus. Mientras los investigadores siguen avanzando en el hallazgo de un fármaco eficaz, las autoridades gestionan un problema sanitario y los ciudadanos intentan que su salud no se vea afectada, pero tampoco su vida cotidiana y sus actividades más allá de lo que exige la prudencia. Sería un error tomar estas palabras por la descripción de una evidencia. En realidad, son la manifestación de un inquebrantable compromiso cívico.

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